PRÓLOGO 1.1 EL PESCADOR: TELÉMACUS | 1.2. EL PESCADOR: ARTHEMIS | 2.1 ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: TELÉMACUS | 2.2. ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: ARTHEMIS | 3.1. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: LÍANFAL | 3.2. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: ARTHEMIS | 4.1. ASALTO A LA FORTALEZA: TELÉMACUS | 5.1. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 5.2. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 6.1. CAMIONES: LÍANFAL 6.2. CAMIONES: VELDRAM | ITERLUDIO. LA CANCIÓN DEL ILENCIO | 7.1. EL YERMO: ARTHEMIS | 7.2. EL YERMO: LOGUS | 8.1. PERSECUCIÓN: VELDRAM | 8.2. PERSECUCIÓN: ARTHEMIS |

Lejos de allí, Padre Addar estaba subido a su carro de emperador, tocando las notas de las dos óperas que se desarrollaban en los proscenios flotantes, y lo que vio en la distancia no le gustó nada. Había sucedido algo inconcebible.

            Los tres vehículos que se habían adelantado a las órdenes de Bestia habían sido destruidos. Este último, su perro sanguinario, retrocedía en un monorrueda para pedir refuerzos al contingente principal. ¿Refuerzos, en serio? ¿Contra tres camiones desarmados y un par de esquifes civiles?

            Addar sonrió como si le costara por falta de práctica. La escala de aquel enfrentamiento parecía eliminar la poesía excéntrica de una cacería real. Aquel deporte tenía hasta su propio culto, pequeño y cismático; Addar lo fomentó mientras estuvo a las órdenes de Bergkatse, dejando escapar de vez en cuando a reos de muerte y haciéndoles una promesa: ¿ves aquella colina, la del fondo? Si llegas hasta ella antes de que te cojamos, eres libre. Por supuesto, ninguno conseguía hacer realidad semejante proeza. Los perros de Addar eran demasiado eficientes como para permitir que sucediera.

            Pero ahora… transportes llenos de civiles aterrorizados. Unos pocos cazarrecompensas exiliados del gremio para protegerlos, con el mínimo armamento disponible. ¿Y cómo se había saldado el primer asalto? Con tres aerodeslizadores perdidos y ninguna baja en el equipo contrario.

            Este tipo de cosas lo enervaban, la verdad.

            Alzó las manos y unas banderolas flamearon a izquierda y derecha, comunicando instrucciones a los equipos más alejados. Ahora venía la mejor parte, el todo por el todo. Y si esta vez no conseguía detener a los fugitivos, sería mejor que ni Bestia ni sus lugartenientes volvieran para informar o les buscaría un sitio en su coro del dolor, para el aria terminal.

            Los tenores salieron a escena. Vestían una ropa óptica que reproducía escenas de obras anteriores, como un caballero alzando su espada para matar a un gusano gigante del desierto, o una damisela asomada al balcón de una nave espacial, cantándole a una luna que pasaba cerca.

            Bajó los dedos y pulsó un acorde complejo en el piano, un intervalo de novena que equivalía a una cuarta perfecta. Los prisioneros gritaron en sus jaulas. ¡Qué sublime coro, qué altura de notas, qué excelsa composición! En la llanura, todos los vehículos que quedaban aceleraron a la vez, rumbo al barranco ardiente, dejando decenas de estelas de polvo que se trenzaron como un macarrón. ¡Ya estaba bien de andarse con tonterías! El último acto de su composición maestra estaba al caer.

           Y, Bestia, tú serás mi diva.

           En el millón de dramas que el universo urdía simultáneamente, había uno, minúsculo y aparentemente sin importancia, que se llamaba «dramatización de la vida de Vala». Quizá para la mayoría de los espectadores de la comedia cósmica esa infinitesimal parte, la que hablaba de ella, no tuviera la menor importancia. Pero para Vala era la representación operística más importante del mundo. Y ahora estaba llegando a su clímax, a su aria cavatina.

            Tanto ella como Veldram tenían los ojos fijos en el perfil del barranco, buscando un camino que no tuviera una excesiva pendiente y que no estuviese cubierto de llamas. Su hijo a veces miraba por la ventana, buscando el esquife de su padre, y la mantenía informada sobre lo que estaba pasando. Pero el humo hacía de pantalla y lo ocultaba todo. El calor, tan cerca de la fisura, era tan potente que los hacía sudar a chorros dentro de la cabina. No quería ni imaginarse cómo lo estarían pasando los pobres que iban hacinados detrás.

            —No veo a papá… ¡ah, sí, ahí está! —exclamó Veldram—. A su esquife le han arrancado toda la parte trasera, pero sigue funcionando.

            —¿Está bien, le ves?

            —Sí, parece estar bien… Es quien lleva los mandos.

            Dio gracias a los dioses, por eso al menos: un insignificante detalle comparado con la situación general. Al final, por mucho que huyeran, las violentas energías de la guerra habían terminado por alcanzarlos. Telémacus estaba convencido de que si lograban pasar la barrera del barranco, los dravitas desistirían en la persecución… pero ella no estaba tan segura. Además, si lo que veía en lontananza era cierto, un enjambre de vehículos se les estaba echando encima en aquel momento, cargados de asesinos dispuestos a matarlos. Y aquel barranco era una barrera intraspasable, sin puentes ni vados. Eso no auguraba nada bueno.

            De repente, creyó distinguir algo entre el humo… ¿era lo que creía…? ¡Sí! El terreno descendía con suavidad hacia el interior del barranco, desapareciendo de la vista pocos metros después debido a la ceniza. Parecía un vado no demasiado empinado sobre el que sus suspensores podían funcionar. Así que giró el volante y lo tomó, confiando en que los camiones que tenía a la cola hicieran lo mismo.

            —¿Adónde vas, mamá? —se sorprendió Veldram. Tenía agarrado el septéreo como si fuera un amuleto de la suerte. Ella carraspeó, la garganta ardiéndole de calor y sequedad.

            —Parece un vado. Reza porque tenga salida.

            —¿Estás segura…? —La miró con terror. Sabía que llegaría aquel terrible momento en que tendrían que dejar de circular paralelos al infierno para meterse de cabeza en él… pero ahora no tenía tan clara su valentía.

            —No. Pero mira, nos están adelantando. Sus vehículos son más rápidos que los nuestros. Si nos cogen entre dos frentes, se acabó. ¡Agárrate!

            El camión pasó por encima del borde de la grieta y pareció dar un salto escalofriante de varios metros; el morro bajó de golpe metro y medio, casi rozando el suelo, y el remolque vino detrás. La pesadilla de fuego y humo se los tragó. La lluvia de dióxidos disueltos en la niebla parecía reaccionar con la pintura de la chapa, y empezó a comérsela como si fuera piedra caliza. La temperatura dentro de la cabina aumentó un par de grados más, cosa que parecía imposible, el aire inmóvil chupando el sudor de las pieles con un entusiasmo rayano en la cleptomanía. Vala se quitó la camiseta, arrojándola a un lado, y sopló hacia arriba para que las gotitas de sudor de sus cejas salieran volando. Veldram también se descamisó, quedándose con el torso desnudo. Dioses, la posibilidad de asarse allí dentro había cobrado visos de auténtica realidad.

            Por el retrovisor, vieron cómo el segundo camión también cogía aquel desvío, y muy al fondo intuyeron la mole del tercero. El parabrisas se había convertido en un juego de espejos, sombras chinescas mezcladas con destellos anaranjados que no auguraban un final feliz. Un fogonero invisible arrojaba paletadas de ceniza contra el cristal, millones de hormigas negras. Era como intentar avanzar a través de la noche más oscura, de la nube piroclástica en derrame de un volcán. No recordaba haber sentido tanto miedo en su vida.

            El esquife de Telémacus se le acercó. Ya daba igual que rompieran el silencio de radio, pero las comunicaciones eran un desastre, baños de estática en los que de vez en cuando se distinguía una palabra. A pesar de estar transmitiendo por haz estrecho con su codificador, que trabajaba al límite de la onda corta, ni siquiera el casco de Telémacus lograba hacerles llegar la señal de radio. Entre eructos de estática, oyeron:

            —[…] Has hecho bien, por aquí podremos… [..**¡cjask!**..] …me retrasaré para cubrir la retaguardia, pase lo q… [..¡chisk!..] …sigue avanz…!!!!

            Vala asintió y le hizo un gesto de conformidad a través de la ventana. Su marido asintió y frenó, dejando que el primer camión lo adelantara. En la carlinga del segundo vio a Tsunavi, que reposaba al lado de Logus con el cuerpo lleno de cortes —desconocía la gravedad de sus heridas, pero a pesar del dolor, ella parecía satisfecha de lo que había conseguido—. Le hizo otro gesto a Logus y este le respondió con uno de sus palpos. Telémacus supuso que en su cultura eso significaría algo, pero no tenía ni idea de qué. Esperó que no fuera nada grave. Luego volvió a frenar hasta que se puso a la altura del tercer camión, donde iba solo Liánfal. Arthemis no estaba a su lado. Con ella sí le funcionó la radio.

            —¿Y Arthemis? —preguntó.

            —Saltó al vehículo grúa —contestó la místar—. ¿Crees que la habrán…?

            —No lo sé. Dioses, tienes el techo del remolque agujereado… ¡La gente!

            —¿Qué?

            Telémacus ancló el esquife al lateral del camión y trepó hasta subirse encima del remolque. Caminó hasta la parte trasera, donde el metal había sido arrancado de cuajo por el robot-grúa, y se asomó al agujero. Un centenar de rostros asustados le miraron. Estaban sudorosos, histéricos y agitados como los ingredientes de un cóctel dentro de aquella caja destartalada.

            —¡Tranquilos, soy yo! ¿Estáis bien ahí dentro?

            —¡Esto es un infierno! —gritó Pollexfen, uno de los venerables de la tribu—. ¡Nos estamos asando, y el aire parece yodo! ¿Cuándo saldremos de aquí?

            —Si tiene fuerzas para protestar, es que la cosa va bien —sonrió Telémacus—. Aguanten un poco más, ya hemos encontrado el vado. Pero todavía nos persiguen, seguimos en peligro.

            —¿Qué pasó con el gigante de hierro, el que arrancó el techo?

            —Le deben la vida a Arthemis. Ya entraremos en detalles después; ahora les dejó, que tengo que encontrarla. Sigan rezando, lo están haciendo muy bien.

            A pesar de las protestas de la gente, que le suplicaron que no se fuera, Telémacus volvió a la cabina y se quedó de pie, en el estribo, mirando a la conductora.

            —¿No viste lo que le pasó a Arthemis? —le gritó.

            —¡La perdí de vista en cuanto nos metimos en el barranco! Telémacus, ¿estás seguro de que vamos por buen camino? No hacemos más que bajar y bajar…

            —¿La función de mapeado del terreno está operativa?

            Liánfal miró su pantalla. Era un guiso de estática.

            —Qué va. Vamos a ciegas.

            —Sigue al camión de delante, no te separes de él por nada del mundo. Voy a asegurarme de que no nos persigue nadie.

            Saltó al esquife y volvió a quedarse atrás, en la cola del convoy. Hizo balance de efectivos: Bloush devorado por un insecto gigante, Tsunavi llena de heridas por todo el cuerpo, Arthemis desaparecida… se estaba quedando sin soldados. De los orgullosos Tábanos ya no quedaba nadie, y él solo no se veía con fuerzas para repeler a todo el ejército dravita. Si contra todo pronóstico decidían perseguirlos hasta el otro lado del barranco, la tenían clara. El siguiente accidente geográfico que podrían usar como barrera o como escondite estaba a por lo menos cinco o seis días de viaje. Entre medias, solo una llanura centelleante.

            A su alrededor, el paisaje parecía uno de esos cuadros de pesadilla de los tenebristas: estaban conduciendo sobre una montaña de edificios medio pulverizados en donde no había apenas zonas llanas. Todo eran desniveles, aristas, picos y grietas fracturadas sobre las que los repulsores antigravedad se las deseaban para mantenerse flotando. El aire era una pantalla intensamente roja, color sangre, y de aquí y allá surgían torbellinos de los agujeros de las paredes; en esos torbellinos había relámpagos encerrados, fuego y muerte que giraban aleatoriamente. Combustiones espontáneas de almas en pena.

           Vio algo inmenso que se elevaba delante: una estructura con forma toroidal tan grande como para albergar en su interior a los camiones. Se alzaba del dantesco paisaje como un anillo gigante y hueco, sostenido por dos titánicos pilares perpendiculares. Era un defecto en el patrón geológico ya de por sí caótico de aquel lugar, un latido a destiempo en el ritmo del terreno. Telémacus tardó unos segundos en comprender lo que veía: el cadáver no de un edificio, ni de un puente, sino de una nave espacial. Uno de esos transportes grandes como una circunnavegadora solar, capaz de albergar miles de tripulantes y pasajeros. Por algún motivo lo habían enterrado también en aquella fosa, y allí estaba su esqueleto, asándose en el purgatorio. Telémacus lo miró, mareándose por el peso del tiempo implícito en aquella ruina, contenido en la deforme topología de sus contrafuertes.

           Sin embargo, al verlo, la esperanza renació en su corazón: el toroide se alzaba formando un arco, como un puente colgante, y parecía ser capaz de llevarlos en la buena dirección, hacia el lado opuesto del barranco.

           Se adelantó hasta situarse junto a Vala.

           —¿Ves ese tubo gigante? ¡Métete dentro!

           —¿Qué? —Los ojos de ella se desorbitaron.

           —¡Lo usaremos como puente!

           Vala giró el volante, apuntando hacia una hendedura en el fuselaje de la nave. El segundo camión vio su maniobra entre el humo y la imitó. Del tercero hacía mucho que no sabía nada, pues no aparecía ni en el retrovisor ni en el radar. La mujer rezó porque todavía siguieran allí.

           Telémacus notó que su esquife escoraba hacia los lados. Unas chispas brotaron de su motor ventral.

           —Mierda… —murmuró. El humo y la ceniza habían sido demasiado para el sistema de ventilación. Aquella moto estaba a punto de morir.

           Frenó y dejó pasar los dos primeros camiones. Cuando llegó el tercero, el de Liánfal, se encaramó a él y dejó que su esquife fuera devorado por uno de los remolinos, que lo hizo trizas. Miró a la anciana a través de la ventana, limpiándola de varios estratos de ceniza con su antebrazo.

           —¡Más adelante hay una especie de tubo, lo verás en breve! ¡Sigue a los otros a su interior, nos llevará al otro lado del barranco! —Su voz atravesó las ondas de radio entre una tempestad de estática, pero ella comprendió.

           Liánfal señaló algo en el retrovisor. Telémacus miró hacia atrás y lo vio: unos destellos eléctricos que se les acercaban por retaguardia. ¿Vehículos del drav? Seguro que sí, no podían ser otra cosa. Le hizo un gesto con la cabeza a la conductora para que siguiera adelante, y se subió al remolque. Desenfundó las pistolas y se quedó arrodillado junto al agujero en el techo, esperando. Fuera lo que fuese lo que estaba a punto de surgir de la pantalla de humo, se llevaría una sorpresa.

            Lo que apareció entre el humo fue el morro del aerodeslizador que antes cargaba con el robot-grúa, solo que sin su mitad anterior. Había sido arrancada de cuajo cuando cayó el robot, pero la parte delantera seguía intacta. Telémacus no pudo creer lo que veía: la que estaba a los mandos era ni más ni menos que Arthemis, que tenía puesta una mascarilla de oxígeno. A su lado estaba tumbada una de las asesinas de Addar —¿sus ojos le engañaban, o era la chiflada de Baby Boom?—, atada con cables y hecha una morcilla. Los destellos que incendiaban en latidos la nube de humo eran descargas voltaicas que salían de aquella chimenea.

            —¡No puedo creerlo! ¿Cuántas vidas tienes? —le dijo a la mercenaria cuando se colocó a su altura.

            —¡Más que un zig del desierto, y desde luego más que tú, Tely! —sonrió Arthemis—. Pero todavía pueden quitarme un par de ellas más, esto aún no ha acabado.

            —¿Por qué lo dices? ¿Quién te sigue?

            —¡Todos esos!

            Una explosión punteó el terreno con agujas de fuego. Telémacus se cubrió instintivamente; un parpadeante sendero de llamas acababa de nacer junto a él, a escasos centímetros de la chapa del remolque. Y procedía de detrás, de la nube de humo. Esta se quebró para dejar pasar nada menos que a diez vehículos de aspecto inquietante, que se cerraron como un enjambre a su alrededor. En el de cabeza venía montado, haciendo de mascarón de proa, un bruto musculado con el que Telémacus recordaba haberse medido en alguna misión: Bestia. El perro faldero de Padre Addar. Miraba a Telémacus con ojos inyectados en sangre, los de un taxidermista poseído por su odio quirúrgico más profundo.

            Seguro que estaba deseando probar sus bisturíes con los ocupantes de aquel remolque.

            Pero eso no era lo peor, sino que por encima de sus cabezas apareció volando el tóptero, con su doble par de alas, su tronera lateral lanzamisiles y la bodega de su vientre abierta. En ella, varios mercenarios sujetos por cuerdas de descenso estaban preparados para dejarse caer sobre el techo del camión. El piloto tenía que ser un suicida, o tener más miedo de desobedecer una orden de Padre Addar que de arriesgar su aparato en aquel maelstrom, pues se lo veía luchando enconadamente contra las térmicas y las atroces corrientes. Pero logró acercarse al camión, y los seis mercenarios de su panza se descolgaron por las cuerdas. Parecían trozos de carne colgados de sedales.

            ¡Misiles!, fue lo primero que pensó al ver el tóptero. Con ellos, los dravitas podrían haber destruido fácilmente los camiones… Si no los habían usado todavía era porque a Padre Addar le gustaba la cacería a la antigua usanza. Eso jugaba a favor de los fugitivos. La jactancia de los dravitas era un punto en su contra.

            Telémacus abrió fuego contra los sicarios que tenía más cerca: sus pistolas cantaron y uno de ellos se soltó de la cuerda, yendo a caer sobre la chimenea eléctrica del vehículo de Arthemis, que lo recibió con un abrasador arco voltaico. Otros, sin embargo, abrieron fuego sobre Telémacus, algunos de sus disparos acertando con precisión en su armadura. Tuvo que cubrirse tras la chapa desgarrada del techo, aunque esta no aguantaría mucho. Hubo una breve erupción de láseres y fuego de proyectil que atravesó la chapa del remolque, llenándola de agujeros. Telémacus maldijo por lo bajo, imaginando el terror de sus ocupantes al ver esos vectores de luz atravesando como lanzas supersónicas las paredes.

            La mascarilla que le permitía respirar a Arthemis no cubría sus ojos, por lo que le lloraban como si le estuviesen lanzando chorros de limón dentro. Aquella atmósfera ardiente tenía la culpa, por muy agazapada que estuviese ella tras el volante. Aguantó el dolor como pudo y analizó fríamente la situación: había perdido su rifle durante el combate. Tras lanzar el arpón-cohete, una cacofonía de ruidos y un tartamudeo de ondas expansivas le habían confirmado que otros soldados estaban disparando contra su vehículo desde los esquifes que se acercaban. Uno de los disparos acertó de lleno en su rifle y lo destrozó, aunque eso le salvó la vida, pues lo que había justo detrás era su cabeza. Fue entonces cuando tomó la decisión de tomar los mandos de la grúa —o lo que quedaba de ella— y tirarse de cabeza al barranco.

           Pero que no tuviera su rifle no significaba que una cazadora veterana estuviera indefensa. Ni muchísimo menos.

            Miró a Baby Boom, que tenía más cuerdas que una longaniza, y le arrancó uno de los bebés explosivos del traje. La cara de la otra lo dijo todo: «¿¿Qué haces con mis pequeños??». Arthemis la ignoró y, mientras seguía conduciendo con una mano, examinó con la otra el muñeco, buscando la espoleta. No era solo que estuviese rellena con explosivos, sino que la propia muñeca estaba hecha con un plástico de alto poder de detonación. Dedujo que se activaría retorciéndole el cuello: un inaudible tictac acompañó el lento regreso de la cabeza a su posición original, una cuenta atrás hasta la detonación.

            Arthemis miró al cielo y vio a los cinco hombres colgando de cuerdas balanceándose como ahorcados en medio de un huracán. Pero no era a ellos a donde quería llegar, sino a la fuente: la bodega del tóptero, donde estaban atadas esas sogas. Con todas sus fuerzas, lanzó hacia arriba la muñeca, pero la fuerza del viento era demasiado grande y se la llevó lejos. Cuando estalló, lo hizo inofensivamente bastantes metros por detrás del tóptero. Baby Boom lloró como si hubiesen sacrificado a uno de sus hijos.

            Mientras tanto, el camión de cabeza llegó hasta la fisura en el fuselaje de la nave, y se metió como un conejo buscando su madriguera. Lo primero que notaron Vala y su hijo fue el ensordecedor silencio: comparado con el estruendo de fuera, era como reptar por un intestino más o menos insonorizado. Intercambiaron una mirada acongojada mientras Vala reducía la velocidad y conducía esquivando el contenido del tubo, que distaba mucho de ser un espacio libre. En otros tiempos, cuando aquello todavía funcionaba como circunnavegadora solar, aquel tubo estaba lleno de salas comunes, zonas de recreo, laboratorios de investigación, escaleras mecánicas, anillos de inversión de gravedad, grandes galerías comerciales e incluso hangares para lanzaderas. Lo gracioso era que todo estaba boca abajo: sin duda, el «suelo» hacia el que apuntaba la gravedad mientras el tubo giraba era su parte cóncava, es decir, la que ahora les quedaba por encima.

           Por fortuna, muchas de aquellas paredes, de aquel metal valioso, habían sido retiradas antes de arrojar la nave al vertedero, pero todavía quedaban muchos obstáculos que Vala tenía que esquivar y pasillos por los que el camión cabía a duras penas. Fue embistiendo con el parachoques todo lo que encontraba a su paso, y lo que no podía apartar a la fuerza, lo esquivaba.

            —¿Cómo habrá venido a parar aquí semejante coloso? —preguntó Veldram, mirando las cavidades sobre las que pasaban levitando. La mayoría equivalían a pasillos que en el espacio habrían sido horizontales, pero que aquí parecían profundos fosos kilométricos que daban una idea de las dimensiones de la nave. Se hundían hasta el lejano bloque de la sala de máquinas, a centenares de metros de distancia, un edificio que en sí mismo habría podido albergar a cien tribus como la lumita sin que se molestasen unas a otras.

            —Quién sabe, hijo… A lo mejor quedó muy contaminada por la radiactividad. O fue atacada por piratas o por alguna facción enemiga. Quién sabe qué ocurrió entonces, y por qué nuestros antepasados tomaron las decisiones que tomaron. Ahora está aquí, y la tierra se la tragará como a todo lo demás.

            El paisaje resbalaba por las pupilas de Veldram como visiones de un mundo de maravillas, milagros perdidos de otra época que no podía ni siquiera empezar a entender. El chico se preguntó qué representarían aquellas estatuas, o las molduras de los capiteles, o los dibujos de aquellos frescos que decoraban algunas paredes. Por qué esos extraños aparatos con múltiples brazos colgaban del techo, o qué serían capaces de hacer los artefactos que brotaban como setas del suelo. Por qué en lugar de simplemente roto, aquel lugar parecía más bien orgánicamente enfermo. Se sentía como un salvaje recién salido de la selva mirando por primera vez una nave espacial, haciendo un esfuerzo por comprenderla en un primer momento, y cuando fracasaba, buscándole un lugar entre sus mitos.

            Una vez, su madre le había contado una cosa que se le había quedado grabada. Ocurrió cuando él tenía siete años y le preguntó qué era el altísimo hilo que partía en dos el horizonte, aquel cable que parecía unir la tierra con el cielo en el horizonte; si era obra de hombres o de dioses, y para qué servía. Ella lo había mirado con ternura, y con la seguridad que da la ignorancia, le había puesto el siguiente ejemplo: «Ya eres lo suficientemente mayor como para saber lo que es una bacteria, Veldram. Y también sabes lo que es un animal doméstico. Pues bien, cuando el ser humano, el animal doméstico y la bacteria contemplan ese hilo que se eleva hasta los cielos… entre cualquiera de ellos y el hilo hay la misma distancia a la comprensión de lo que es esa maravilla y cómo pudo construirse. A la bacteria y al animal doméstico los separan millones de años de evolución, y al animal del hombre otros tantos, pero todos, y fíjate bien en lo que te digo, todos, se hallan a la misma distancia con respecto a comprender algún día qué es esa maravilla en toda su plenitud. No te asustes».

            No te asustes. Pero sí que se asustó. De hecho, todavía lo estaba. Cuando entendió lo que quería decir su madre, el vértigo de lo incognoscible cayó sobre él, y le insufló un terror atávico en el corazón. Ahora, mientras veía aquellos pasillos que caían como fosos hasta el lejano corazón de la máquina, mientras el parachoques del camión apartaba como un ariete sofás, sillas, mesas, trozos caídos del techo y artefactos cuya utilidad simplemente se le escapaba, volvió a sentir ese vértigo. Su mente era demasiado simple para comprender que allí se habían superpuesto varios niveles de realidad digitales, en tiempos antiguos, cuyas cantidades de tiempo de computación ardían bajo los arbotantes como arcos de fuego. O que no solo fueron seres humanos los que disfrutaron aquellos lujos, sino también organismos aumentados, neuromorfos fotónicos que habían sido realzados y preparados para la vida en niveles simultáneos de computación. Volvió a tener siete años, y a enfrentarse por primera vez con los misterios del universo.

            Alcanzaron una galería amplia con cubículos que Veldram dedujo que habían sido comercios, lugares donde se efectuaba trueque —ahora vacíos; allí no quedaba nada salvo espacios habitados por la decadencia y el plastiacero—. Vala afiló los ojos: tenía por delante un buen trecho de espacio sin obstáculos. A lo lejos vio otra fisura en el casco, otra grieta por la que seguramente podrían salir.

            Aceleró.

Telémacus vio el infructuoso intento de Arthemis de alcanzar el tóptero con los bebés explosivos, y supo que desde allí abajo nunca lo conseguiría. Pero él tal vez sí, si se agarraba a una de aquellas cuerdas.

            Sin pensárselo dos veces, y mientras el resto de los vehículos se acercaba peligrosamente al camión de Liánfal, corrió por el techo y saltó, un arriesgado brinco que lo llevó a chocar contra uno de los sicarios que colgaban de las cuerdas del tóptero. Juntos oscilaron en el aire como el badajo de una campana, mientras luchaban. El bruto intentó deshacerse de Telémacus a base de puñetazos y patadas, intentando torcer lo suficiente su pistola como para dispararle a quemarropa, pero Telémacus fue más expeditivo: abrazado como estaba a él, no podía usar las manos, pero tampoco las necesitaba. Echó la cabeza hacia atrás y le sacudió semejante golpe con el casco que dejó al otro inconsciente. Luego cortó la cuerda con su cuchillo, de modo que el cuerpo del sicario cayó a tierra, y él se quedó colgando de la soga.

            —¡Tíramelo! —le gritó a Arthemis. Esta comprendió: arrancó otros dos bebés bomba del traje de Baby Boom y los armó, arrojándole uno a Telémacus. El otro lo lanzó como una granada contra el vehículo que tenía más cerca, el cual explotó convertido en una nube de velocidad y cinética.

            Telémacus atrapó al vuelo el muñeco y, casi con el mismo giro del brazo, lo lanzó a la panza del tóptero. Tuvo suerte y lo vio desaparecer dentro un instante antes de que reventara en una bola de fuego. El tóptero no cayó —hacía falta más que eso para derribar un aparato de su tamaño—, pero tembló, herido, y las cuerdas restantes fueron cercenadas. Los sicarios cayeron al vacío con mejor o peor suerte: la mayoría fueron atropellados por los vehículos o se perdieron rebotando en la nube de polvo. Telémacus aterrizó en uno de los esquifes que estaban junto al vehículo de Arthemis, y se encontró metido en una refriega que no podía controlar: había demasiados cuerpos a su alrededor, echándosele encima; demasiados brazos y piernas y armas involucradas. Pero al menos seguía vivo, y la persecución continuaba.

            El segundo camión ya había entrado dentro de la circunnavegadora, y el tercero estaba a punto de hacerlo. Arthemis mantuvo a raya a los demás vehículos lanzándoles bebés explosivos, menos a aquel en el que estaba Telémacus. Pero cuando el camión de Liánfal se coló por la grieta, algo pasó: un bruto enorme saltó al vehículo de Arthemis desde arriba, desde el tóptero, y al caer clavó en el suelo su bastón, desatando una onda energética que se abrió como un anillo plateado, lanzando a Arthemis y a la lloriqueante Baby Boom por los aires. Arthemis chocó violentamente contra el anillo que había sostenido la cintura del robot-grúa, y se hizo daño en la espalda, pero al menos continuaba dentro del vehículo. No se pudo decir lo mismo de la otra, a la cual la onda le activó los pocos muñecos que le quedaban. La cara de terror psicótico de Baby Boom fue lo último que se vio de ella antes de que reventara en mil pedazos, llevándose por delante a otro de los esquifes. Su nube rojiza se proyectó contra las paredes de humo negro que lo flanqueaban como un flash fotográfico.

            Arthemis cayó sobre su trasero, aturdida, solo para ver cómo la ominosa figura de Bestia se giraba hacia ella con una expresión feroz. En ese momento llegaron a la fisura con el morro del esquife apuntando al muro, no a la entrada en sí: se iban a estrellar, y aquel bruto seguro que no iba a preocuparse de girar el volante. La piel de su rostro se había vuelto de un color entre el verde y el cobalto, y sus ojos parecidos a pozos no apartaban la vista de la pequeña pistola que llevaba Arthemis.

            La cazadora vio de reojo que Telémacus abandonaba de un salto el otro esquife, en el que estaba combatiendo, y se agarraba a la parte trasera del camión. Ella no se lo pensó dos veces e hizo lo mismo: le tiró la pistola a la cara al bruto, no para causarle ningún daño sino para que la esquivara por acto reflejo, y aprovechó ese medio segundo para saltar fuera del esquife. Falló, pues calculó mal la distancia, pero Telémacus la agarró en el último momento y los dos se quedaron colgando precariamente del remolque, sujetos solo por una mano del padre de Veldram, mientras el aerodeslizador donde estaba Bestia colisionaba contra el casco de la nave.

            Sin embargo, no todo salió como habían previsto, pues el bruto, usando su vara como pértiga, provocó un nuevo estallido de fuerza en el suelo que lo catapultó, solo a él, hasta el techo del remolque. La locomotora y el esquife donde había combatido Telémacus se estrellaron uno a cada lado de la fisura —oh, sí, la tormenta, el estampido seco del metal contra el metal, la metralla del acero, los dibujos de la cinética comprimida en el lienzo de humo… material para las más aparatosas pesadillas—, taponándola y acabando así con la persecución por tierra de los dravitas. Ahora solo quedaban los tres camiones dentro de la circunnavegadora, y el tóptero probablemente sobrevolándola por encima… lo cual habría sido una buena noticia de no ser porque Telémacus y Arthemis se hallaban en una posición de equilibrio muy precaria, mientras que aquel animal había aterrizado por encima de sus cabezas, en la posición más ventajosa.

            El bruto los miró anticipando el placer de matarlos, e hizo girar su vara en un lento molinillo. Tenía el agujero en el techo del remolque a su espalda, ancho e irregular como si un monstruo mitológico lo hubiese desgarrado con sus pezuñas. Bestia, y él lo sabía, se había convertido en un finalizador de historias, en una parte sub especie aeternitatis del proceso de destrucción de la vida.

           Articulando las secas consonantes de su lengua materna, les dijo a Arthemis y Telémacus:

            —Fin del camino, traidores. Saludad a vuestros antepasados de mi parte…

            Su voz, curiosamente, parecía cortés. Y hacía ruiditos como de educada indignación.

            Telémacus gimió. Le ardía el brazo con el que sujetaba a su compañera para que no cayera. Se le había transformado en una tubería llena de ácido que le suministraba dolor a borbotones. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, la elevó hasta que la cazadora pudo sujetarse por sí misma al remolque, pero todavía estaban colgando los dos de su parachoques trasero; aún se hallaban por debajo del nivel de aquel bruto. Con la próxima descarga de su vara, saldrían disparados hacia atrás y se quedarían abandonados para siempre en aquel pecio.

            Bestia alzó la vara, acumulando energía en su extremo…

            …Y decenas de brazos salieron del agujero para agarrarle las piernas e intentar que se cayera. Eran los lumitas, que trepaban por el agujero convertidos en una turba furiosa. Era lo último que Telémacus deseaba que hicieran, pues ninguno tenía la menor posibilidad de sobrevivir en una confrontación directa con aquel bruto, pero, benditos fueran, le concedieron los preciosos segundos que necesitaba para trepar. Los lumitas creían en la fuerza del grupo porque habían mantenido, históricamente, un nefasto idilio con la idea opuesta, la de los tramperos solitarios que salían huyendo cada vez que alguien pronunciaba la palabra «civilización». Pero la historia les enseñó, por las malas, que el método más fiable que había de escapar a la extinción era unirse por un bien común, compartiendo la fuerza del grupo y sus conocimientos. Así que se apuntaron todos a ayudar en la refriega.

           Bestia aulló de furia, apartando a base de puntapiés a los pescadores, haciéndoles daño, dejándole a más de uno la cara chorreando sangre… y al final optó por descargar sobre ellos la energía de la vara: un anillo blanco se abrió y empujó hacia el fondo del remolque a todos los lumitas, que se quedaron aturdidos formando una piña. Cuando Bestia se dio la vuelta para comprobar el estado de Arthemis y el cazador, se los encontró de frente, de pie sobre el techo del remolque, mirándole fijamente. El rostro de Arthemis parecía pequeño detrás del aro de su respirador, mientras que el de Telémacus quedaba oculto bajo las facciones dragontinas de su casco.

            No hizo falta que nadie contara hasta tres.

            Los siguientes diez segundos fueron una danza más que una lucha, un baile coreografiado más que una acumulación de empujones: los tres eran guerreros veteranos, los tres invictos luchadores, que conocían técnicas de lucha marciales y las respuestas adecuadas para cada una de ellas. Los campos de fuerza de los extremos de la vara giraron dejando estelas en una exhibición más bien melodramática, anudando tirabuzones de luz en el aire, mientras Bestia volteaba su arma para intentar golpear y al mismo tiempo mantener a raya a sus enemigos. Estos esquivaron, fintaron, amagaron puñetazos y patadas que luego no tuvieron lugar… y durante esos intensos segundos fueron los extremos de una línea que tenía al bruto en su punto central, recibiendo golpes desde direcciones opuestas.

Aunque ni a Telémacus ni a su compañera les quedaban armas, las facultades superiores de sus armaduras les conferían más fuerza que a un humano normal. Al final, con una maniobra acrobática que los involucró a ambos, actuando coreográficamente más por instinto y veteranía que porque se hubieran puesto de acuerdo, se impusieron a su enemigo: Telémacus agarró un extremo de la vara, Arthemis el otro, y la partieron en dos con una explosión de chispas. Bestia intentó empujarlos fuera del camión, pero la cazadora cogió su fragmento de vara, apuntó al abdomen del bruto con el extremo astillado, y se lo hundió hasta que casi le salió por la espalda.

            Bestia se desplomó y, entre escupitajos de sangre, aulló por su comunicador:

            —¡Emergencia, pájaro uno, extracción! ¡Recogedme, ya!

            Telémacus y su compañera se miraron. Sabían a quién iba destinada esa orden: al tóptero que volaba a baja altura sobre el tubo, dispuesto a intervenir cuando su jefe lo ordenara. Y había dado esa orden.

            Miraron al techo del conducto. A través de unos paneles de observación transparentes —que habrían regalado hermosísimas vistas del espacio a los paseantes de la galería, en otro tiempo—, vieron pasar la panza del aparato, y cómo de esta surgía un chorro de humo supersónico hacia delante. Un misil, dedujo Telémacus, y miró hacia la parte que aún tenían por delante del tubo. El techo reventó en una nube de fragmentos dejando un agujero justo detrás del segundo camión, al cual el tercero alcanzaría en pocos segundos. Del tóptero cayó una cuerda.

            Telémacus fue el primero en no creerse la idea que se le acababa de ocurrir.

            —Subamos —le dijo a Arthemis, y entonces se dio cuenta de que hablaba en serio.

Empujaron a un lado el cuerpo de Bestia y se prepararon para agarrar aquella cuerda en cuanto el camión alcanzara el agujero. Telémacus preguntó a los lumitas:

            —¿Estáis bien?

            —¡¡Sí!! —respondió uno de los ancianos, y le deseó suerte con un gesto muy de su tribu que en otros parámetros referenciales habría resultado incomprensible. El cazador se agarró de la cuerda del tóptero.

            Arthemis y él treparon, dejando abajo el tubo de la circunnavegadora. Un mar de fuego se extendía inmisericorde a ambos lados, mientras que al frente, a pocos metros ya, podía verse la salida del barranco. ¡El primer camión estaba a punto de alcanzarla! Eso le dio fuerzas a Telémacus para seguir luchando un poco más, aunque su cuerpo ya estuviera al límite de la extenuación, y continuó trepando hasta subirse a la bodega del tóptero.

            No les costó dejar inconscientes a los dos tripulantes que quedaban a bordo del aparato, y se sentaron en la cabina. Con alegría, vieron cómo el camión de Vala salía del tubo por otra fisura y, con una elegancia poderosa que casi parecía dignidad, abandonaba el barranco y seguía avanzando por la llanura que había al otro lado. Atravesó por debajo los restos de un rascacielos que se había doblado por la mitad, derrumbándose hasta formar una V, con un terraplén de hormigón que caía a plomo hasta la fosa. El segundo y el tercer camión lo seguirían en breve, y no parecía que los dravitas hubiesen conseguido destaponar el bloqueo del otro lado, así que nadie los perseguía. Por ahora.

            —No podemos dejarlo así —le dijo a Arthemis mientras se sentaba en el sillón del artillero. Ella ocupó el lugar del piloto—. Si les damos tiempo a reagruparse, terminarán cruzando el cañón y todo volverá a empezar.

            Ella miró la tronera lanzamisiles del tóptero. Aún le quedaban algunos proyectiles. Se encogió lánguidamente de hombros.

            —Bueno, aquí nuestros amigos puntiagudos dicen que tienen un mensajito para Addar.

            Telémacus activó los misiles mientras ella invertía el rumbo.

           Padre Addar no podía creer lo que estaba sucediendo. Su teatro volante colgaba del cielo junto a las nubes de humo del cañón, aunque sin meterse en ellas. Sobre su cabeza, un cielo del color del cromo era mutilado por ráfagas de un viento helado y cortante.

           Ninguno de los vehículos que habían entrado en el barranco en persecución de los fugitivos había vuelto, ni tampoco informado de nada por radio. ¿Qué estaba pasando? ¿Acaso sus perros no eran capaces de atrapar unas cuantas presas desarmadas?

            La familiar silueta del tóptero atravesó la pared de humo astillándola como si fuera cristal, y Addar sonrió. ¡Por fin buenas noticias! Sus brillantes focos ya eran visibles en la luz menguante de la tarde, y apuntaron a los esquifes que quedaban sin entrar en el barranco. Los que Addar había designado como su escolta personal.

            Iba a silenciar la monodia a la que había sido relegado el recitativo de sus esclavos, cuando un impulso llenó de humo las alas del tóptero. Segundos después, unas formas explosivas de gran belleza plástica estallaron en tierra, reventando los vehículos.

            A Addar se le quebró la línea de las cejas: ¿qué demonios estaba pasando? ¿Por qué el tóptero, su tóptero, estaba bombardeando a sus propias tropas? ¿Es que ese maldito piloto se había vuelto loco?

            O podría ser… No. Imposible. La idea le cruzó el cerebro como una corriente eléctrica, llenándole de temor. ¡Eran ellos, los malditos fugitivos, que se habían apoderado de algún modo del aparato! Las estelas gemelas de las alas del tóptero dibujaron círculos en la llanura a medida que iba y venía, descargando munición sobre el terreno. Los aerodeslizadores estallaban en hongos a medida que los misiles los iban masacrando.

            Padre Addar sabía que uno de aquellos proyectiles, quizá el último que les quedara, estaría reservado para él. Para arruinar su maravilloso palacio flotante, culmen de las artes y la gracia de los poderosos. Y no se equivocó, pues cuando el último de los esquifes ardía dentro de un pequeño cráter, el aparato giró y enfiló su proa en dirección al teatro. Era la única acción evasiva laboriosa, casi amable, de la que era capaz. Un solitario misil cortó el viento a velocidad supersónica hacia su blanco.

            —Felbercap… —Las pupilas de Addar se encogieron al tamaño de alfileres. Apretó el botón de emergencia de su palco: el suelo se abrió y cayó por la trampilla hasta un pequeño cubículo que era una nave de escape en miniatura. Sin preocuparse por la suerte de sus esclavos, pulsó el botón de eyección. Parecía estar al borde de la apoplejía.

            Vio algo más, aunque muy de refilón, tanto que ni siquiera supo si fue verdad o lo había imaginado: en el mismo segundo en que el suelo se abría y el palco se lo tragaba, creyó ver a lo lejos cómo un objeto veloz, separado de la zona de la batalla, se acercaba al barranco y saltaba dentro. No parecía ser nada relacionado ni con los perseguidores ni con los que huían. Se preguntó qué podría ser, pero su mente lo olvidó: tenía preocupaciones más acuciantes.

           Por desgracia para él, calculó mal un detalle: aquel misil que se acercaba estaba guiado por un sensor de calor. Cuando la chalupa se desgajó del teatro atrajo su atención como un conejo bailando delante de un coyote. El misil alteró su rumbo en el último medio segundo, y explotó cuando rozó la chapa del vehículo de salvamento. Padre Addar sintió un temblor volcánico, una sacudida brutal que le hizo perder el sentido, y ni siquiera lo supo cuando su cápsula cayó como un pájaro herido dentro del barranco, en el mar de llamas.

            —¡Sí! —exclamó Arthemis, loca de alegría. Su mente aún estaba procesando lo que acaba de pasar. Era demasiado bueno para creerlo.

            —Ese cerdo ha tenido lo que merecía —gruñó Telémacus—. Atraviesa de nuevo la barrera, cariño, vamos a reunirnos con los nuestros.

            El aparato se introdujo en la pantalla de humo, retorciéndola en espirales a su popa. Telémacus se levantó del asiento del artillero.

            —Voy abajo, a la bodega, a ver si quedan cuerdas de descenso.

            —De acuerdo.

            Arthemis se esforzó por mantener el aparato lo más recto posible, a pesar de aquel laberinto de bolsas térmicas que convertían el aire en sacos de calor. De pronto, creyó oír un golpe en la parte de atrás. Miró hacia el pasillo que conectaba la carlinga con el resto de las dependencias.

            —¿Telémacus?

Su voz se proyectó contra un silencio frío.

            Extrañada, se liberó del cinturón de seguridad y dejó el aparato en automático.

            —¿Qué pasa ahí atrás? ¿Te han entrado ganas de ir al baño?

            El óleo horripilante en que se había convertido la cara de Bestia le salió al paso. Primero ella, solamente, luego el resto de su cuerpo. La cara de Arthemis se torció, esforzándose por comprender lo que tenía delante, si era una aparición o si realmente estaba allí.

           Por desgracia, era real, y lo demostró cuando la agarró por el cuello con sus manazas y la empotró contra la consola. Los circuitos escupieron chispas en todas direcciones.

            —¡Puta! ¡Mira lo que me has hecho! —le gritó, salpicándole la cara con gotitas de saliva. Tenía un agujero en el abdomen que lo atravesaba de parte a parte, y que había taponado con trozos de su propia ropa.

            Arthemis agarró sus manos, pero no tenía fuerza para aflojar la tenaza. El aire le faltó a medida que el bruto le retorcía el cuello. Mil preguntas pasaron por su cabeza, pero ninguna tenía respuesta: cómo había sobrevivido Bestia a la caída, cómo se las había arreglado para subir a bordo, cómo había logrado quitar de en medio a Telémacus… Era inútil preguntárselo, porque estaba allí; era sólido, no un sueño. Y estaba a punto de asfixiarla. La sensación de que su muerte era inminente fue como un dedo helado que le dibujara sobre la piel.

            La cabeza del bruto sufrió un espasmo cuando un objeto se estrelló contra ella: un extintor. Bestia soltó a su jadeante presa y se dio la vuelta. Arthemis, entre violentos tosidos, vio que Telémacus, sin el casco y con un hilo de sangre resbalándole por la frente, se enzarzaba en una pelea de gorilas, una sucesión de abrazos mortales y de empellones que acabó con los dos rodando por la bodega. La cazadora se puso en pie a duras penas, intentando que su tráquea volviera a su sitio, y llegó a la bodega del tóptero justo a tiempo para ver algo horrible: la violenta melé había empujado a Bestia y a Telémacus al borde de la bodega. Fue el encontronazo del tóptero con una bolsa de aire inesperada lo que provocó el bandazo, y que los dos se precipitaran al vacío.

            Arthemis quiso gritar, pero con la garganta en ese estado no podía. Corrió hasta la barandilla y miró hacia abajo, a la masa de incendios que estaba sobrevolando, pero no localizó a ninguno de los cuerpos, ni el de Telémacus ni el de Bestia.

           Se habían perdido en la nada.

           Vala gritó de júbilo, coreada por su hijo, cuando salieron por fin del barranco. Los últimos segundos dentro del tubo habían sido angustiosos, pero entonces la vio: una línea de silencio infinitesimal apareció en el horizonte líquido, visible a través del aire tembloroso. Y supo lo que era: la tranquilidad al otro lado del infierno. La llanura despejada más allá del Armagedón.

            El camión rompió un trozo del casco de la nave, pasó por debajo de un rascacielos que se había desplomado sobre sí mismo, ¡y ya estaba fuera! El sol casi se había ocultado en el horizonte, pero para los dos, aquel aire despejado, aquel cielorraso de estrellas, aquella tierra plana hasta donde alcanzaba la vista, eran sinónimos del paraíso.

            Eufórica, Vala le pidió a su hijo que fuera a la parte trasera a darle la buena noticia a los suyos. En ese momento vio cómo un aparato volador salía también del humo y se colocaba parejo a ella. Por un instante se asustó, pero entonces se dio cuenta de que era Arthemis la que la saludaba desde la cabina, y se tranquilizó… Una emoción que también se extinguió rápido en cuanto vio la cara de la cazadora, el rictus de angustia y el mensaje que transmitía la tristeza de sus ojos.

            Supo que algo muy malo había pasado.

            No veía a Telémacus por ninguna parte. En el retrovisor, los otros camiones salieron también del barranco, y parecían razonablemente enteros. No había dravitas en persecución. Pero una angustia fría le oprimió el corazón. La radio permanecía en silencio.

            La mujer se quedó pálida. ¿Dónde estaba su marido?