PRÓLOGO 1.1 EL PESCADOR: TELÉMACUS | 1.2. EL PESCADOR: ARTHEMIS | 2. ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS

TELÉMACUS

¿Cómo distinguir la leyenda de los hechos en esos mundos tan alejados en el tiempo? Planetas que para el resto de la ecúmene eran solo destellos diamantinos perdidos entre el polvo de miles de estrellas, cuyo pasado era un mito y su futuro una incógnita. Mundos donde lo irracional oscurece la brecha de los tiempos, con escasos medios más allá de su cultura y sus despojos para averiguar quiénes eran y hacia dónde se dirigían…

            El hecho de vivir allí suponía un doble desafío, sobre todo para las mentes inquietas, ansiosas de conocimientos. Por un lado estaba la fatalidad de la lucha diaria por la supervivencia, que no resultaba fácil para ninguno de sus habitantes, estuvieran en el estrato social que estuvieran. La vida era difícil tanto para los campesinos y los pescadores cero g como para los caciques cuya existencia estaba constantemente amenazada por otros de su misma calaña. Por otro lado, si uno poseía un cerebro inquieto que se preguntaba si eso era todo, si no había nada más a lo que pudieran aspirar, la existencia era una frustración constante, un eterno preguntarse «dónde estaríamos ahora si esa edad dorada de la que hablaban nuestros ancestros no se hubiese colapsado».

            Si bien vivir en una sociedad arcaica que no conoce nada más ni tiene otros puntos de referencia es duro, la sensación se acrecienta cuando uno sabe positivamente que hubo algo más, un marco muchísimo más grande al que pertenecieron pero que ya se extinguió, y que nunca volvería a resurgir. Una tribu que ha vivido desde tiempos inmemoriales en una selva sin conocer nada salvo a ella misma no anhelará nada más, no tendrá sueños con un mundo más sofisticado y perfecto. Pero los habitantes de Enómena sabían que eran el despojo de una civilización anterior. La tecnología remanente estaba ahí para demostrarlo: motores que operaban con una ciencia que ellos habían olvidado y que eran incapaces de replicar; armas que disparaban rayos letales capaces de desintegrar la materia sólida pero cuyo principio físico era el mismo que el del milagro; robots oxidados que aún funcionaban pero que nadie sabía cómo reparar si se estropeaban; naves que nunca más podrían volar y cuyos restos descansaban como dinosaurios muertos en medio de las llanuras…

            Eran lo que quedó de algo gigantesco que se vino abajo. Y esa certeza les dolía más que sus precarias condiciones de vida. Porque no es lo mismo vivir sumidos en una ingenua ignorancia y jamás haber tenido nada, que haberlo tenido todo y sentir que un día lo perdieron. O —peor aún— que les fue arrebatado.

            Su mundo estaba lleno de pruebas de que ese pasado glorioso realmente existió. Por ejemplo, lo que los pueblos dispersos por su superficie llamaban el Hilo, una cuerda muy fina que partía del suelo y que ascendía hasta el cielo, y que se podía ver en el horizonte desde cualquier punto del continente. Nadie sabía lo que era el Hilo, ni quién lo había construido, pero alrededor de él gravitaban mil religiones. En ese mismo saco se podría meter mucho más aparte de la tecnología que usaban diariamente, como los motores que les proporcionaban electricidad y que funcionaban mirando directamente al sol, o los camiones sin ruedas que flotaban a un metro del suelo, capaces de transportar voluminosas cargas sin apoyarse en la tierra. Si uno se alejaba de los enclaves civilizados y se internaba en las zonas inexploradas del planeta, como un arqueólogo avanzando entre ruinas milenarias, podía toparse de repente con una ciudadela muerta o con una nave estrellada entre densas marañas de follaje. La inesperada geometría de un ala o de un tren de aterrizaje podía sorprenderlo, y una compuerta oxidada podía representar un acceso al imposible titilar de un motor de fusión, o al destello cuántico de una mente inorgánica.

            Pero todas esas maravillas estaban llenas de peligros, y eran pocos los exploradores que dedicaban su vida a recorrer el mundo buscándolas. Solo habían pasado unos cuantos siglos desde el Día del Apagón, pero resultaba sorprendente cómo se habían perdido los recuerdos, y a qué increíble velocidad había quedado cubierto todo por una pátina de oscurantismo milenario. El Hilo, aquel coloso enigmático, se alzaba sobre todos ellos más allá de los grandes desiertos para recordarles constantemente la falta de lógica que tenía su existencia.

            Mientras atracaba la barca en el muelle de su aldea, Telémacus alzó la vista al cielo y vio pasar el Carro de Diamantes, una procesión de cinco destellos que cruzaban de una punta a otra la bóveda celeste a intervalos regulares. Todos los habitantes de la aldea convenían que no era un fenómeno natural. Había una antigua leyenda que afirmaba que ese tren de luces no estaba formado por asteroides ni pequeñas lunas, ni tampoco por dioses montados en sus carros, sino por naves translumínicas de gran tamaño que llevaban orbitando Enómena desde los tiempos del gran apagón. Esa misma leyenda las había transformado en objetos de culto, e inculcaba disparatadas fantasías en la mente de los que las observaban.

            Desde niño, Telémacus había oído historias sobre esas cinco naves y los supuestos tesoros que contendrían. «Circunnavegadoras solares», era su nombre antiguo. La imaginación popular, con el paso de las décadas, las había poblado con criaturas de angelical presencia o con demonios aterradores. Y había llenado sus bodegas con tantas maravillas tecnológicas que, si solo a una de ellas le diese por descender a tierra un día de estos, cambiaría para siempre la faz del planeta devolviéndolo a su esplendor pasado.

            Sueños de salvajes atrasados.

            Telémacus era un hombre demasiado práctico como para creerse esos bulos. Él había tenido acceso a un telescopio, una vez, una reliquia que guardaba la místar de su aldea, la guardiana de las tradiciones. Y lo había usado para escrutar el cielo en busca de huellas de ese pasado glorioso. Al enfocarlo hacia los cinco diamantes, comprobó que efectivamente eran objetos metálicos y de perfil irregular, demasiado proporcionado y geométrico como para tratarse de objetos naturales. Eran naves espaciales, no cabía duda, y además de enorme tamaño. Pero estaban muertas. No había ni una sola luz en su fuselaje, ni estelas de impulso en sus motores. Si algunas vez contuvieron vida, esta se había extinguido hacía tiempo o estaba dormida esperando quién sabía qué.

            Esas naves nunca bajarían a tierra. Si pudieran hacerlo, o si sus tripulaciones quisieran hacerlo, habría sucedido hacía mucho tiempo. Y no había ningún aparato en Enómena capaz de alcanzar esa órbita. Los únicos ingenios voladores que existían los tenían los zsama, una tribu de los cañones ventosos del sur, y eran poco más que aviones que sí, que podían elevarse a gran altura, pero bajo ningún concepto salir al espacio exterior. Y también algunos tópteros de vuelo bajo que estaban en posesión de los dravitas y que usaban en sus incursiones en busca de esclavos.

            Como decía, Telémacus era un hombre práctico. Y hacía mucho que había dejado de soñar con ese hipotético día en que la mnémica volvería a funcionar, y los cielos se abrirían para que descendieran naves llenas de ángeles que afirmarían ser sus primos del Imperio Gestáltico, que venían para sacarlos de aquel erial y llevarlos de vuelta al paraíso.

            Sueños de viejas.

            Atracó la barca en el muelle y la aseguró atando una cuerda a la pera del contrapeso. Unos bancos de anémonas cristalinas brillaban como triunfales cristales inteligentes. Su hijo saltó de manera experta a tierra firme, llevándose los sacos vacíos como prueba del fracaso de su expedición. Los demás marineros se asombraron al ver los impactos negruzcos que aún echaban humo, y que las armas láser había dejado como recuerdo en la quilla.

            —¿Otra vez piratas, Olfhen? —le preguntó un compañero con el que solía salir a faenar.

            —No, algo peor: dravitas.

            La sola mención de ese nombre bastó para que todo el mundo en el muelle se tensara.

            —¿Cerca de aquí? ¿Hablaste con ellos?

            —Hablar es un término muy eufemístico para esto —gruñó, raspando con el dedo el manchón negruzco de un láser—. ¿Sabéis si la místar está arriba, en el templo?

            Le dijeron que sí, que estaría preparando las ceremonias religiosas del cambio de estación. Telémacus mandó a su hijo a casa para que le dijera a su madre que no se preocupara, que iría después a verla, y subió corriendo las escaleras hasta el templo. Los lumitas tenían un panteón de dioses heredados de la edad antigua, cuyos nombres habían sido los mismos de los Arcontes del Emperador Gestáltico. Aquellas potencias, igual que quienes las adoraban, poseían una sociedad oligárquica rígidamente estratificada.

            Entró en el edificio de piedra y lo primero que le llamó la atención fue la humedad: una fría brisa hacía vacilar los fuegos de los pebeteros, presagiando la agitación de la primavera. La mohosa fragancia de los tapices de hierba que colgaban de las paredes recordaba el dulce abrazo de los bosques. En medio de la sala había una mujer de espaldas, vieja pero no consumida por la edad, con la piel tatuada —ella misma era un evangelio lleno de historias— y un cabello que empezaba a ralear. Su rostro solía mostrar una calma adusta, pero de vez en cuando era traspasado por el relámpago de emociones intensas que no tenían un origen claro. Ser una persona apasionada era un privilegio que todos daban por sentado en una místar.

            —¡Telémacus! Solo tú logras pisar con tanta fuerza en las baldosas como si quisieras ser el último en usarlas. ¿Has cambiado de idea sobre lo de asistirme esta noche en las ceremonias?

            —Me temo que no, Liánfal. Traigo malas noticias.

            Ella puso cara de reproche.

            —No me gusta que digas esas cosas, me arruinas el delicado estado emocional que necesita la liturgia.

            —Ojalá no fuera heraldo de esta clase de noticias, pero así lo han dispuesto los dioses: los dravitas dieron conmigo, otra vez. Me pidieron que volviera con ellos. Que lo dejara todo atrás, incluyendo a mi hijo, y volviera a unirme a sus filas.

            La místar dio por perdido su precioso equilibrio emocional y cerró el libro de las ceremonias. Era un volumen escrito en piel de saurio marino, lleno de jeroglíficos que solo unos pocos sabían interpretar. Había quien decía que algunas azoras ni siquiera tenían traducción a sonidos, sino que eran igualdades matemáticas que demostraban ideas filosóficas, pero la única que estaba segura de eso era Liánfal.

            —Por supuesto, te negaste —dijo con un resoplido—. Es lo que yo habría hecho.

            —Me negué, sí. Y no se lo tomaron bien.

            —¿Sobrevivió alguno? —Lo dijo con sorna, y con ese puntito de confianza de quien conocía lo suficiente del pasado oculto del cazador como para saber a qué se exponían quienes lo desafiaban.

            Telémacus cogió un pedazo del pan duro que se usaba en la liturgia y empezó a roerlo. Era una afrenta contra el templo, pero sabía que la sacerdotisa no se lo reprocharía.

            —Creo que no. Tuvieron la mala suerte de atacarme en la vertical de la cueva de una bestia Romy. Su barco se hundió. —Recordó el ataque, el desastre, las decenas de cuerpos que se quedaron flotando en la capa de ingravidez. En un mar cero g no podías hundirte como en los de agua, así que un náufrago podía pasarse literalmente días flotando hasta que se muriera de hambre o lo rescataran. El problema era cuando tenías una bestia tentacular bajo tus pies que sabía que tenía todo el tiempo del mundo para pescar a sus presas, según le fuera entrando hambre.

            —Ya. Qué pena. —La mujer se frotó la cara, intentando hacer oídos sordos a las voces de sus antepasados que le estaban diciendo que se lo habían advertido: que aquel extranjero de turbio pasado solo podría traerles la ruina a largo plazo. Que tendrían que haberlo expulsado de la aldea en cuanto llegó. Sí, claro, contestó a los espíritus, malhumorada: Y todas las cosas buenas que este hombre ha hecho por nosotros las olvidamos cuando nos conviene, ¿no?—. Sé sincero, amigo mío: ¿volverán en mayor número? ¿Vendrán a buscarte aquí?

            Él asintió.

            —Me temo que sí. Entre los que murieron estaba Radhus Sfilgam, uno de los administradores de paz del Intérprete de los Muertos. No dejarán pasar esa afrenta. —Tiró el pan duro al interior de una vasija ceremonial—. Pero no te preocupes: me marcharé de la aldea junto con mi familia mañana. Solo se ha desatado una tormenta que llevaba años gestándose; nada que me coja por sorpresa.

            La mujer aventó el aire con las manos, pidiendo calma. Le gustaría acudir a su libro sagrado para resolver esto, como hacía con otros problemas, pero por desgracia no contenía este tipo de respuestas. Habría que acudir a otro libro mucho más completo y apto para cualquier eventualidad: el sentido común.

            —Espera, no te precipites… Déjame darle un par de vueltas y consultarlo con la almohada. A lo mejor hay una solución intermedia que no implique el exterminio en represalia de nuestra tribu, ni que tengas que huir con tu esposa y tu hijo.

            —Con esas bestias no sirve la sutileza, vieja amiga, y lo sabes. Y el misticismo no va a ayudarte en esta ocasión. La mejor opción para todos es que yo escoja el exilio y que vosotros no digáis nada. Confianza por ambas partes, o por ninguna.

            Los ayudantes del templo estaban allí, tiesos como estalagmitas e intentando ignorar la conversación pero sin perderse un ápice de ella. Como no quería que estos problemas se convirtieran en el cotilleo de moda, Liánfal cambió al lenguaje inframatemático de sus antepasados, el Interlac-13. Era la lengua de una raza ya extinta cuyos logros matemáticos habían inducido el uso de sus expresiones en todo el sistema, de modo que tenían palabras que mezclaban verbos enraíticos cúbicos con sustantivos logarítmicos neperianos. Muy pocos lo conocían, pero era un nexo de unión entre Telémacus y ella.

            —{Aunque te marches de aquí} =mañana mismo/, si quieren hacernos daño/ lo (harán)3. Represalias, se llama [eso=0]. Y no podremos hacer {nada por defendernos}. Tú eres nuestro único ʆ2guerrero.

            —Ʃ(Ya) —le respondió en el mismo idioma—. Pero {yo solo}/4 no puedo con todo el clan ʆ2dravita. Otra opción [sería=0] >entregarme, ir por mi propio <pie> al palacio de Raccolys a {pedir perdón}… pero ya sabes las (consecuencias que tendría eso)ʯ. Me matarían tras un (juicio=sumarísimo) donde las dos opciones no serían a)1 inocente y a)2 culpable, sino b)x culpable y b)y súper culpable.

Ella lo miró con dureza.

—<Entonces>, ¿qué {opciones} nos quedan? ¿*Esperar* un milagro/2? Ʃ¿Suplicar por la #clemencia del ʆ2drav?

—No lo sé. [Ellos]3 no conocen el (=significado) de esa palabra. Dame tiempo /para pensarlo/. Necesito entrar en el {santuario de las reliquias}. No sé por qué, pero hay algo en ellas<yX que siempre me ha ayudado a concentrarme, √(a limpiar mi mente) de todo lo superfluo y enfocarla en una /sola cosa‰.

La mujer se echó a un lado, inclinándose el grado suficiente como para demostrar que no estaba acostumbrada a hacerlo. Le señaló una puerta lateral, y obsequiosamente le indicó el camino.

—Hazlo. Yo hablaré con tu esposa. Quizá así salgamos todos ganando. —Esto lo dijo otra vez en lumita. Telémacus le dio las gracias y atravesó la puerta, pasando a otra habitación apenas iluminada por unas velas.

No había término en lengua conocida que le hiciera justicia a aquel cubículo. Algunos lo llamarían ermita, pero no era esa su función. Otros dirían que era un simple almacén para los objetos sagrados de la tribu, pero eso también se le quedaba por debajo. Para Telémacus era un lugar donde la místar tenía almacenadas las reliquias sagradas, pero no estaba pensado para que la gente acudiera allí a adorarlas, ni tampoco para mantenerlas separadas del pueblo.

Se puso en cuclillas y colocó las manos en las rodillas. Miró al frente, a las tres reliquias, y una vez más trató de enfrentarse a sus secretos, a su misterio. Hermética e incontrovertible, la historia de aquellos objetos desafiaba a cualquiera que intentara buscarles alguna lógica. Por un lado estaba el Engranaje de Polidio, un fragmento de motor de nave estelar apenas un poco más pequeño que un humano adulto, y que era imposible tocarlo con las manos desnudas porque siempre, siempre soltaba una descarga que podía dejar sin sentido al lumita más fornido. Tras un periodo de inconsciencia lleno de sueños raros, algunos afirmaban que proféticos, el objeto te devolvía sentido tras sentido hasta completar los cinco… pero siempre se quedaba con una parte de ti, muy pequeñita. Algo que tú perdías para siempre y que a él lo hacía más misterioso.

Luego, estaba el Casco del Tecnomante, un yelmo de piloto espacial medio quemado que aún tenía unas manchas negras por la parte de dentro, que podrían ser restos de la sangre de su dueño. Nadie conocía la identidad de este, solo se sabía que el casco había sido recuperado por un buscador en una nave estrellada en el desierto, aventura que le había costado un brazo, una pierna y las ganas de seguir buscando. Estaba considerado un «objeto sagrado» porque quien lo usaba, al rato de tenerlo puesto empezaba a sentir una conexión con una mente superior, una conciencia distinta a la suya. Esa mente, que muchos creían la de Dios, le hacía preguntas e intentaba mostrarle imágenes inexplicables, llenas de figuras geométricas y diagramas que flotaban en su campo de visión. Había muchos que se habían vuelto fanáticamente devotos tras asistir a esos prodigios. Por eso veneraban al Casco.

Telémacus provenía de otro sistema cultural, un poco más avanzado —o menos subdesarrollado, según se mirara— que el de los lumitas, y sospechaba que eso no era más que un interfaz neural que aún seguía funcionando en la circuitería de aquel trasto viejo, y que cuando alguien se lo ponía intentaba conectar con su cerebro para transmitirle sus últimos informes sobre el estado de la nave. Pero no se lo iba a decir a aquella buena gente. Ellos necesitaban sus apoteosis religiosas para poder seguir adelante tanto como él sus truchas cero g. El ateísmo era un privilegio de los pueblos avanzados y su estado de bienestar, nunca surgía de aquellas tribus.

Pero de las tres reliquias, la que más sobrecogía al pescador era la que llamaban el Tapiz de Sílice. Era básicamente una placa vertical de un material dorado al que llamaban sílice solo por buscarle un símil, porque nadie conocía su auténtica naturaleza. A veces parecía una cortina sólida de luz fluctuante que ondeaba por la cámara como un chaparrón líquido, creando oníricas sombras que deambulaban por sus propios medios por las esquinas de la habitación. Estaba tatuada con lo que parecían jeroglíficos, aunque a Telémacus le recordaban más a circuitos integrados. Tejidos matemáticos que fluctuaban a la luz en retirada.

            El Tapiz conservaba algún tipo de energía interna, de eso tanto él como Liánfal estaban seguros. Tenían la teoría de que se trataba de un fragmento del cerebro de una nave translumínica, quizás una rodaja de su prodigiosa personalidad IA que había caído del cielo cuando el resto de su cuerpo explotó. Unos peregrinos la habían encontrado flotando en el mar ingrávido y había acabado allí. En una página del libro de Liánfal había escrita una frase tan críptica que podía aplicarse sin muchos problemas a aquel objeto: «Inteligencia artificial basada en nanoeventos». Pero como nadie sabía lo que significaba eso, tanto podía ajustársele como un guante como ser una tontería digna de un idiota.

            Ninguno de los tres objetos era interactivo, ni siquiera el casco. No servían para nada, ni respondían a ningún estímulo. Como cualquier objeto sacro, simplemente estaban allí, protegidos tras el velo de su propia inaplicabilidad. La gente se sentaba y los miraba, y solo con eso había quien se llevaba de aquella habitación un beneficio que no tenía al venir.

            Telémacus se frotó los ojos, cansado. Era un agotamiento psicológico, no físico. Cuando huyó de los dravitas, en el pasado, encontró refugio entre aquellas buenas gentes, que le habían proporcionado algo que ni todo el oro del universo podía comprar: tranquilidad. Reposo. Incluso una familia. Durante un tiempo pensó que aquella prosperidad basada en el anonimato duraría para siempre, o al menos hasta que su hijo Veldram creciera y pudiera valerse por sí mismo, pero la ilusión se rompió antes de tiempo. Ahora no solo había puesto en peligro a su familia, sino también a todos los lumitas, pues era costumbre entre los clanes de los dravs el castigar a todo el colectivo por la infracción de uno solo de sus miembros.

            Mañana reuniría al consejo de ancianos y se lo diría. Les plantearía el problema de la manera más sencilla y directa posible: si querían escapar a la ira de los dravitas, tendrían que emigrar a otros territorios más lejanos. Al sur, tal vez, a las Montañas de Cinabrio. O al oeste, a los archipiélagos móviles de las gigantescas anémonas-isla, animales tan inmensos que sobre sus caparazones cabían poblados enteros. Ya había habitantes sobre ellas que buscaban una simbiosis perfecta con su organismo-isla. Seguro que si se ponían a ello, los lumitas encontrarían una anémona joven que no hubiese sido colonizada todavía.

            Por supuesto, esto les sentaría a sus conciudadanos como una patada en sus partes nobles. Se enfadarían muchísimo con él y algunos hasta exigirían su cabeza. Pero tenía una poderosa aliada, Liánfal, una mujer cuya palabra siempre era tenida en cuenta. Mientras ella lo apoyara, las voces más radicales del concejo no se atreverían a exigirle que se entregara a los dravitas. Pero que todos tendrían que huir, eso era algo seguro.

            ¿Este era el mundo que quería legarle a su hijo? ¿Por qué todos los intentos por sacar orden del caos se saldaban con un estrepitoso fracaso? ¿Acaso la ambición de los codiciosos hacía todo lo posible por contrarrestar los intentos de la gente buena por cambiar las cosas, para no tener que salir nunca de la barbarie?

            Telémacus se había dado la vuelta para salir del pequeño santuario cuando un sonido lo alertó. Era una palpitación que se sentía más dentro de su propio cuerpo que en el aire, como si fuera una sensación mística que lo tocase con muda persistencia. Llegó acompañada por un crepitar de ecos, como el balanceo de una campana tubular oído desde muy lejos. Era un tic-tic-tic rítmico.

            Lentamente, el lumita —aunque no perteneciera a la tribu, le gustaba que lo llamaran así— se giró sobre sus talones.

            Los ojos se abrieron como platos cuando vio que había un brillo inusual en el Tapiz de Sílice. Liebres blancas zigzagueaban por el laberinto de circuitos como las pinceladas de algún críptico lenguaje. Parecían versos hechos de electricidad entonados por una voz ajena a la noche. Un puñado de sílabas primitivas dispersas como una pregunta formulada al aire húmedo.

            El hombre retrocedió hasta darse en la cabeza con el dintel de la puerta, salió tambaleándose y señalando siempre hacia dentro. Liánfal terminó de echarle un rapapolvo a un acólito que había hecho las cosas al revés, y lo miró, extrañada.

            —¿Qué pasa, amigo mío? ¿Tu edad te exalta, despojándote de síntomas físicos y llenándote de problemas mentales? —le preguntó con una sonrisa. Pero entonces advirtió, por su expresión, que el pescador no estaba para bromas.

            Algo muy gordo estaba pasando.

            —Mira —le dijo simplemente Telémacus, y se echó a un lado.

            La cara de la sacerdotisa se demudó. No es que se le vaciara meramente la sonrisa, es que ni siquiera dejó una ondulación de piel en su lugar. Sus pupilas estaban clavadas en la reliquia que emitía aquel pulso de luz y aquella música de campanas tubulares. El objeto hablaba, estaba emitiendo una señal. Jamás había hecho nada parecido desde que conocían su existencia.

            —¡Es… está vivo! ¡Canta! —exclamó la místar.

            —Algo lo ha hecho activarse. Quizá una señal que esté captando de otro lugar.

            —Sí, ¿pero de dónde? T… tenemos que avisar a todos de esto. Que lo vean antes de que cese. ¡Llamad al consejo, rápido! —les gritó a los acólitos.

            Telémacus salió corriendo del templo mientras su mente descartaba la dimensión religiosa del asunto y se hacía preguntas prácticas: ¿qué había pasado para que un pedazo de tecnología volviera a la vida tras tantos siglos? ¿Qué había cambiado? ¿Y por qué de las tres reliquias la única que reaccionaba a ello era la de los circuitos semilíquidos?

            Era el típico misterio que podían pasarse el resto de la vida intentando explicar. Pero una cosa era segura: entre esto y la visita de los dravitas, la vida de Telémacus ya no volvería a ser la misma. A veces, el destino no te sugería cosas cuando quería forzarte a un cambio. Simplemente, te atropellaba con ellas. Y era problema tuyo si sobrevivías o no.

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