PRÓLOGO 1.1 EL PESCADOR: TELÉMACUS | 1.2. EL PESCADOR: ARTHEMIS | 2.1 ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: TELÉMACUS | 2.2. ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: ARTHEMIS | 3.1. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: LÍANFAL | 3.2. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: ARTHEMIS | 4.1. ASALTO A LA FORTALEZA: TELÉMACUS | 5.1. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 5.2. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 6.1. CAMIONES: LÍANFAL | 6.2. CAMIONES: VELDRAM | ITERLUDIO. LA CANCIÓN DEL SILENCIO

La nave tardó lo que más o menos había previsto —esto es, un par de siglos— en completar su viaje hasta la estrella de la que había recibido respuesta a su señal de leptones. Las ecuaciones de tránsito no tenían solución más allá de eso. Había llegado lo más lejos que podía gracias a la física formal.

Lo que más le intrigaba era por qué, si sabían que estaba allí y cuáles eran sus condiciones, nadie había venido a buscarla. Por qué no habían mandado una nave rápida a rescatarla, si en el mensaje codificado que les envió les brindaba las coordenadas donde se había producido el desastre y la trayectoria que había seguido. Nadie había aparecido por allí en dos siglos. No se habían puesto en contacto con ella ni siquiera para recabar datos o darle órdenes. El ping que recibía de respuesta era automático, como si no hubiera ningún ser humano en el origen, ni ninguna cognoscitiva. Pero era el único faro de tecnología en muchos años luz, por lo que la pequeña nave no varió su rumbo. Ya averiguaría lo que estaba pasando cuando llegara.

            Los últimos años luz tuvo que recorrerlos a velocidad infralumínica, por eso tardó tanto. Cuando llegó a los aledaños del sistema vio que se trataba del clásico binomio estelar con su cohorte de planetas: una estrella amarilla con un compañero diminuto de órbita muy excéntrica, que cada vez que la visitaba apuñalaba su cinturón radiactivo, desatando una fiesta nupcial de electromagnetismo y fantasía. La alineación y la determinación de la distancia le permitieron fijar unas coordenadas, con un «más-menos» de un millón de kilómetros. ¿Acaso era aquello el clúster conocido como Mia Tetis? Porque lo parecía…

De la cohorte de planetas provenía la señal de baliza, pero se había ido haciendo tan débil con el paso de los siglos que apenas era una raspadura electromagnética, cuando antaño fuera una sinfonía. A la nave le resultó imposible determinar su punto de origen. Pero había otra manera de enfocar aquel problema: el planeta rocoso más interior, según le mostraron sus sensores, poseía una estructura rica en hierro y silicatos, con un núcleo que ocupaba casi la mitad del planeta hecho de metal fundido y en rotación. Eso lo convertía, básicamente, en un gigantesco amplificador de ondas electromagnéticas. Así que la nave tomó la decisión de dispararle un chorro de ondas de radio que llevaba codificado un estruendoso «¡Hurra!», seguido por un no menos entusiasta «¡Venid a por mí, me he quedado sin combustible!». Y se sentó a esperar, por usar una expresión terrícola.

            Sin embargo, aunque el planeta ferroso cumplió su función y durante unas horas se transformó en un pandemonio de ondas amplificadas y ruido blanco, nadie respondió. Ninguna señal se focalizó en las coordenadas de la nave para darle la bienvenida. Eso le puso la mosca detrás de la oreja —era el eufemismo invitado a comer—. La nave empezó a temerse lo peor: ¿se habrían marchado de aquel sistema los seres humanos en el tiempo que ella había tardado en llegar? ¿No habían dejado ningún enclave habitado atrás? ¿Acaso aquel ping que captaba podría ser simplemente un aparato que se hubiese quedado funcionando por error, al que ya no atendía nadie?

            Por primera vez desde que fuera ensamblada, la masa de sensometal tuvo acceso a un sentimiento que era tan humano que hasta le daba vergüenza experimentarlo: el miedo.

            Ya que estaba allí, no iba a darse por vencida. Así que puso proa a los planetas interiores canibalizando un poquito más de su propio cuerpo para convertirlo en masa de reacción. Había quemado un 64 % de su masa total y no quería desperdiciar más, pero tenía que moverse. Aquel sería el esfuerzo final.

            El acelerón la puso en órbita de un planeta que resultó estar terraformado. Oxígeno, presión de aire aceptable, gravedad cercana a la estándar. Circunferencia ecuatorial de unos 35.000 kilómetros con una densidad media de 5,18 —siendo la del agua igual a 1—. Esos datos presuponían que el planeta era esférico e ignoraban el efecto marginal de la curva del horizonte. Era el entorno ideal para que hubiese colonos explotándolo y, por lo tanto, tecnología. Pero dos cosas llamaron su atención: primero, que la escala que usaba para medir el nivel de progreso civilizado de un planeta puntuaba inquietantemente bajo —el volumen de ondas que proyectaban al exterior, la cantidad de luz artificial que dejaban escapar al espacio, el calor producido a nivel de superficie por sus industrias, el número de vehículos en órbita…—. Y segundo, que los únicos objetos artificiales que detectó fueron cinco naves de gran tamaño que formaban un carrusel, orbitando en fila india, pero que estaban apagadas y frías… Ah, sí, y un altísimo tallo de habichuela que surgía como un hilo delgado del ecuador planetario: un ascensor estelar.

¡Por fin, tecnología del nivel del Imperio!, pensó con alegría al ver el ascensor. Si un minuto de arco equivalía a trescientos kilómetros, calculó la altura del tallo por la sombra que arrojaba sobre el suelo: 28.000 kilómetros. Llegaba hasta la órbita baja y era el único que había en todo el planeta. Sin embargo, había algo inquietante en él, ya que parecía muerto, frío, sin vida… Nadie construía semejante obra de ingeniería para abandonarla después. Ni siquiera había astronaves ancladas en la estación del extremo superior del tallo. La pequeña nave sospechó por primera vez que algo espantosamente malo había ocurrido en el Imperio Gestáltico mientras ella vagaba por el cosmos. Algo que escapaba a su comprensión.

            Había un rasgo geológico en aquel mundo que ayudó a identificarlo: en lugar de océanos líquidos, el planeta tenía extensas zonas oscuras que, examinadas con atención, resultaron ser vastas anomalías gravitatorias a ras de superficie. ¡Mares de ingravidez pegados como parches a la esfera planetaria! En sus bancos de datos solo había una mención a algo así en todo el Imperio Gestáltico: un planeta muy lejano, del borde exterior, conocido como Enómena. Una de las cabezas de playa para la colonización de aquel sector. ¡Por fin sabía dónde estaba! ¿Pero cómo demonios había llegado a parar allí? ¿Por qué diablos la mente del Emperador había teletransportado su nave madre tan lejos? Además, había otro detalle interesante: los pocos grados de inclinación con respecto a la eclíptica del planeta no resultaban suficientes como para diferenciar bien las estaciones en las latitudes más bajas. Las estaciones no eran un efecto hemisférico sino global, resultado de su órbita eliptoide. Cuando llegaba el verano, por ejemplo, llegaba para todo el planeta a la vez.

            Los misterios se acumulaban…

            Tardó ochenta y dos horas estándar en colocarse al pairo con respecto al carrusel de naves muertas. La de cabeza parecía ser la más masiva, y la de más eslora, así que se acercó a ella: era una vetusta nave semillera de un kilómetro y medio de largo con forma de mástil rodeado por anillos rotatorios de diferentes diámetros. El bloque trasero de motor tenía características de nave autónoma, pudiendo separarse del mástil cuando este hubiese cumplido su misión, mientras que el bulbo delantero, una sección esférica con una miríada de ventanitas, parecía poder abrirse como una flor cuyos pétalos conformarían las pilastras de apoyo, en caso de tener que aterrizar en alguno de aquellos mundos. Era una semillera estándar, con un diseño hasta diría que anticuado, pero no le extrañó verla en aquel sistema solar perdido.

            Las otras cuatro naves que la seguían también eran enormes, todas ellas de diseño civil. Eran grandes, aunque seguían estando construidas a escala humana, y ya se sabía que los hombres lo construían todo a la escala de su civilización. Entre todas conformaban una flotilla de pecios muertos, derrelictos abandonados allí quién sabía por cuánto tiempo, por humanos que las habían abandonado hacía mucho o que, simplemente, bajaron al planeta y las dejaron atrás. Aquellas naves prescindían de impulso y gravedad, así como de condición y tiempo.

Pero eso no tenía ningún sentido. Sobre todo porque el planeta no parecía industrializado, ni tenía grandes ciudades que llamasen la atención. La sensonave colocó su filtro motivacional en modo subtexto, a ver si le ocurría aquello tan etéreo que los hombres llamaban «sonar la flauta», y le venía por mera asociación de ideas una explicación. Pero ni así. Aquel misterio se estaba tornando demasiado críptico para ella, así que tomó la decisión de cumplir con su tarea principal: actualizar por contagio. Mejorar la tecnología con la que entrara en contacto hasta llevarla al nivel de la que funcionaba en los planetas del núcleo. Examinó la nave de cabeza de aquel carro hasta que encontró la entrada a un hangar, y aterrizó.

            Nada más posarse, sus mecanismos víricos de infección se pusieron en marcha. Estaban anquilosados, pero aún tenían fuerza para coger aquel amasijo de chatarra y hacer cosas interesantes con él. La nave perdió su forma deshaciéndose en cubos, los cuales se desparramaron por la cubierta y entraron en fusión con el metal y los cables escondidos debajo. Para un observador externo habría sido como ver un montón de metal licuándose y metiendo tentáculos de azogue amalgamado en las paredes. Era una infección en toda regla, pero de carácter benigno. Lo primero que hizo el sensometal fue copiarse y multiplicarse a sí mismo. Cogió sus nodos de pensamiento y los esparció por doquier, cada uno creyéndose el original, el primario, cada uno con un único deseo en mente: propagarse y mejorar, propagarse y mejorar…

            A medida que iba extendiéndose por las cubiertas se iba encontrando con signos de que había sucedido algo terrible. Los humanos habían luchado entre sí, se habían transformado en otras cosas, en otros seres, dejando paleorrastros de mutación genética. Los que pudieron saltaron en chalupas de salvamento. Los que no… bueno, aún seguían allí. Cuando alcanzó el nódulo de comando central e infectó sus bancos de memoria, el sensometal lo entendió todo. Le llevó menos de un cuarto de segundo repasar millones de terabytes de datos con el informe de misión, los últimos registros de la IA maestra y el historial de mensajes que había llegado de los mundos del núcleo, antes de que todo contacto con el Imperio Gestáltico se desvaneciera. Así fue como supo que había sucedido una catástrofe en el Metacampo; que este había desaparecido de la galaxia; que algunas ramas genéticas humanas se habían alterado drásticamente debido a este suceso, y que los supervivientes vivían en colonias aisladas y técnicamente atrasadas.

El Imperio Gestáltico ya no existía. De las cinco ramas genéticas conocidas de la especie humana, las dos más puras habían seguido sin cambiar, mientras que las tres restantes habían mutado en parte para semejar alienígenas. Si el sensometal hubiese tenido capacidad para enloquecer, probablemente lo habría hecho. En circunstancias normales, un error nanofísico muy extraño lo habría permitido. El cambio de escenario era demasiado radical, demasiado triste como para que un cerebro normal lo soportase. Pero él, por fortuna, no era tan inteligente como para lidiar con esa clase de pensamientos. Se volvió muy listo cuando reactivó a la IA de mando y fundió sus procesos intelectivos con ella, pero eso vendría después, cuando completó la «actualización».

            El proceso completo de asimilar la nave y llevarla hasta el máximo nivel de tecnología duró tres años —tiempo local—. Cuando acabó, todo asomo de identidad propia en el sensometal había desaparecido: ya no existía. Ahora era la nave. Su cognoscitiva. Hasta tenía nombre: Icaria. Lo primero que hizo fue llamar a sus cuatro compañeras para que se unieran a ella en una única cadena y así poder infectarlas a todas con sensometal, al tiempo que reactivaba sus IAs. Mientras eso tenía lugar, exploró la superficie de aquel planeta que ahora sabía que se llamaba Enómena. Y encontró varios fragmentos de tecnología abandonados que podía estimular a distancia, como aquel pedazo medio roto de placa neuropensante que había sido almacenado en un templo. Lo hizo reaccionar para ver si de alguna forma los humanos atrasados que vivían allá abajo se daban cuenta de que les estaba llamando. A ninguna de las naves en órbita le quedaban chalupas auxiliares con capacidad de entrada en la atmósfera que pudiera usar para bajar a tierra y dar la buena nueva: «¡Hola, hemos despertado!». Tampoco quería mandar a ninguna de las grandes hasta que no hubiesen sido actualizadas. Así que el contacto con los humanos tendría que ser radiofónico, en una primera fase. La parte de la mente del Icaria que aún conservaba recuerdos de cuando era sensometal retenía su intención de ayudar a los hombres, sobre todo ahora que parecían haber involucionado. La necesitaban más que nunca.

            Ningún humano le respondió, por desgracia. No poseían la tecnología para ello. Pero algo pasó, y es que cargaron la placa en un vehículo y la trasladaron de sitio, quién sabía con qué propósito. Eso lo vio la IA mediante sus telescopios.

            Enómena, en media fase. Grande, rojiza y hermosa, guardada por dos satélites custodios, flotando como la constatación de una verdad universal ante sus ojos. En los lentos extremos de su órbita, en las vecindades de su afelio, la pérdida de energía solar perturbaba aún más el delicado equilibrio de las estaciones, volviéndolas más extremas.

            Esta es la maravilla de los mundos, pensó la nave. Y se puso a esperar noticias mientras terminaba de actualizar a sus hermanas.