PRÓLOGO | 1.1 EL PESCADOR: TELÉMACUS | 1.2. EL PESCADOR: ARTHEMIS

ARTHEMIS

El palacio del drav Raccolys era un caos. O lo más parecido al caos que podía haber en aquel mundo. Desde que el drav había muerto asesinado —según las malas lenguas— por uno de los administradores de paz, su lujoso palacio, un conjunto de edificios que abarcaba casi tres kilómetros cuadrados, era pasto de las alimañas. Pero no de las que vivían en el desierto de alrededor, sino de las que Telémacus le había dicho a su hijo que daban miedo de verdad: las que vestían ropas nobles, comían todos los días en salones de lujo, e intentaban disimular su condición de chusma de la peor calaña bañándose en perfumes caros.

            El drav, como todos los administradores de paz, había sido un amo despiadado, y también un estricto gestor de sus posesiones. Esto no habría sido algo excesivamente malo de no ser porque dentro de esa palabra, «posesiones», los dravs incluían no solo la tierra y todo lo que hubiese sobre ella, sino también a la gente que la habitaba. Para la retorcida mente de un administrador, los seres vivos no eran personas, ni animales, sino «activos»: números que crecían o decrecían en sus libros de cuentas según lo próspera que hubiese sido la temporada.

            Para los miembros de su gabinete y sus respectivos clanes de cazarrecompensas, que se habían quedado huérfanos no hacía mucho, la forma que tenían de hacer las cosas en Enómena era la mejor. O si no la mejor, al menos, la única posible. Habían pasado cuatro generaciones desde el Día del Apagón, cuando las naves espaciales dejaron de volar. En aquella época, según contaban los que aún tenían acceso a tales leyendas, Enómena pertenecía a una gigantesca ecúmene galáctica benévola llamada Imperio Gestáltico, compuesta por miles y miles de mundos terraformados extendidos por todo el brazo espiral. Debido a un prodigio —una hechicería, dirían muchos— llamado proyección mnémica, esas naves no tenían que valerse de su propio sistema de impulsión para recorrer aquellas vastas distancias; bastaba con que los miembros de una secta ya extinguida «enlazaran» sus mentes con la de un dios llamado Emperador Gestáltico, y este teleportaba las naves de un sistema solar a otro. Daba igual cómo de inconmensurables fueran las distancias, el Emperador los trasladaba de un punto a otro del camino en un parpadeo.

            Gracias a ese milagro, que habían llegado a dar por sentado todos los habitantes del imperio, la gran civilización de las Cinco Ramas de la especie humana florecía prósperamente. La hacía posible. Pero un mal día, sin previo aviso, el milagro se extinguió. Los miembros de aquella secta hoy olvidada intentaron conectar sus mentes con el psykhôs central, y no pudieron. Nadie les respondió. Asustados, se miraron unos a otros rezando porque aquello fuera algo temporal y se restableciera pronto el equilibrio.

            Pero este nunca llegó. La teleportación mnémica no volvió a ser posible, y por algún innombrable cataclismo que ni los escolásticos pudieron explicar, los poderes psíquicos desaparecieron del universo. Todo lo que hacía posible sus vidas, su estado de bienestar, su comunicación con mundos muy lejanos, se esfumó de la noche a la mañana. Años después, a los habitantes de Enómena les llegaron ecos de lejanísimas transmisiones de taquiones que contaban cosas espeluznantes sobre una guerra a escala galáctica que, sin embargo, nunca alcanzó a los mundos de la periferia. Si realmente ocurrió un cataclismo semejante, Enómena no se enteró. Estaba demasiado lejos y no tenía ninguna importancia estratégica.

            Sencillamente, los olvidaron.

            La casta de los drav, y todas las demás que se disputaban el dominio del planeta, fueron una consecuencia de aquello. Enómena, como casi todos los mundos de la periferia, estaba aún a medio terraformar cuando el contacto se cortó. No poseía un equilibrio planetológico sostenible a largo plazo, por lo que muchas de las cosas que se intentaron, fracasaron. La comida escaseó. Los recursos minerales y energéticos se agotaron rápidamente, y no existía una forma fácil de extraerlos del subsuelo. Como muchos líderes desesperados de la época dijeron, cuando uno tiene una fuente inagotable de recursos a un ¡plop! de distancia —entiéndase por tal el ruido que muchos se imaginaban que hacían las naves al saltar—, no se para a pensar que esa fuente en realidad se halla a una distancia tan descomunal que a la mente humana le cuesta entenderla.

            Los dravitas y muchos otros clanes de mutantes postmnémicos fueron una consecuencia directa de aquel cataclismo. Nadie, ni los más ancianos eruditos, sabían qué había ocasionado que los derivantes y los portadores más poderosos de aquella época —gente con poderes psíquicos garantizados por unos fantasmas llamados Ids— mutaran en… otras cosas. Sus cuerpos cambiaron, algunos dijeron que por culpa de un poder desatado que estaba contenido en sus cerebros por los Ids y que de repente corrió libre, salvaje. Era la mnémica, ese regalo de los dioses, volviéndose en contra de sus dueños y haciéndoles daño.

            De todas las mutaciones que llenaron de repente el ecosistema de Enómena con algo parecido a un biotopo de alienígenas, una de las más aberrantes fue la de los drav: sus antiguos cuerpos homínidos se transmutaron en masas de carne blanda parecidas a gigantescas ensaimadas, con un racimo de ojos central asomando por su parte superior; globos oculares del tamaño de pomelos que nadaban en una solución gelatinosa de color verde oscuro. Algo repulsivo a la vista. Lo curioso era que aquellos engendros, de casi dos metros de diámetro, pensaban con una eficacia y una rapidez dignas de las antiguas computadoras. Y jamás olvidaban nada. La teoría más extendida era que la mnémica había mutado sus cuerpos para que fueran todo cerebro, todo masa encefálica, y el racimo ocular del centro no era sino una concesión a su antigua biología, su «interfaz» para contactar con el mundo.

            Por desgracia, con la aceleración del pensamiento también llegó la crueldad, nadie supo por qué. Aquellas masas de neuronas líquidas, en lugar de usar sus capacidades para el bien, las emplearon para canibalizar lo poco que quedaba de la civilización de Enómena y volverse los amos de todo. En lugar de regentes, se convirtieron en tiranos. Y la debacle se aceleró.

De todo lo que habían conseguido los dravitas, lo más estable era lo que llamaban la arquitectura del terror. Era una civilización piramidal basada en la fuerza, donde la base de la pirámide del poder era muchísimo más ancha que la cúspide. El drav era el piramidión de su propio sistema de mando, y por debajo de él estaban sus señores de la guerra, a los que llamaba «administradores de paz», y un interventor general que respondía al gracioso nombre de Intérprete de los Muertos. Entre todos, mantenían el único asomo de orden que había en aquel planeta. Entre todos, gobernaban con mano de hierro y castigaban con extrema crueldad las infracciones.

            Lo único que impedía que cualquiera de ellos se alzara como máximo señor de las moscas sobre un imperio de cenizas, como Telémacus bien sabía, era que los drav eran una raza autoexcluyente. Se odiaban a muerte unos a otros. El único propósito que albergaba un drav con respecto a cualquier otro de su misma especie era el asesinato y el exterminio. Por eso competían enconadamente entre sí. Y por eso había varios focos de poder en el mundo y no uno solo. Telémacus daba gracias por ello, y siempre decía que de no ser por ese equilibrio de poderes, los supervivientes del holocausto ya haría tiempo que se habrían extinguido.

            No había pasado ni una semana desde que habían encontrado muerto al drav Raccolys, y su reino ya parecía un gallinero. En el interior del palacio había un gran salón de reuniones —que, cuando al drav le apetecía, podía convertirse también en arena de combates—, que en el momento en que entró el Intérprete de los Muertos, subiendo por escalones de basalto hasta una amplia antesala, estaba atestado de dravitas que discutía a grito pelado.

            —¡El trono no puede permanecer desocupado tanto tiempo! ¡Debemos nombrar a un sucesor! —gritaban algunos.

            —¡Lo primero es encontrar y castigar a los responsables! —les respondían otros.

            —¡No! ¡Organización, antes que nada debemos garantizar una organización!

            El Intérprete entró en aquel espacio que nunca había conocido la luz del sol, y que solo se iluminaba por el brillo frío de unos hachones de fuego. Caminó despacio y en silencio bajo inmensas palas de metal que movían el aire entre chirridos agudos y fiebre de metales, y trepó hasta un estrado en el que había unos sillares. Solemnemente, tomó asiento. Los sillares ocupaban un segundo lugar con respecto al trono central del drav, que dadas sus características físicas no se parecía en modo alguno a una silla, sino más bien a una pequeña pecera llena de agujas que en tiempos se habían clavado en el cuerpo del líder, monitoreándolo.

            Kar N’Kal, el Intérprete de los Muertos, alzó una mano pidiendo paz, y no la bajó hasta que cesó la algarabía. Centenares de ojos, no todos humanos, se posaron en su siniestra y ominosa figura. Los asistentes a la reunión cubrían sus cuerpos o bien con la indumentaria de los cazadores de recompensas y los mercenarios, o bien con prendas que imitaban las de los Señores de las Estrellas: botas altas, capas señoriales, pellizas de piel de toro o borceguíes que les llegaban hasta la rodilla. Los que se creían muy importantes lucían mitras de oro como si fueran coronas.

            —Hermanos, calmaos —dijo Kar N’Kal con voz sosegada—. Nuestra organización se enfrenta a una crisis sin precedentes, pues nuestro amado líder ha sido asesinado. Jamás creímos que esto pudiera llegar a suceder, pero ocurrió. Para aquellos que estáis sedientos de venganza, os diré que los culpables serán hallados y debidamente ajusticiados. Para los que estáis preocupados por la inminente invasión del resto de los clanes que aún conservan a su drav (uno de los cuales, y si lo pensáis no andaréis errados, podría estar detrás de esto), os diré lo siguiente: tomaré las medidas pertinentes para proteger el palacio contra un ataque bien organizado. No conseguirán doblegarnos. No nos borrarán de la faz de Enómena.

            Eso arrancó un coro de aplausos. Era justo lo que aquella chusma quería oír. En líneas generales, a nivel personal Kar estaba de acuerdo con el discurso que les acababa de soltar… pero con matices. Con importantes matices.

            —Queremos que se abra el erario y se contabilicen las recompensas —dijo un cazador, del gremio de los rastreadores de presas—. Raccolys nos debía mucho dinero, y si va a seguir funcionando este mismo sistema, nos deberá más cuando empecemos a cobrarnos las cabezas de los culpables de su asesinato.

            Carroña, eso es lo que sois, pensó Kar, mirándolo a él y a los de su clan con disgusto. Solo pensáis en cazar y cobrar. Para quién o por qué, os da exactamente igual. Supongo que la palabra cazarrecompensas define precisamente eso.

            —El erario dará para pagaros, no tienes que preocuparte por eso, Bloush —le dijo de mala gana—. Tú y tus hermanos de profesión podéis estar tranquilos. De hecho, podéis salir ya ahí fuera a empezar la temporada de caza. Sabéis que los culpables de este desastre siguen libres, y que quienes los contrataron seguro que están ahora mismo celebrando su victoria. Cada segundo que pasa, es un segundo más que están disfrutando de una vida que nos les pertenece.

            El cazador se puso en pie. Pertenecía a otra de las mutaciones de Enómena, unos seres que existían solo desde el Día del Apagón y que eran conocidos como ragkordis: humanoides con la cabeza deformada hacia atrás y órganos sensoriales situados en los hombros y alrededor de las caderas, en lugar de en el centro de la cara. Allí, donde deberían haber estado sus ojos si fueran humanos normales, había una especie de vulva con unos labios que se abrían en iris, y que en lugar de órganos sexuales contenía un diencéfalo troncoidal que, según lo que se contaba de ellos, les permitía captar ondas de radio y otras frecuencias mucho más débiles, así como transmitir también en ellas. Los ragkordis eran aparatos de radio vivientes.

            —El árbol de pruebas aún no ha sido demostrado —dijo—, pero creo que todos en esta sala sabemos quiénes son los candidatos más probables: Darok, Ursa y Qamleq, los tres señores del crimen de las Tierras Baldías. —Al oír esos nombres, la gente hizo asentimientos con la cabeza y empezó a murmurar—. Desde hace muchos años codician los terrenos pertenecientes a Raccolys, y han luchado por ellos en más de una ocasión.

            —Tienes razón, son los candidatos más probables —admitió el Intérprete—, pero eso no los convierte directamente en culpables. Si alguno de vosotros comienza una cacería sagrada contra ellos, podría acelerar lo que todos sabemos que acabará ocurriendo: la guerra entre clanes. Y no nos conviene que dé comienzo… aún.

            —¡Pamplinas! Una acción rápida y brutal suele ser el mejor atajo para conseguir la victoria. ¡Ahora mismo, antes de que tengan tiempo de preguntarse qué vamos a hacer! Decapitemos a esas tres serpientes y sus reinos caerán también en el caos. Entonces jugaremos en igualdad de condiciones.

            «¡Sí, acción, acción!», gritaron los presentes, poseídos por una rabiosa ansiedad de llevar a cabo alguna acción, la que fuera, para que diera la sensación de que los antiguos siervos de Raccolys no estaban paralizados por el miedo. Pero Kar N’Kal no estaba seguro: una respuesta rápida y salvaje transmitiría un mensaje contundente a sus enemigos, sí. Pero ¿y si se equivocaban de blanco? ¿Y si atacaban a algún clan que podría ser su aliado en la futura guerra contra los demás? Aunque la familia de Raccolys era numerosa, y su palacio un gran bastión, en realidad no tenían nada que hacer si los otros drav los atacaban en masa. Los aniquilarían, y esa, por mucho que a los administradores de paz allí presentes no les gustara oírlo, era una certeza matemática.

            Se levantó para pedir paz. Esta vez le costó más conseguir que se callaran. Cuando su voz volvió a ser audible, exclamó:

            —¡Tranquilizaos, hermanos! Las retribuciones de sangre serán exigidas y las cabezas culpables debidamente empaladas. No podemos arriesgarnos a dar un paso en falso. Tenemos que averiguar quién mató a nuestro amo, y por qué, y yo en persona autorizaré la cacería sagrada. ¡Debemos ser sensatos, o nuestra rabia se volverá contra nosotros!

            Esas palabras no calaron bien entre la audiencia, que se levantó en masa y empezó a protestar a grito pelado, algunos incluso a insultarse y a empujarse. Algunas armas fueron desenfundadas mientras el Intérprete sacudía con decepción la cabeza. No, aquello no estaba saliendo bien. Tendría que hablar con los maestros cazadores aparte, a solas, para intentar conformar un plan de acción que…

            Unos estampidos resonaron en las grandes puertas dobles del salón. Alguien quería entrar, y quería que todo el mundo se diera cuenta.

Un esclavo salió a ver quién era, pero un empujón lo hizo entrar de nuevo rodando por el suelo. Las puertas se abrieron lo justo como para dejar pasar una única figura humana, delgada y no demasiado alta, pero enfundada en una armadura con musculatura inteligente de diamadio y placas de blindaje antiláser. Su silueta era indudablemente la de una mujer, y tenía la cabeza cubierta por un casco ceremonial endhary, un óvalo de metal líquido que iba cambiando conforme la luz incidía sobre él.

            Todo el mundo se quedó mudo, paralizado del asombro, mirando a la recién llegada. Su reputación la precedía, eso el Intérprete lo tenía muy claro: era la cazadora más famosa del planeta, Arthemis de Ésfenox. Y traía un saco agarrado con una mano, un saco manchado por la parte inferior de rojo.

            Arthemis se detuvo en medio del enorme semicírculo, repasó a los presentes con la mirada, y arrojó el saco a los pies del Intérprete de los Muertos. Al abrirse dejó salir rodando tres cabezas cercenadas, cuya identidad arrancó una exclamación de todos los presentes: eran Darok, Ursa y Qamleq. O lo que quedaba de ellos.

            —Uauh —murmuró Bloush—. Menuda entrada.

            Kar N’Kal miró de hito en hito a la cazarrecompensas, e iba a decir algo, pero esta se le adelantó.

            —El tiempo para los debates acabó hace días. —El casco de metal líquido le deformaba la voz—. Mientras vosotros perdíais el tiempo hablando, yo he estado trabajando. Y aquí está la prueba.

            —P… pero… ¡qué has hecho! —explotó el Intérprete, tirándose con furia de los cabellos anudados en tirabuzones—. ¡Cómo te has atrevido a tomar esta clase de iniciativa, sin… sin un contrato previo, sin una cacería sagrada!

            —Déjate de monsergas, Kary. No te atrevas a contaminar el aire con tus estupideces. Esto era lo que había de hacerse, y yo lo he hecho. Mañana mismo tenemos que marchar sobre el resto de los clanes e invadirlos, antes de que se recuperen del shock.

            —¿Así por las buenas? ¿Y cómo pretendes ganar esta lucha? ¿Aniquilándolos a todos a la vez?

            Suponiendo que la muerte de Arthemis era lo que decretaría el Intérprete de un momento a otro, e intentando ganarse su favor, uno de los mercenarios atacó a la cazadora a traición: su látigo neural restalló en el aire, lanzándose como una cobra sobre la mujer. Pero esta reaccionó a una velocidad que solo una armadura con estructura muscular controlada por sapiencial podía conseguir, y atrapó la punta del látigo en el aire. Con un segundo movimiento igual de veloz, desenfundó una pistola de pulsos y lanzó un rayo a los pies del mercenario. No golpeó su cuerpo, sino al control que abría la trampilla que conducía a las mazmorras y criaderos de abajo, donde el drav almacenaba a los «activos» que quería traer como diversiones a su arena particular… y a las criaturas que debidamente los devorarían.

            El mercenario cayó y se quedó atrapado por la trampilla cuando volvió a cerrarse. Durante un par de segundos gritó pidiendo ayuda, hasta que algo arrancó la mitad inferior de su cuerpo de un mordisco y se la tragó, y él dejó de moverse.

            La cazadora se sentó en una silla y puso los pies, cruzados, sobre el respaldo de la de delante.

            —A la vez no —respondió a la pregunta de Kar N’Kal—. De uno en uno.

            Los demás cazadores estallaron en risas e hicieron gestos de respeto hacia Arthemis. Se notaba que la admiraban mucho. El propio Bloush le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, a modo de saludo, que ella devolvió. Kar N’Kal estaba de los nervios, como el resto de los administradores de paz allí presentes. ¡Guerreros! No había quien los entendiera. Un psicótico instinto suicida los impulsaba a entrar en combate y a meterse en las situaciones más desagradables sin pensar en las consecuencias. La guerra era su sustento, y el peligro su diversión. Los despreciaba profundamente, pero no podía quitárselos de encima. Los necesitaría más que nunca, ahora que la guerra con los otros clanes era una certeza.

            —¿Y cómo pretendes empezar tu absurda invasión, Arthemis? —le preguntó, el veneno rezumando de su boca.

            El casco de la cazadora giró hacia él. No tenía ojos ni ningún rasgo facial, solo reflejos resbalando por su superficie como plata pura.

            —Pues como empiezan todas las guerras: reclutando un ejército.