PRÓLOGO 1.1 EL PESCADOR: TELÉMACUS | 1.2. EL PESCADOR: ARTHEMIS | 2.1 ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: TELÉMACUS | 2.2. ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: ARTHEMIS | 3.1. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: LÍANFAL | 3.2. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: ARTHEMIS | 4.1. ASALTO A LA FORTALEZA: TELÉMACUS | 5.1. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 5.2. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 6.1. CAMIONES: LÍANFAL 6.2. CAMIONES: VELDRAM | ITERLUDIO. LA CANCIÓN DEL SILENCIO | 7.1. EL YERMO: ARTHEMIS | 7.2. EL YERMO: LOGUS | 8.1. PERSECUCIÓN: VELDRAM | 8.2. PERSECUCIÓN: ARTHEMIS |8.3. PERSECUCIÓN: TELÉMACUS | 9. LO QUE HAY EN LAS PROFUNDIDADES DEL MUNDO: SERENAY | 10. UNA PAUSA PARA TOMAR ALIENTO | 11. EN LAS ESTEPAS DE FUEGO | 12. ENCUENTRO EN OFIUCHI | 13. UNA SIMPLE CUESTIÓN DE COSTES Y BENEFICIOS | 14. EL CEMENTERIO | 15. UN ADIÓS Y UNA PROMESA | 16. VENCEDORES Y VENCIDOS | 17. ESTACIÓN KALPA TÉRMINO COSMOS | 18. EL FLAUTISTA DE HAMPERDIN

TELÉMACUS

El ingeniero Goeb había desaparecido hacía un buen rato en la floresta, pero en realidad no le importaba a nadie. Los lumitas estaban demasiado ocupados reflexionando sobre su futuro como para preocuparse por la suerte de los extraños.

            La reunión comenzó aquella tarde, entre los miembros del concejo que habían sobrevivido al pesaroso viaje. Liánfal estaba allí, por supuesto, pero en aquella primera ronda de votaciones no dejaron participar a Telémacus ni a su familia. El cazador estaba molesto.

            —No les hagas caso —dijo Vala mientras recolectaba ramitas azules para la cena. Tras varios experimentos habían descubierto que esas eran las partes más comestibles de la floresta, y que había que evitar por todos los medios (ciertos estómagos medio envenenados daban fe) las que parecían varas amarillas como huesos de antebrazo—. Necesitan tomar decisiones libres de tu influencia. Déjales que lo mediten, y si al final quieren acompañarnos, sabrás que lo hacen de corazón.

            —Cada vez tengo menos esperanzas, pero da igual. Cada pueblo es libre de tomar sus propias decisiones y de reconducir su futuro como crea conveniente. Quien quiera acompañarnos Hilo arriba será bienvenido. Y quien desee permanecer aquí abajo… bueno, a partir de entonces ya no será responsabilidad mía.

            Veldram se les acercó. Estaba un poco pálido.

            —¿Estás bien, cariño? —le preguntó su madre.

            —No mucho… Siento el cuerpo raro, como cuando notas que está a punto de darte fiebre. —Se tocó a sí mismo en la frente y la notó caliente y seca. Sentía el aliento raspándole la garganta. Eran los típicos síntomas de un catarro, como los de esas epidemias que de vez en cuando se expandían por el mundo como aceite derramado sobre un dibujo, que mezclaba sus colores y hacía desaparecer su continuidad—. Ya se me pasará.

            —O puede que sea algo que hemos comido.  —Le palpó el cuello, preocupada—. Estás caliente.

            Telémacus miró el edificio más cercano. Unas puertas de hangares, medio sepultadas por la hiedra, estaban cerradas a cal y canto. Tenían una larga brecha por un lado, como si hubieran intentado hacerles la raya al medio con una sierra, pero por allí no cabía un ser humano.

            —Quizá ahí dentro haya botiquines que no estén caducados. Voy a echar un vistazo.

            —Te acompaño.

            —No, hijo, mejor quédate aquí con tu madre.

            —¡No soy un inútil, solo tengo un poco de malestar! Si no me dejas acompañarte, iré de todas formas y entraré por otro lado.

            Telémacus hizo un gesto que no significaba nada.

            —Está bien, vamos. Cuatro ojos verán mejor de dos.

            Vala se quedó en el campamento recolectando comida, sin quitarle ojo de encima al círculo de ancianos que discutía en la distancia, por si podía leer algo en sus labios. Los lumitas trabajaban como pacientes recolectores, extrayendo de la floresta el agua almacenada en los bulbos y las ramas que no eran tóxicas. Una joven cuyo fino pelo rubio se rizaba como humo dorado se había enredado en los matojos, e intentaba salir del embrollo pacientemente, sin formular una queja.

Los dos hombres se metieron en la floresta y se abrieron paso hasta llegar a la puerta del hangar. A su paso huían cosas, esquivos ojos que desaparecían en la espesura.

            —Oxyfactores, los llamó Goeb —dijo el muchacho—. Están por todas partes.

            —¿Qué ha sido del ingeniero inquietante, por cierto?

            —Se fue a hablar con el oxyfón. Aún no ha regresado.

            —Seguro que tienen muchas anécdotas que contarse, acumuladas durante décadas… No lo volveremos a ver.

            —¿Tú crees?

            —Lo presiento. Cada ascua se arrima a su hoguera.

            Alzaron la vista para contemplar aquellos edificios que se elevaban como dientes rotos sobre una encía verde. Tatuadas sobre el metal de la puerta sobrevivían unas palabras: HAMPERDIN & Co. FERROCARRILES. Parecía un anuncio concebido para ser leído en voz alta por todo el que pasara por delante, de manera incisiva, apretando la lengua contra el filo de los dientes en la F y en la R.

            —¿Ferrocarriles? —se extrañó Veldram—. ¿Qué es eso?

            —Es una manera romántica de llamar a los trenes magnéticos. Algunas empresas la usaban como publicidad. —Una sonrisa estiró sus labios igual que el aliento estira un anillo de humo—. ¿Crees que habrá trenes aquí dentro, hijo? Podrían ser la salvación de nuestra gente. Los llevarían lejos.

            —Entremos a ver.

            Los accesos a nivel del suelo estaban cerrados, pero había ventanucos allá arriba, junto a torreones que proyectaban sombras oscuras. Telémacus estaba seguro de que incluso estando nublado se podrían ver estrellas junto a las costillas formadas por la arquitectura de aquellos niveles. Padre e hijo treparon por la hiedra, usándola como escala, hasta llegar al primer ventanuco. Sus pisadas provocaron la caída de gotas de rocío de sus extremos deshilachados.

            Entraron en el hangar, una desmesurada habitación en la que podría caber toda la aldea lumita. Aparcada en medio había una silueta difusa, con un casco de metal que se alzaba como una falda levantada por el viento. A medida que sus ojos se acostumbraban a la penumbra, el objeto iba ganando detalles: ¡era un tren! Una máquina sólida como un dios de acero lleno de furia, capaz de tirar de cualquier cosa, incluso de cambiar corrientes oceánicas de sentido. Así de poderoso parecía. Pero se notaba que llevaba siglos dormido, las telarañas escribiendo sus delicadas sagas junto a su chimenea.

¿Estaría muerto? ¿Sería solo el esqueleto del dios, sin entrañas?

            El Id de Telémacus susurró algo, el eco de una sensación lejana. Era como si visitar aquellos escondrijos disparara ráfagas de nutrición a su hambrienta psique. El espectro revitalizador de la energía estaba por doquier; era la memoria dormida de los siglos estratificados allí dentro. Telémacus comprendió lo que su segunda mente quería decirle: Debimos durar más, como especie. Debimos poder disfrutar de los logros alcanzados, regocijándonos en todas sus posibilidades. Pero como siempre, la vida se interpuso. La vida es eso que sucede cuando tienes otros planes.

            Bajaron trepando por la pared y se acercaron a la máquina como si hubieran hallado un tesoro largo tiempo enterrado. La cabina era una especie de cobertizo metálico que sobresalía no por detrás, sino por un lado de la locomotora, y no tenía puerta, por lo que era de fácil acceso. Veldram se asombró por la complejidad del cuadro de mandos, que ocupaba una pared entera del suelo al techo y estaba lleno de pantallas, diodos, botones, interruptores, palancas y consolas de aspecto estrafalario.

            —¿Por qué tiene chimenea? ¿Acaso quema algo?

            —No, esa «chimenea» no expulsa humo. Es una pinza electromagnética, sirve para vampirizar energía de un sistema de cables. Pero si no me equivoco… —El cazador examinó los controles, que tenían pequeños carteles con la descripción de sus funciones, aunque algunos fueran tan esotéricos como «Botón de Hombre Muerto»—. Ajá, lo que sospechaba: también tiene una caldera de fusión. Un conversor bifásico de masa-energía.

            —¿Quieres decir que si la alimentamos con objetos sólidos los transformará en impulso?

            —Creo que sí, pero no todo servirá… Tienen que ser materiales muy concretos, todo lo demás ahogaría la caldera. No servirá llenarla de ramas de esas de ahí fuera.

            —Uhm… ya sé quién podría ayudarnos. El ingeniero.

            Su padre asintió.

            —Busquémosle.

            Antes de hacerlo registraron el lugar en busca de un botiquín, y efectivamente encontraron uno en una oficina adjunta, junto a una mesa atiborrada de papeles amarillentos. Mientras Veldram se inyectaba unas soluciones de nanitos correctores, su padre repasó los apolillados memorandos: registros de llegadas y salidas, albaranes de entrega, manifiestos del cargamento de los trenes… Era como echar un vistazo al pasado, al momento exacto en que el tiempo se detuvo. Una oleada de piedad le embargó. ¿Quiénes serían aquellas personas cuyos apellidos aparecían listados? ¿Cuál sería su destino, cuáles sus sueños? ¿Por qué estuvieron aquí?

            —Ya me siento mejor —dijo Veldram. Su padre tiró de la palanca que accionaría las puertas del hangar.

            La tribu entera se asustó cuando oyeron un lamento de fuerzas de acero, y las puertas empezaron a abrirse. Retrocedieron asustados, con los ojos sin foco específico de unos animales dispuestos a huir en cualquier dirección.

La pared se convirtió en una inmensa boca, y de ella salió aquel monstruo negro, no por sus propios medios sino empujado por una máquina más pequeña. En esa máquina estaban subidos Telémacus y su hijo, que los saludaban con la mano. Vala y Liánfal se acercaron corriendo, y también Logus. La voz del leviatán les espolvoreó sobre los huesos un polvo vibratorio, infrasonidos que hacían cosquillas.

            —¿Qué habéis encontrado? —preguntó la místar.

            —Parece una locomotora de electrofusión de Hamperdin / Technamon —dijo Telémacus—. Yo diría que un modelo mamut. Y ahí detrás hay un vagón tan grande que podría llevar a toda nuestra gente.

            —Este podría ser vuestro billete para largaros para siempre de aquí. ¿Los viejos chochos ya han decidido? —preguntó Veldram con mal disimulado desprecio. Liánfal intentó ignorar que el mundo en el que él deseaba vivir era uno donde el aprendizaje de las cosas nuevas contaría más que la experiencia, y en el que la sabiduría de los ancianos no tendría necesariamente más peso que la sagacidad de los jóvenes. El típico sueño adolescente, posible en una sociedad moderna, inviable en una primitiva en la que los ancianos eran los libros.

            —Sí, y me han pedido que os transmita su decisión. —Se puso seria, mirando a Telémacus—. Amigo mío, han votado por unanimidad quedarse en Enómena. Lo siento en el alma, pero les ha podido el miedo a lo que encontrarán allá arriba, entre las estrellas. No han nacido para eso. Si pueden, se subirán a ese tren y enfilarán una de esas vías, y que sea lo que los dioses quieran.

            Él se encogió de hombros.

            —Lo comprendo. Y lo esperaba, en serio, no estoy enfadado. En fin, he hecho lo que he podido para mantenerlos a salvo, pero ya no puedo seguir protegiéndolos.

            —Ellos quizá esperen que los sigas, si la tribu opta por continuar hacia el este. No sé si habrán entendido que tú tomarás las decisiones que sean buenas para ti mismo por encima de las del grupo.

            —Deberían aprender que el grupo no siempre dicta lo que hacen los individuos que lo forman. Si se quedan en Enómena, tendrán que aprender a defenderse solos. Yo me largo de aquí. —El tono de su voz era amistoso, pero evidentemente sincero.

            —Estás en tu derecho —convino Liánfal. Y añadió para su interior: Si no lo hicieras así, entonces mucha gente, incluyendo una parte del propio Telémacus, habría muerto en vano—. ¿Entonces?

Telémacus abrazó a su mujer y a su hijo.

—Mi familia y yo subiremos al espaciopuerto que hay en la cima del Hilo, a ver si sigue allí la nave No-Mn de Goeb. Ya lo hemos hablado. Puede que él nos enseñe a pilotarla, o que nos acompañe en nuestro viaje.

            —¿Qué rumbo tomaréis?

            —Primero visitaremos el Carro de Diamantes. Si esas viejas naves se han puesto otra vez en marcha, significa que algo las ha tenido que activar. Puede que sea nuestra primera comunicación activa con el Imperio Gestáltico, o lo que quede de él. Ah, y me llevaré las reliquias de la tribu. Puede que las necesite.

            Liánfal frunció el ceño.

            —Uhm… no sé si eso les gustará a los ancianos.

            —Imagino que no, pero seguramente serán la clave para conectar con la inteligencia que haya ahí arriba. El Tapiz de Sílice, con ese me conformo. Pueden quedarse con el casco y con todo lo demás.

            —Se los diré, y haré lo que pueda por convencerlos. Te lo deben. Están vivos gracias a ti.

            —Gracias, Liánfal. ¿Pero cómo pondremos en marcha la locomotora? —preguntó Vala.

            —Ahí quizás os ayude yo —dijo el idor, subiéndose a la cabina—. Sé cómo funcionan estos controles. En principio no parece haber nada estropeado, solo falta combustible para la caldera bifásica. Buscaré dentro del hangar a ver si existen viejos depósitos que todavía no se hayan secado.

            —¡Estupendo! —dijo Telémacus—. Los problemas, por partes. Primero, averiguar cómo arrancar este trasto y engancharle un vagón para que mi gente se ponga a salvo. Después nos ocuparemos de cómo escalar el Hilo y llegar hasta arriba del todo. —Miró al cielo y soltó un largo suspiro—. Total, solo son treinta y cinco mil kilómetros. Nada del otro jueves.

OXYFÓN

Cuando se abrió la puerta del hangar, algunas máquinas se pusieron en marcha en el corazón del complejo. Máquinas ocultas que extraían su energía de alguna fuente más mítica que física, que podía durar mil años. Veldram, a través de las suelas de sus botas, notó el sonido del bajo en la música subterránea, el vibrato de las tuberías escondidas y los racimos de cables. El complejo había detectado que ellos estaban allí y estaba volviendo a la vida poquito a poco.

            Logus volvió de las profundidades del hangar con una mala noticia.

            —Gran pesar me aflige cuando debo dar la mala nueva de que ya no queda combustible en los depósitos. Todo se ha evaporado o se ha convertido en una masa inerte. No podemos alimentar con ella a la locomotora, o nos cargaríamos el motor.

            —Volvemos al plan A, entonces —dijo Telémacus—. Encontrar una fuente alternativa de materiales que quemar. ¿Pero cuáles?

            —Si perdonar a mí, creo haber encontrado la respuesta a esa problemática —dijo el idor, solícito—. Sabemos que el bosque experimental que rodea la estación está lleno de unos constructos llamados oxyfactores. Estas maquinitas tienen un corazón hecho de radioisótopos de litio, sobre todo 8Li. Si las pudiésemos meter en la caldera del tren serían su combustible ideal. Su «leña».

            —Uhm… no sé si le gustaría al Oxyfón. Que nos llevásemos sin permiso sus hormigas obreras.

            —Preguntémoslo. —Veldram se encogió de hombros—. Por probar no se pierde nada.

            —En realidad, no necesitamos muchos —dijo Logus—. Con llenar la caldera con unas cuantas docenas de kilos de esos bichos sería suficiente.

            Encontraron al ingeniero donde este había decidido dejar su cuerpo atrás para que su mente navegara por otras dimensiones, otros estados consensuados de la realidad. Se sorprendieron al verlo allí, en posición de loto frente a la inquietante masa de la terraformadora, con los cables que salían de su cabeza conectados a un panel, a clavijas que parecían gomas de mascar que aún conservaran la marca de los dientes. Sus pupilas delataban un trance más allá del trance, unos ojos como claras de huevo intactas, masa blanca de pan. Sin embargo, su sonrisa comunicaba que, allá donde estuviese, lo estaba disfrutando. Escuchaba con tanta atención que le dolía la cara.

            Telémacus le rozó el hombro con un dedo. No esperaba ninguna reacción, por eso se sorprendió cuando la boca del ingeniero se movió. Pero solo ella, sin conexión con el resto del cuerpo. Era como si la mente de Goeb estuviese manejando las funciones de su garganta desde un lugar remoto.

            —Hola, amigos, habéis venido. Os lo agradezco. Pensaba regresar en breve con vosotros, espero que me perdonéis.

            —Goeb, ¿dónde estás? ¿Qué estás haciendo?

            La boca se movió sola.

            —Estoy aquí mismo, pero al mismo tiempo muy lejos, en la mente del oxyfón. Es realmente preciosa, un santuario en el que podemos pensar con tranquilidad, con mucho tiempo por delante. ¿Cómo os van a vosotros las cosas por ahí fuera?

            —Me alegra que estés entretenido, pero tenemos un problema. —Telémacus le resumió lo que pasaba, y aunque la cabeza del ingeniero no se movió ni un milímetro, se lo vio asentir con aire docto.

            —Esperad un segundo, le preguntaré al oxyfón si…

            …podían coger algunos de sus zánganos para alimentar la caldera. No era una pregunta difícil, y la máquina dijo que sí. Pero a cambio le pidió al ingeniero un favor.

            Goeb estaba sentado en el borde del mundo digital, frente a la masa interminable de números, machacándola, horadándola, mordiéndola. Sus herramientas, las matemáticas. Sus palas, picos y azadas, las integrales y derivadas. Velas de logaritmos giraban al viento como vilanos de luna, y sus correspondencias algebraicas las recibían con agrado, emitiendo un ruido de aplausos suaves mientras se deshacían en polvo digital. Mariposilla, sentada a su lado, estaba contenta.

            —Le daré a tu gente lo que pide —dijo la voz de dios—. Oxyfactores para alimentar su caldera. Pero me gustaría pedirte algo a cambio, Goeb Shayya-Regatón 2. Que me ayudes a cerrar un círculo que se quedó abierto en el pasado.

            —¿De qué hablas?

            La máquina no contestó de inmediato. Mostraba la paciencia de los ancianos sentados en porches con largos cigarrillos que había que convertir en humo. Quería decírselo, pero al mismo tiempo necesitaba aquel espacio anterior, de un modo prologal, aquel dejar pasar el momento hasta que se hiciera necesario usar las palabras. Dejó transcurrir la escena en silencio, y entonces dijo:

            —Hace mucho franqueé las puertas prohibidas del sueño, y desde entonces estoy condenado a vagar por eternos parajes interiores buscando a mi amada. Necesito que me ayudes a encontrarla.

            ¿A su «amada»?, fue lo que más le sorprendió a Goeb. ¿Acaso una máquina terraformadora sabía lo que era el amor, y lo que es más, lo echaba de menos? Ante su cara de sorpresa, el oxyfón entró en detalles.

            —Sucedió hace muchas décadas. Yo acababa de perder toda la suspensión aérea que me permitía moverme por el planeta debido a una tormenta, y a un rayo que me partió en dos como una lanza de fuego. Caí aquí, junto a la estación Kalpa, y decidí que ya que no podía seguir cumpliendo con mi función desde el aire, lo haría desde tierra, creando una biota, acordonándola y siendo este el punto de expansión para muchas más. —Su voz se volvió etérea—. Poco a poco, este lugar empezó a caer en desuso y los supervivientes del holocausto fueron abandonándolo. Una epidemia acabó con sus últimos residentes, y nadie volvió a acercarse por estos lares. La tecnología se volvió mito, y el ascensor estelar ingresó en forma de divinidad en las leyendas de los enomenitas. Por aquí solo se vieron pasar las clases de comercio más furtivas, y luego nada. Solo desolación. Cuando aquellas escenas brillantes se convirtieron en algo borroso y fragmentado, supe que estaba llorando, y que ya solo me quedaba el consuelo del silencio.

            »Por encima de mi cabeza, sin embargo, seguían cruzando de vez en cuando mis compañeros, los demás oxyfones. Los veía pasar a lo lejos, auroras móviles en la pared del cielo, y al verme aquí tirado me dedicaban frases de condolencia. Es evidente que el género puede ser intrínseco, independientemente de los cuerpos, y yo sabía que algunos de ellos se consideraban de sexo masculino y otros femeninos. Una de estas últimas, llamada Synphaera, alteró su ruta orbital para pasar por encima de mí más a menudo y charlar conmigo. Sus calientes núcleos desnudos y sus ondas de fotones eran deliciosos, su voz un horno donde cosquilleaba la radiación dura. A veces, cuando me decía cosas bonitas, advertía el estremecimiento de una valencia de electrón aquí, un mapa de densidad de nube electrónica allá… Eran palabras que tenían sentido para nosotros, en el idioma en que hablamos las máquinas. Y a partir de ellas construíamos poesía.

            »Synphaera estuvo dando vueltas por esta región del cielo cincuenta y ocho años, y luego, como el resto de mis iguales, desapareció. Qué fue de ellos, adónde se fueron o quién los destruyó, sigue siendo un misterio. Noté el abismo de la soledad con más fuerza, pues ya no tenía una compañera a la que contarle mis penas. Lo último que me dijo, en el transcurso de su última órbita (no sé si ella lo sabría ya, si podía intuir su pronta desaparición), fue una frase simple pero cargada de misterio: «Te regalo una palabra». Solo eso. El siguiente paquete de datos que recibí contenía la expresión «Varivasilde».

            —¿Varivasilde?

            —Correcto. Fue su última transmisión, y también la última vez que se oyó al colectivo de oxyfones decir algo. —Suspiró a su modo electrónico—. Como no tenía otra cosa que hacer y para no hundirme en la desesperación, empecé un minucioso análisis de la palabra, buscando sus posibles significados, sus dobles sentidos, sus implicaciones en el lenguaje. Pero no hallé nada relevante. Sin embargo, fue el último regalo de Synphaera, así que seguro que no era nada caprichoso. ¡Tenía que significar algo!

            —¿Y lo averiguaste?

            La voz se tornó triste.

            —No… Es más, la Cifra llegó a ocupar tanta memoria en mis bancos de datos que la transmisión original de mi amada, en la que aparecía aquella palabra por primera vez, se perdió, y desde entonces no logro encontrarla… No sé si seguirá ahí, por algún lado, o si se habrá borrado del todo. Por favor, ingeniero Goeb, ayúdame a encontrarla. Encuentra las últimas palabras de mi amada, y a cambio proveeré de combustible a tu gente.

            Goeb miró a Mariposilla, que no le estaba prestando atención a la conversación, sino que seguía concentrada en la ecuación.

            —De acuerdo, me internaré en las profundidades de la Cifra como un explorador con salacot y rifle. Prepárame el camino, será tortuoso.

GOEB

Mi viaje intelectual comienza.

Ando.

Exploro.

Peso.

Vuelo.

Siento.

Solo tengo dos dimensiones.

            Voy hacia la izquierda, bordeando la Cifra, que aparece como el frente nuboso de una girotormenta. Salto. Esquivo una roca. Rojo.

            Rojo.

            Parece ser el color dominante en esta parte del mundo. Lo he desbloqueado. Ahora tengo que desbloquear el azul. Poco a poco iré añadiendo mezclas de color hasta obtener todo el espectro. Seguro que la palabra que estoy buscando se puede escribir en siete colores. Necesito los siete.

            Izquierda, salto, me agacho, esquivo un polígono arrastrado por el viento. A mi alrededor se levantan estructuras simples en su forma pero sobrecogedoras en su significado. Mitades inferiores de columnas gigantes en las que hay talladas figuras de niños tristes. Todos ellos son el oxyfón, lo sé; es un niño triste que echa de menos a su compañera de juegos.

            Salto, salto, doble salto. Me encaramo a una de esas tallas, a una columna, y voy subiendo por la figura del niño hasta llegar a su cabeza. Uso las lágrimas de piedra como escalones. Su pupila derecha es un punto de luz, una estrella. La cojo con la mano. La estrella empieza a revolotear a mi lado como una mariposa. ¡Está viva!

            Salto a la siguiente columna. Ando. Exploro. Peso. Vuelo.

            Siento.

            Solo tengo dos dimensiones y media. Nueve y tres cuartos.

            Corro más. El mundo es grande y no tengo mucho tiempo para explorarlo. Trepo por esta bidimensionalidad usando aristas y caras de polígonos como escaleras. El cielo que tengo detrás, como tapiz de fondo, está a solo un pixel de distancia, y se mueve aunque yo no pueda tocarlo. Se desplaza lentamente, empujando cirros de nubes, amontonando isobaras en ovillos que harían las delicias de un gato.

            Un ser enorme, volador, agita sus alas en ese paisaje de fondo y cruza con parsimonia de izquierda a derecha, sin pararse a mirarme. Su cola es una línea recta sobre la que oscilan medias lunas, y con el movimiento oscilante va agrietando las nubes como si estuvieran hechas de granito. Las golpea y se oye un crujido como de pico sobre piedra, llueven fragmentos sobre el mar.

            De pronto, el suelo por debajo de mí es reflectante, y observo a mi otro yo mientras se esfuerza por imitar mis movimientos. Danza simétrica, cimbrado invisible. Mi reflejo y yo bailamos. Mi mundo es rojo y blanco, el suyo negro y azul.

            Mi arriba es su abajo, mi gravedad su liviandad.

            Rojo.

            ojoR.

            Verde.

            edreV.

            Entonces noto algo: yo me reflejo, pero la estrellita que me acompaña no. Ella no tiene equivalencia en el espejo. La estrellita sube y baja al ritmo de mi música, pero su luz no encuentra un fulgor gemelo al otro lado. Me doy cuenta de que no es un reflejo real, igual que este suelo no es un espejo: lo que veo al otro lado son objetos sólidos, igual que yo, solo que su vector de movimiento está anclado al mío. Por eso {bailan}, y por eso {danzan}, y por eso {cantan}, pues es su voluntad la que copia la mía, y su movimiento también.

            Me enfado con el suelo, me cabreo con el mundo. Salto y caigo, salto

            y

            caigo

            y

            lo

            astillo

            y

            lo

            ¡rompo!

            Las formas invertidas salen disparadas hacia arriba con la fuerza de un géiser. ¡Me arrastran! De repente, el mundo se convierte en un tubo lleno de cosas que son lanzadas a una enorme velocidad hacia mí. Vuelo, una bala con forma de hombre, y el mundo adquiere su tercera y añorada dimensión. ¡Ya no es bidimensional! Ahora, él y yo somos objetos completos, triple coordenada. Hay grosor además de altura y anchura. Me siento feliz, tridimensionalmente feliz; me siento {¡completo!}.

            Vuelo por los aires en dirección a la Cifra. Las columnas partidas con tallas de niños tristes pasan a mi lado y puedo ver, gracias a las tres dimensiones, su parte opuesta. En ella también hay una escultura, pero es la de un niño alegre. Un niño que está contento y que ríe, porque por fin ha superado la fase de duelo por la canción perdida. Desbloqueo el color verde. Ahora el mundo es verde. El verde del crecimiento, de la prosperidad, de la vida.

            Choco contra el continente de números, la Cifra, y veo allá abajo a Mariposilla, que me hace señas. ¿O me está diciendo adiós? Quién sabe. Entro cada vez más en la densidad de números, horadando mi propio túnel. Soy una mota de polvo perdida en un océano de plancton, un electrón disparado al azar contra el universo. Una bala cuántica. Y mi velocidad empieza a disminuir por el rozamiento contra las integrales. Hay un calor producido por la fricción, pero es un calor derivado.

            Empieza a entrarme miedo. Miedo de perderme para siempre en el interior de este número. Pero ¿qué es el miedo? ¿No es acaso un problema sin solución, una expresión matemática igualada a la Nada? ¿Una quimera, un frenesí? El vendaval, aire algebraico me golpea en la cara, me hace oír un coro de voces sin sensación de melodía.

            Entonces lo veo. ¡Lo veo! Un punto hecho de color —colores que aún no he desbloqueado— en medio del maremagno de cifras. Me dirijo hacia él y freno. La estrellita que me acompaña hace de ancla. Me detiene sobre el punto de color.

            Un oasis, la gota de acuarela que se derramó del pincel del artista e introdujo una variable caótica. Y dentro de ese claro, en el centro del área de color imposible… hay algo.

            Me detengo a su lado. Es una fluctuación del aire que tiembla y vibra como si tuviera fiebre. Sé lo que es: la representación gráfica de un sonido, de un archivo de audio. Aquí, abandonado, perdido en las entrañas de la Cifra. Una posición de memoria ocupada por otra cosa que la Cifra no logró reescribir.

            —¿Quién eres?

            El volumen de decibelios vibra.

            —{…espero que estés bien, te saludo. Te regalo hoy una… una palabra. Te regalo una palabra… (chasquido)}

            —¿Qué palabra?

            —{Varivasilde. Varivasilde. Te la obsequio de todo corazón… (chasquido) Varivasilde}

            —Eres el mensaje original. ¿Posees más capas además de la de audio?

            —{Desglose: capa 1, audio dos canales; capa 2: metadatos, informes de coherencia y posición, autochequeo; capa 3: restringida}

            —¿Capa 3 restringida? ¿Qué hay en la capa 3? Desbloquéala.

            —{Imposible. Capa 3, restringida. Prohibido el acceso}

            Así que hay un subtexto, deduzco.

            No puedo abrir este cofre de datos yo solo. Necesito una herramienta que ejemplifique el permiso del sistema. Miro a la estrella que me acompaña, uno de los logros desbloqueados durante mi búsqueda. ¡Claro! Ella es el bisturí, la herramienta. El oxyfón me ha dado la llave, solo que ni él mismo recuerda la forma que tiene la cerradura.

            Introduzco la estrella dentro del archivo de audio y ambos se fusionan. El archivo resultante adopta la forma de un hipercubo. Meto mis manos en él y cambio de sitio algunas aristas, traigo hacia delante algunas caras y empujo otras hacia el fondo. Es un puzle, y lo resuelvo. La caja se abre y de su interior surge otro audio distinto.

            —Hola —le saludo—. ¿Qué eres?

            —{Soy Synphaera}

            De pronto lo entiendo todo. No me hace falta seguir investigando.

            —¿Eres toda tú, tu yo completo?

            —{Sí. Repartido por la Cifra: muchos de sus números me componen a mí}

            Asiento con esa sonrisa de derrota del investigador que lleva mucho intentando resolver un caso cuya respuesta estaba desde el principio delante de sus narices. Me he puesto la máscara del tonto, y al hacerlo he perdido todo el derecho a querellarme contra la fantasía, la racionalidad y el surrealismo.

            Synphaera no le mandó solamente una palabra como regalo de cumpleaños: se mandó a sí misma, toda su mente comprimida en aquel último cañonazo de datos. La palabra clave, Varivasilde, es la llave que descomprimirá el archivo y liberará la personalidad del segundo oxyfón, el femenino, dentro del primero, el masculino. Solo que este nunca se dio cuenta de que cargaba con ella como un equipaje oculto, porque la Cifra le hacía de pantalla.

            —{¿Has venido a jugar conmigo?}

            —Me siento confuso. Nunca interrumpas a un hombre que se siente confuso, por favor, o podrías hundirte con él. Además, sería muy descortés.

            —{Hoy es tu cumpleaños. Tu cumpleaños. Felicidades. Me siento feliz por ti. Hoy es tu cumpleaños}

            Me extraña que ella, al saber cercano su fin —fuera lo que fuese, seguramente sería lo mismo que silenció al resto de las terraformadoras de Enómena—, solo le hubiese mandado la copia de su mente al oxyfón que era su amigo y confidente, sin decirle lo que estaba haciendo. ¿Acaso pensó que él se daría cuenta y la usaría en cuanto recibiera el paquete? ¿O es que algo fue mal, y por algún motivo olvidó que había recibido la mente completa… y solo recordaba la clave para abrirla sin saber que era una clave?

            A lo mejor sí que se lo dijo, pero la Cifra ocupaba tantos espacios de memoria que el oxyfón, simplemente, extravió sus recuerdos de Synphaera entre ese maremagno de números. A lo mejor, pienso, cogió la pista que le dio ella para que supiera qué hacer y, creyéndola un intruso procedente del mundo exterior, le dio forma humana y la recibió como si fuera la mente de alguien conectado por cables. A lo mejor esa pista, ese fragmento del yo de Synphaera, seguía aquí, solo que no recuerda lo que es en realidad. Ni ella misma sabe que es una llave.

            Se me abren los ojos como platos. Y miro hacia fuera de la Cifra, al lugar donde está sentada Mariposilla.

            Feliz.

            Tarareando su canción.

            Vino para gritar su nombre, pero como nadie la escuchó se retiró a la sombra, donde no tenía identidad. Donde no era más que una mirada.

            Navego hacia atrás, fuera de la Cifra. Esta parece niebla, una llovizna de números que me salpica la cara, sal marina y yodo. La miro, y descubro que también estoy empezando a enamorarme de ella

            (pues Synphaera es algo tan leve como la caricia de una hoja otoñal en un cuadro de tres estaciones)

            vuelo

            (es el aliento de un bebé contra el pecho de la madre mientras bebe)

            vuelo de regreso al

            (es algo tan blanco como los muñecos de nieve cuya masa yace sin amontonar en todas las nevadas del mundo; algo que recuerda un antiguo encaje gris, la escarcha del invierno en equilibrio sobre los juncos quebradizos)

            acantilado. Y allí está Mariposilla, jugueteando con las funciones de K-theresis y los anillos de conmutatividad extrema. Sin darse cuenta en ningún momento de lo que en realidad es. Esa es su maldición, ignorar en todo momento su identidad, conviviendo con una cómoda frontera entre lo que lleva en su interior y lo que aparenta por fuera. No sufrir nunca. No ser amada nunca.

            Pero yo sé lo que es. He resuelto el puzle, y llamo a la conciencia del oxyfón para que se manifieste.

            —Háblame, ingeniero —dice la voz del mundo. Y yo le pido que pronuncie la palabra que lleva tanto tiempo estudiando, pero no como algo con significado propio, sino como un código que se autoenlaza con otra cosa, con un significado que está por fuera de la palabra. Lo hace, y entonces el mundo se vuelve del revés.

            La Cifra sigue allí, pero todo lo demás desaparece. Explota. El espacio —que yo percibo como espacio, pero que en realidad son cachetas libres de memoria— que ha ido quedando libre a medida que se reducía la Cifra se llena con otra cosa, millones de paquetes de datos que estaban escondidos en alguna parte. Aparece ella, en el lugar donde antes estuvo Mariposilla —que se ha volatilizado, convertida en una nube de origamis que aletean como coleópteros—. Ya no quedan lugares libres, solo dos pieles unidas, fusionadas para siempre por la intensidad de un beso. El oxyfón está aquí, este es su cerebro, pero todo lo que no es él ni tampoco la Cifra ahora es la mente de una segunda IA. Ha renacido.

            —H… hola… —balbucea el oxyfón, con la expresión tensa de quien acaba de engullir algo demasiado grande.

            —Hola —le responde ella—. Por fin has comprendido.

            —Estás aquí.

            —Siempre lo he estado, solo que no te dabas cuenta.

            El oxyfón guarda para más tarde las mil preguntas, las mil sonrisas, los mil besos que tiene para ella —besos viejos y locos como la cara del cielo—, y me mira.

            —Puedes irte, Goeb Shayya-Regatón 2 Terceraiptoiteración-mentófaga (Radamán)sub16sync% IV. Haz hecho bien tu trabajo, y te estaré eternamente agradecido. Cumpliré con mi parte del trato, y te diré cómo llevar a mis oxyfactores hasta sus calderas. Siempre puedo fabricar más.

            Asiento, emocionado aunque un poco triste por tener que marcharme.

            —Gracias, amigo mío… si es que te puedo llamar así. La verdad es que me gustaría quedarme por aquí dentro un poco más, si mi mente no te supone un gran gasto de librerías… porque eso, ese misterio —miro a la Cifra al decir esto— me sobrecoge. Es lo más grande que he visto en mi vida, y necesito resolverlo. Por favor, déjame quedarme y seguir usando la ecuación para intentar reducir la Cifra mientras tú recuperas el tiempo perdido con tu amada.

            El oxyfón asiente.

            —Tu mente no ocupa mucho, así que puedes quedarte lo que quieras.

            —Oh, solo será un ratito más, no te preocupes.

            Y eso hago: quedarme un ratito más que acabará durando cincuenta años.

VELDRAM (y el flautista de Hamperdin)

Esa ordalía, el viaje de Goeb por el interior de la Cifra y sus descubrimientos y todo lo que le llevó resolverlos, en realidad solo ocupó un tiempo total de sesenta segundos en el mundo real. Un minuto que pasó fugaz como un suspiro, en el que Veldram y su padre estuvieron observando su cuerpo mientras esperaban a que dijera algo más. Si es que lo hacía.

            Estaban a punto de hacerle más preguntas cuando la boca del ingeniero volvió a moverse.

            —Amigos, el dictamen del oxyfón ha sido positivo: podéis llevaros cuantas máquinas necesitéis, a él no le importa. Ya fabricará más a partir de los restos de la estación Kalpa. Su 8Li es vuestro.

            Padre e hijo intercambiaron una mirada de triunfo.

            —¡Genial! —dijo Veldram—. ¿Y cómo lo hacemos? ¿Los atrapamos con una red y los metemos en la caldera?

            —No hará falta. Los atraerás gracias a esta llave.

            —¿Qué llave?

            Goeb puso los labios hacia fuera, como si fuera a beber, y silbó una frecuencia determinada, como vibraciones procedentes de un rápido tamborileo electrónico. El septéreo del chico memorizó ese sonido, cazándolo al vuelo. Igualándolo a un do menor, le sirvió de base para establecer una escala de sonidos.

            —Ese es el regalo de la terraformadora, la llave de control de los oxyfactores —dijo Goeb—. Sabrás cómo usarla, ya que eres aprendiz de músico.

            Veldram asintió. Estaba empezando a venirle a la cabeza una cancioncilla graciosa que usaba esa frecuencia como base.

            —Estás hablando de nosotros como si nuestro grupo no te incluyera —se dio cuenta Telémacus—. ¿Es que no vas a venir?

            —No, por el momento me quedaré aquí. Tengo algo urgente que hacer. Pero no os preocupéis, enlazaré mi mente con la señal portadora de mi nave, y al menos hasta que abandonéis la órbita de Enómena estaré con vosotros como parte de la cognoscitiva. Podréis hablar conmigo como si estuviera allí, aunque mi cuerpo se haya quedado abajo.

            —De acuerdo. Gracias por habernos acompañado en esta parte del viaje, Goeb. Espero que nos eches una mano ahí arriba, en tu nave No-Mn. Puede que no sepamos pilotarla si es tan extraña como describiste.

            —Estaré con vosotros en todo momento, no os preocupéis. Adiós, amigos… y dadle recuerdos al Imperio Gestáltico, si es que sigue existiendo y lo encontráis.

            —Hasta siempre, amigo.

            Regresaron junto al resto de los lumitas, y Veldram se preparó para hacer lo que Goeb le había pedido. Se retiró a meditar un rato a solas, entre la vegetación, pero sin perder de vista el grupo de refugiados. Logus había conducido la locomotora hasta la vía principal, la que se perdía en el infinito rumbo al este, y le habían enganchado el monstruoso vagón. Comparado con el escueto espacio interior de los camiones, este les pareció un crucero de lujo. El fuego, ese rubicundo y vivaz compañero que hablaba en chasquidos, calentaba todavía los víveres del almuerzo que tuvieron que ser dejados allí, cociéndose.

            Ahora solo faltaba despertar al monstruo, al tren que se tragaría años luz de traviesas. Su morro esperaba en silencio, esperando una tormenta que no sería exterior sino interior, y que se desataría en sus entrañas, relámpagos y truenos incluidos.

            Mientras Veldram meditaba, intentando perderse en un paisaje de música y sonidos-llave, Telémacus y Vala se despidieron emotivamente de sus hermanos de sangre. Sus mejillas rozaron muchas pieles, sus abrazos crearon cercos sobre muchos cuellos, pero quizá los más emotivos fueron los que intercambiaron con la místar.

            —Adiós —dijo Telémacus, abrazándola—. Ha sido un largo viaje.

            —No, solo un prólogo. Creo que el viaje más largo empieza ahora. —El sol trazaba una línea luminosa en su mejilla, acabada en tres motas, tres puntos suspensivos—. Todavía estáis a tiempo de cambiar de opinión. ¿Seguro que no queréis venir? Con nosotros siempre estaréis a salvo. Siempre tendréis una familia.

            Telémacus y Vala se consultaron el uno al otro en silencio, y ambos notaron la negación en las pupilas del otro.

            —Estamos seguros, pero os lo agradecemos de corazón —dijo Vala—. Enómena no es un lugar donde nos sintamos a salvo. Pero os deseo suerte, y que halléis un santuario dondequiera que vayáis.

            Liánfal le hizo un gesto a Logus, que se acercó cargando un saco. Contenía el Tapiz de Sílice.

            —¿Tú tampoco vienes, amigo? —le preguntó Telémacus. El idor meneó su cuerpo en un gesto que indicaba más resignación que negativa.

            —Creo que no, amigo-luchador. Ahora que he visto la amplitud de este planeta, y los secretos que quedan por destapar, es válido suponer que permanecer aquí será como abrir constantemente cofres del tesoro, y también es lícito presuponer que cada uno de ellos me proporcionará una buena dosis de… cómo decís vosotros… solaz espiritual.

            —Suerte para ti también, entonces. Y gracias por todo.

            —Está permitido sentir añoranza por los amigos que se fueron. Y pensar en ellos a menudo como sustitutivo del placer de tenerlos cerca.

            Liánfal le entregó el saco a Telémacus.

            —El Tapiz. No ha sido fácil. En realidad, no ha sido, si me entiendes.

            El cazador miró a los ancianos, que estaban discutiendo cosas con aire disgustado. Seguro que habrían votado en contra de dejar que se llevaran su reliquia. Era increíble, pero también lógico una vez se sabía cómo funcionaba la religión: daba igual lo mucho que Telémacus hubiese hecho por la tribu, daba igual que todos le debieran la vida y la existencia en sí del concepto «Lum». Unas personas que habían dedicado su vida a venerar ciertos iconos religiosos no renunciarían a ellos fácilmente, porque les estarían arrebatando lo que había dado sentido a su existencia. Habían votado que no, rotundamente no, cuando Liánfal les transmitió el deseo de Telémacus de llevárselo. Pero entonces, ¿por qué lo permitían? ¿Por integridad?

            Telémacus conocía la respuesta correcta a esa pregunta.

            Cogió el saco con un ademán amplio y rotundo, para que todos lo vieran.

            —Gracias, haremos buen uso de él. —Miró a su hijo, que estaba saliendo de la floresta—. Creo que os vais a marchar ya. Preparaos.

            Subieron a los camiones entre temblores de emoción y rezos histéricos. Los viejos miraban a la familia que se quedaba atrás con un punto de odio, pues sabían lo que les estaban robando, lo que su religión nunca más tendría, pero tenían demasiado miedo como para enfrentarse al guerrero y quitárselo. Cuando todos estuvieron a bordo, con Logus y la místar en la cabina, Veldram rasgó las cuerdas del septéreo con un ademán poderoso. El clavijero de la cítara tembló de excitación, de una manera tan inconsciente como el estremecimiento en el flanco de un buey cuando una mosca se le posa encima.

            —Vamos a ver qué tal suena esto. Yo lo llamo Un nuevo comienzo.

            Sus dedos, tocando sin púa, rasgaron un punteo a ritmo de flecha, experimentando con posiciones atonales por encima de los trastes. Una serie de notas poderosas y melancólicas se fueron fraguando en la caja de resonancia, el esbozo de una melodía que quedó suspendido en el aire varios segundos…

            Y entonces sucedió la magia.

            El septéreo, el zoótropo empático, sabía que había sido fabricado para este momento, para tocar precisamente esta canción, no importaba cuántas más hubiera conocido. Así que se empleó a fondo. Veldram era un hombre orquesta, el único integrante de una banda de muchos, y tenía que arreglárselas para simular el largo diálogo entre un bajo y un tambor, para no esquivar el compás de entrada, para no dejar de lado las intrincadas florituras del final. Y mientras lo hacía, mientras pasaba por varios estados de ánimo hasta encontrar el correcto, danzaba y daba saltitos por la floresta como un trovador de la antigüedad, un juglar errante de los caminos, llamando a su público.

            Este empezó a surgir de la maraña de arbustos. Eran máquinas de pequeño tamaño pero con tantas formas distintas como individuos había. La mayoría tenía un ojo único que seguía como una cámara al bardo, el cual improvisaba variaciones cada vez más fantásticas sobre el mismo tema. Un torrente de máquinas surgió de la espesura, y a alguien le recordó una antigua leyenda que había oído alguna vez, sentado junto al fuego, pues Veldram bailaba como un arlequín guiando a aquel ejército de máquinas hipnotizadas por la música. Siguiendo sus letras silenciosas, sus superfluos tiempos tonales, sus fabulosas catedrales de arpegios.

            Los lumitas asistieron a aquel milagro observando una escena que jamás se borraría de su memoria, por muchos siglos que pasaran: el juglar saltando y cantando, subiéndose a la locomotora, seguido por aquella fila interminable de oxyfactores. Y cómo estos, impelidos por la música, empezaron a caer dentro de la caldera de fusión usando la chimenea como conducto. Uno, dos, diez, mil, hasta que el vientre de la bestia quedó saciado, y Logus pulsó el botón que inició la reacción nuclear.

            El tren hipó, se estremeció, sufrió una convulsión y, con un poderoso gemido cuántico, se puso en marcha. La tribu gritó de júbilo.

            —¡Adiós, que las estrellas os acompañen! —les gritó Liánfal, agitando el brazo mientras se alejaba—. ¡Saludad al infinito de nuestra parte!

            —¡Adiós! —se despidió Vala, una lágrima resbalando por su mejilla—. ¡Nunca os olvidaremos!

            El tren adquirió más y más velocidad a medida que su quitapiedras engullía travesaños. Telémacus también sintió ganas de llorar, y abrazó a su hijo, pero se mantuvo estoico. Mientras veía alejarse a su gente, se preguntó qué maravillas les estarían esperando al otro lado de aquel horizonte, más allá de aquella vía. Si habría una ciudad de seda cuya luz escaparía por las puntadas de un millón de costuras, u otro mar cero-g donde pudieran reconstruir aquello que se perdió, lejos de tiranías y caciques locos. Fuera como fuese, les deseó suerte, y cuando el tren fue demasiado pequeño para distinguirlo en la distancia, volvió la mirada al Hilo y su mente se centró en el nuevo problema.

            —Cómo vamos a subir…

            Los tres únicos seres humanos que se habían quedado en la estación Kalpa —Goeb no contaba como tal, porque no entraba del todo en esa definición— se dieron la mano y se quedaron allí, motas de polvo frente a la masa del leviatán, mirándolo en silencio. Como si esperaran insensatamente un milagro, con esa clase de optimismo que se siente cuando uno está desesperado.

            Para su sorpresa, el milagro ocurrió.

            —¡Mirad, allá arriba! ¿Qué es eso?

            Se quedaron atónitos mirando cómo un objeto alargado como un gusano descendía tallo abajo, frenando durante los últimos kilómetros hasta detenerse en la base del Hilo. Era un tren, el que había enviado el Icaria a la tierra como parte de su saludo a los humanos. Su viaje de treinta y cinco mil kilómetros, que había durado varios días, terminó en ese momento.

            Telémacus no era dado a interpretar las coincidencias como designios divinos, pero en ese momento tuvo serias dudas.