PRÓLOGO 1.1 EL PESCADOR: TELÉMACUS | 1.2. EL PESCADOR: ARTHEMIS | 2.1 ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: TELÉMACUS | 2.2. ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: ARTHEMIS | 3.1. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: LÍANFAL | 3.2. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: ARTHEMIS | 4.1. ASALTO A LA FORTALEZA: TELÉMACUS

Hay muchas batallas que un guerrero tiene que combatir solo, a lo largo de su vida. Y la de mantener a salvo a su familia es la más dura de todas. Vala, su mujer, y Veldram, su hijo, eran personas con las que se podía razonar. Pero hasta la mujer más razonable del mundo se ponía de los nervios cuando su marido le decía que iba a dejarla sola para ir a infiltrarse en el lugar más peligroso de Enómena, para robar el tesoro mejor custodiado de su historia.

            La tribu había dejado preventivamente la aldea y se había refugiado en las oquedades de un gigantesco arrecife de coral que había más al sur. El objetivo, y eso Liánfal lo tenía claro, era no estar en la aldea cuando los reclutadores dravitas vinieran a alistar en la leva a todo hombre, mujer y niño capaz de la tribu. Ya lo tenían todo empacado para empezar su éxodo, lo que les faltaba eran transportes más rápidos y fiables que sus viejas barcazas. Telémacus le había pedido a Liánfal que esperara a que él volviese, porque a lo mejor les traía buenas noticias. La que no estaba demasiado convencida era su esposa.

            —Lo que me molesta no es tanto que te vayas, como esa sensación de haber estado creyendo en una mentira tuya durante años —dijo Vala, evitando mirarle a la cara. Sus manos se mantenían ocupadas en unas cosas y su mente en otras.

            —¿Qué mentira? —se extrañó su marido—. Yo nunca te he contado ninguna mentira.

            —¿No? ¿Y toda esa cantinela de que los hilos que te ligaban a tu antigua vida se habían cortado, y ya no había nada en ella con fuerza suficiente como para llamarte? Porque llevabas repitiéndomelo desde que Veldram nació, y ahora de repente se presentan en la aldea unos mercenarios, hablan contigo diez minutos y no les cuesta nada enrolarte en una de sus locas misiones.

            Él la abrazó, deteniendo el laborioso pero desprovisto de objetivo movimiento de su cuerpo, y la besó. Vala aceptó el beso sin mucho interés, levantando simplemente los labios. Sus besos sabían aceptablemente a sal y pimienta. Eran como ella, una mujer de sal y pimienta.

            —Esta misión es por el bien de la aldea. Nos proveerá de los vehículos que necesitamos para escapar de los reclutadores.

            —Eso ya me lo has dicho. Pero sigue sonándome a excusa.

            —Solo intento salvar lo que tenemos, Vala. Aquello por lo que llevamos luchando muchos años, y que esa gente quiere arrebatarnos. Es lo mejor.

            —Cuando lo mejor no es suficientemente bueno damos un paso más allá, a lo suficientemente malo.

            Telémacus suspiró.

            —Empiezas a hablar con aforismos, como tu padre. Solo lo haces cuando estás enfadada conmigo.

            —¡Pues claro que estoy enfadada! —estalló—. ¿Cómo podría no estarlo? Sé que tienes buenas intenciones, pero el riesgo no lo compensa. ¡Vuestro plan es una locura! ¿Es que no piensas en tu hijo, o en mí?

            —Es por vosotros por quienes voy a hacer esto —dijo él con voz clara. Pensaba que Vala lo había entendido, pero se veía que no. O no quería entenderlo, cosa aún más probable.

            —Estupendo, pues explícaselo a tu hijo, a ver si entiende que «por su bien» su padre va a partir a una misión suicida de la que tiene tantas probabilidades de regresar como de que ahora empiecen a llover kruguts.

            En ese momento, Veldram pasó por delante del alveolo coralino que les servía de residencia conyugal, cargando con unos enseres. Estaba ayudando a los otros zagales a disponer la intendencia para una salida de emergencia de aquellas cuevas, por si había que salir pitando.

Su hijo. Siempre trataba de mirarlo directamente. Siempre se desvanecía.

            —En realidad, tengo unas cuantas posibilidades más —sonrió Telémacus—. Voy con gente muy preparada. Gente malvada y cruel a la que es mejor mantener alejada la mayor parte del tiempo, pero que para esta clase de cosas son el mejor respaldo que se puede tener. Saldrá bien.

            —¿Y si no sale? ¿Y si alguna de las diez mil variables sale mal y te matan? ¿Qué será de nosotros?

            —No pasará —insistió—. Pero si pasa, sabréis salir adelante. Sois personas fuertes y autosuficientes. Sobre todo tú.

            —Lo sé. Pero me gustaría oír una canción de fondo, o una voz tarareándole al viento. Algo que me asegure que todo va a salir bien.

            —Ya sabes que las certezas absolutas no existen.

            —Mira quién habla ahora en aforismos…

            Vala se quedó mirando por la abertura del alveolo. La Barrera Ictiánida era un único organismo colectivo formado por la agregación de centenares de colonias de corales gigantes, cada una de varios kilómetros de espesor. En total formaban algo que visto desde lejos solo podía ser descrito como una cordillera montañosa con textura de esponja marina y que no se elevaba mucho sobre el nivel del mar, pero cuyas protuberancias y túneles formaban un intrincado laberinto que rozaba con sus tentáculos la tierra. Telémacus y Liánfal habían planeado usar esos túneles para escabullir a su tribu por el interior del arrecife hasta que estuvieran lo suficientemente lejos, y luego continuar el viaje por la superficie. Normalmente, la tribu solo hacía esas cosas en los festivales sagrados de los solsticios, donde el aire se llenaba de fragancias y el cielo se inflamaba de colores, pero ahora la razón era mucho más seria.

            Telémacus abrió el apolillado saco en el que guardaba su armadura de cazador; le pasó un paño por encima para quitarle el polvo y se quedó mirando al casco. Un rostro de dragón, de ser mitológico. Unos ojos vacíos y negros que lo contemplaban desde el otro extremo de un punto de vista.

            Vala le frotó el hombro con una mano y dijo, intentando tragarse su frustración para convertirla en alguna clase de energía útil:

            —El matrimonio se basa en algo más poderoso que el amor: la confianza. Es algo que he aprendido conforme dejaba de ser una chiquilla y me hacía vieja. Ahora voy a confiar en ti, pero te pediré un favor a cambio.

            —El que quieras.

            —No accedas tan fácilmente; primero escúchalo. Para que una familia funcione, todos sus miembros tienen que repartirse equitativamente los riesgos. No puede ser que solo los corra uno.

            —Suena lógico.

            —Pues bien —dijo Vala, su deseo deslizándose por encima de una tristeza inconsolable—: lo que te pido es que cuando llegue el momento en que no seas tú sino yo, o Veldram, el que deba dar el paso adelante y arriesgarlo todo, no te interpongas. Que no trates de impedirlo, ni que de tus labios salga la menor protesta. Porque como lo hagas, como trates de negarnos nuestro derecho de protegerte a ti, te la cargas. —Le apuntó con un dedo inquisitorial—. ¿Te queda claro?

            —Como el agua. Pero seguro que esa situación no llegará nunca.

            Ella le lanzó una mirada cínica por encima del hombro.

            —Nunca digas de este vaso no beberé, Telémacus, si te consideras un hombre sabio…

Así quedaron las cosas, pendientes de una discusión posterior que solo tendría lugar si Telémacus cumplía con sus promesas. Cosa que, cuando se metió en el tóptero de Arthemis y el aparato despegó, incluso a él se le antojó improbable.

            —Deberíamos ir planificando una estrategia, ¿no? —preguntó la piloto, apuntando el aparato hacia el norte. Más allá de las montañas de cristal y los lagos ácidos se hallaba la región controlada por el Kon-glomerado, con sus capitales gemelas Darysai y Múnegha.

            Telémacus se sentó en el asiento del copiloto, notando cómo se le clavaba en la espalda la mirada de odio de Bloush, quien jamás le perdonaría que lo hubiese avergonzado así ante su gente. Habérselo quitado de encima de una forma tan fácil y despreocupada, dejándolo inconsciente, era un insulto a su historial de cazador. Y una afrenta que el ragkordi tardaría en borrar de su lista de asuntos pendientes. Decidió andarse con mucho ojo con él.

            Se concentró en la misión. La noche anterior era una poderosa aunque todavía increíble presencia, imposible de arrancar de su mente. Tenía que olvidarse de la discusión que había tenido con Vala, y de cómo habían ido atenuando sus respectivos ánimos hasta que les entraron ganas de hacer el amor bajo las lunas, porque si no su rostro se deslizaría continuamente por el borde de las cosas. Y no quería que eso le distrajera.

            —La estrategia es entrar en la fortaleza desde abajo, usando como transporte su tren oruga —dijo, terminando de ajustarse las placas de su armadura de randio. Con ella parecía un guerrero de la época mítica, fugado de alguna leyenda… una impresión que reforzaban los adornos barrocos de la coraza, y aquellos pequeños detalles que la hacían parecer una piel de dragón, con escamas y todo.

            —¿Entraremos por las orugas? —se extrañó Arthemis—. ¿Cómo?

            —Ya lo verás. Va a ser todo un viaje —sonrió el hombre—. Lo que más debería preocuparnos es lo que nos espera dentro. La fortaleza hace de refinería móvil llevando materias primas y productos manufacturados entre las dos capitales, Darysai y Múnegha. Por dentro es como una gigantesca fábrica impulsada por dos reactores nucleares y cinco plantas procesadoras de uranio. Es un auténtico laberinto, lo cual nos beneficia: nos ayudará a pasar inadvertidos.

            —¿En qué punto exacto se halla la llave de iridio?

            —En el corazón del complejo, en una cámara blindada que se desplaza por sí misma por dentro del edificio. Es un objeto móvil, y siempre deriva alrededor de los sarcófagos nucleares de los dos reactores. Tendremos que deducir su posición y llegar hasta ella a través de sus raíles. Pero para entrar necesitaremos una clave, y esa solo se encuentra en los aposentos privados del drav.

            Bloush cruzó una mirada de preocupación con el resto de sus Tábanos. Todos estaban preparados para la incursión, con su equipo inteligente en modo de máxima agresividad. Sus armaduras potenciadas y los juguetitos propios de la profesión de cazarrecompensas —algunos inventados por ellos mismos, y que no poseía nadie más en el gremio— ronroneaban y palpitaban con una ansiedad interna. La urgencia por entrar en combate era tan intensa como la que recordaban haber sentido en su primera pelea: los carcomía por dentro, los infestaba, quemaba con un anhelo feroz en su torrente sanguíneo. Eran depredadores ansiosos por echarse encima de su presa. Pero incluso ellos sentían una chispa de inquietud cuando alguien les hablaba de meterse en el dormitorio de un drav y robarle una clave secreta.

            —¿Cómo piensas conseguirla? —preguntó la piloto. Telémacus se ajustó un guante y comprobó que los espolones de los antebrazos se desplegaban a su orden, dispuestos a cortar cualquier cosa.

            —¿Sabes cómo funciona el cuerpo de los dravs, Arthemis? Es como un enorme cerebro licuado, que se mantiene coherente gracias a haber convertido la mielina de su antiguo sistema de neuronas en un tejido altamente graso y conectivo. Los dravs tienen médicos, y toda una ciencia aplicada solo a ellos (y financiada con su dinero). Una vez conocí a uno de esos doctores, tan chiflado como todos los demás, al que le saqué cierta información sobre cómo piensa un drav. Si su cuerpo es un gigantesco cerebro, le pregunté en qué parte almacena la información relevante.

            —¿Te lo contó? —se asombró Arthemis, rascándose un picor en sus piernas largas y sensualmente musculosas. Llevaba puesto un liguero-vaina de katana, que también tenía espacio en sus encajes para una funda de pistola tejida en puntada de cadeneta, cosa que no le pasó desapercibida al cazador. Ahora que Arthemis no llevaba puesto el casco, volvió a recordarle lo atractiva que era. Su tez color crema y sus encantadores ojos de serpiente contrastaban con un retazo de vello en la parte anterior de la barbilla que ocultaba el símbolo de su gremio. Tres cuartos de dulzura y un cuarto de arpía maquillada.

            —Me dijo que una de las cosas más curiosas es que sus sueños se cristalizan en diminutos conglomerados de silicio, y se quedan durante un tiempo formando arabescos en ciertas zonas. Es como si el drav tallara cenefas con una hermosa disposición fractal, que se van deteriorando con el tiempo hasta desaparecer, cuando son reabsorbidos por su organismo. Pero durante unos días se quedan ahí, flotando como copos de nieve entre los racimos de neuronas. Y pueden ser extraídos con un bisturí.

            —Sueños sólidos navegando por su torrente sanguíneo. Uauh.

            —Sí, uauh. Lo que no es tan «uauhoso» es la parte de extraérselos, porque para eso necesitas estar a solas con el drav durante un rato, saber exactamente cuál es el sueño que te interesa (uno en el que se esconda la clave para abrir la cámara blindada), y que el maldito engendro se esté lo suficientemente quieto como para que la operación salga bien.

            —¿Cómo sabremos cuál buscar? —preguntó Bloush, adelantándose hasta la zona de cabina.

            —Nosotros no lo sabremos, pero su cirujano sí —dijo Telémacus—. Mi plan es encontrar al médico privado del drav y convencerlo «amablemente» para que coopere. Una vez confíe en nosotros, él mismo nos buscará la información y la extraerá. Y nos dirá cómo sedar a su amo para que se esté quieto.

            Bloush se encogió de hombros. El par de globos oculares que tenía sobre ellos bizquearon.

            —Sacarle la información a hostias. Me parece un buen plan. En serio.

            —Así que en cuanto entremos en la fortaleza nuestro objetivo primario será el médico, no la cámara móvil del tesoro —comprendió Arthemis, pasando a vuelo bajo entre unas estribaciones montañosas. Estaban sobrevolando una región de lagos secos que dejaban al descubierto sus cuencas de colores dorados, salpicados de estridencias rojas y azules, donde ciertas criaturas que se creían extintas copulaban entre sí en batallas de coloridos azafranes.

            —Exacto —asintió Telémacus—. Entramos, buscamos la enfermería y raptamos al tipo. Nos lo llevamos al laberinto del sistema de aireación y le sacamos la clave, si es que la conoce. Y si no, le obligamos a operar al drav.

            Arthemis sonrió. Era el clásico plan esquizofrénico que le gustaba poner en práctica. Como casi todos los cazarrecompensas, ella vivía a fuego lento, siempre preparada para echar a hervir en el momento necesario. Y ese tipo de planes absurdos hacían que le naciera un calorcillo involuntario en el bajo vientre.

            —Me gusta. Tábanos, al loro, estamos casi sobre el objetivo. Que todo el mundo se prepare para un salto-puente a alta velocidad. Y que no se os coma una estampida de legaluyos.

            Ese chiste provenía de la era pre-Apagón. Contaban las malas lenguas que cuando todavía funcionaba algo parecido a un comercio entre planetas, y uno se bajaba de la nave de transporte en un mundo distinto, en la misma terminal le asaltaban como depredadores una banda de abogados de terminal de astropuerto, «legaluyos» en la jerga callejera, que le ofrecían escudos legales contra cualquier metedura de pata contra las normativas del mundo a visitar. ¡Protéjase con este paquete de contra-normas!, ¡inocúlese contra las posibles denuncias con esta inyección de antígenos nomotéticos!, gritaban como suricatos en celo. Y uno se los tenía que sacar de encima pronto, o le chupaban hasta el último crédito. Costumbres del pasado remoto que hoy en día no tenían sentido. Pero el chiste había sobrevivido.

            Todos miraron a través del parabrisas delantero, en el cual se destacaba una mole que se acercaba rápidamente. Las ciudades gemelas de Darysai y Múnegha eran dos manchones borrosos erizados de torres, separados por cincuenta kilómetros de explanada y punteados por destellos de fuego, llamaradas exhaladas por las refinerías. Entre las dos, a medio camino, una mole se arrastraba con elefantina pesadez sobre sus orugas: un cubo de hormigón de cien metros de altura lleno de chimeneas humeantes y esclusas de expulsión de gases, la mayoría de ellos inflamados, que en estos momentos iba en dirección a Múnegha. En su tejado había una pista de aterrizaje y unos cuantos edificios tubulares llenos de ventanitas, donde seguramente estaría el drav con su séquito, pero allí no podrían aterrizar: demasiado bien protegido por torretas de defensa y antiaéreos. Era una fortaleza homeostática, un sistema cerrado separado del resto del mundo.

            En lugar de dirigirse a la azotea, lo que hizo Arthemis fue aproximarse en vuelo rasante y seguir las largas huellas de las orugas. Eran tan grandes que el tóptero cabía holgadamente dentro de ellas. Se colocó justo delante del edificio móvil y abrió la compuerta de la panza, de la cual cayeron algunas cuerdas.

            —¡Estamos en su trayectoria, lanzaos ya, ya, ya! —gritó la piloto. Cuando estaba tensa, la piel blanca de la cara se le oscurecía como una nube de tormenta.

            Telémacus fue el primero en dejarse caer, seguido por Bloush y los Tábanos. Descendieron muchos metros con un impulso circular, el que les confería la desaceleración de la nave, y sus botas se hundieron en el suelo arcilloso. El cazador se desenganchó y miró arriba: la masa rodante de la oruga, con su inmensa catenaria, se acercaba a ellos con parsimonia pero dispuesta a aplastar todo lo que encontrase en su camino. Eran miles de toneladas en movimiento, que de tanto ir y venir por el mismo sendero ya habían horadado una cuenca plana en la llanura. Pero tenían un punto débil, y era lo que él había venido a buscar: cada pala rectangular de la catenaria medía quince metros de largo por nueve de ancho, pero dejaba un espacio entre ella y la siguiente de cinco metros. Un espacio libre diseñado para que la oruga pudiera curvarse en los codos delantero y trasero, donde cabrían cómodamente varias personas si se sujetaban a la estructura.

            El tóptero se apartó de delante de la oruga y se marchó en automático; Arthemis fue la última en saltar y unirse al grupo, que ya estaba corriendo hacia la oruga. Cuando estuvieron justo debajo, de modo que la siguiente pala los aplastaría como a hormigas en pocos segundos, Telémacus ordenó:

            —¡Usad los ganchos!

            …Y disparó el suyo hacia el espacio que había entre la pala que estaba tocando el suelo y la que venía a continuación. La cuerda lo hizo subir hasta que se montó a horcajadas sobre la estructura metálica. Miró a su alrededor buscando un hueco donde tumbarse cuando la pala estuviese horizontal. Los otros cinco Tábanos, más Arthemis y Bloush, lo siguieron y adoptaron también una posición tumbada. Parecían actores de teatro representando una obra escrita para fallecidos; en sus ojos solo se distinguía esa expresión que separa a los durmientes de los muertos.

            Cuando la pala se apoyó en tierra perdieron toda la sensación de movimiento. Así era como funcionaban las orugas: cada segmento apoyado no se desplazaba, sino que permanecía quieto mientras el resto de la cadena y el vehículo avanzaban sobre él, y solo se despegaba otra vez del suelo cuando completaba un giro y tenía que alzarse por el otro lado. Esperaron pacientemente a que el lento y pesadísimo edificio cruzase por encima de sus cabezas, oyendo los escalofriantes sonidos del motor y los engranajes. Telémacus les hizo la señal de que todo iba bien: conocía la fuerza de su plan metafórico en un ámbito donde prevalecían la metáfora y el símil. Por eso los demás confiaban tanto en él.

            A los quince minutos le llegó el turno a su pala de elevarse. Con un crujido y un temblor terroríficos, se despegó del suelo dejando caer un aluvión de tierra. Los ocho cazarrecompensas hicieron todo el viaje metidos en el espacio entre las palas hasta que estuvieron encima de la catenaria, y tuvieron el edificio justo sobre sus cabezas. Telémacus se destrabó del gancho y volvió a enrollar el cable: tal vez lo necesitara más tarde. Por el momento, vio cómo la pala se desplazaba hasta una zona donde había una pasarela de rejilla destinada a los técnicos de mantenimiento. Esperó pacientemente hasta que estuvo bajo ella y saltó. Los demás hicieron lo mismo, y pronto estuvieron metidos en el propio edificio, trepando por sus pasarelas en busca de una puerta de entrada.

            —Nos hallamos en el extremo inferior derecho —dijo el cazador—. Tenemos que atravesarlo y llegar al extremo contrario, arriba y a la izquierda. Veremos una torre rematada por un tejado en forma de seta: el palacio del drav. Una vez dentro, buscaremos la enfermería.

            —Como en los viejos tiempos, ¿eh, amigo? —le dijo Arthemis, intuyéndose una sonrisa detrás de su casco—. Tú y yo metidos en una misión suicida y saliendo airosos.

            —Eso aún está por ver.

            Telémacus cerró el puño derecho y orientó el brazalete hacia la cerradura. Un fino haz láser destelló con escamas de rubí en el polvo ambiental; hubo un chispazo y un olor a quemado, y la puerta se abrió. Todos desenfundaron sus armas.

            Había una cámara de transición que olía a cera dulce y a madera bruñida, como el interior de una catedral, que llevaba a la gran cámara interior donde estaban las dos primeras plantas procesadoras de uranio. Se deslizaron con cuidado por el eclipse que dejaba la puerta desplazada y el siguiente pasillo: el edificio parecía hueco, pero solo estaban contemplando uno de sus cuatro alvéolos principales, tan grandes que tenían edificios en su interior que se cruzaban como vigas de soporte. Estalactitas proquinales adornadas con focos surgían como estructuras cambiantes de aquí y de allá; gruesas columnas terminaban en ruedas negruzcas que no cesaban de girar, y unas pirámides se alzaban pavimentadas con un asfalto gris espectral, todo ello con propósitos industriales desconocidos. Los intrusos parecían pulgas en comparación con la escala de todo aquello, pero les venía bien: cual insectos en proceso de infestar una casa, se movieron entre las sombras buscando ascensores o maneras más rápidas de subir. Avistaron centenares de trabajadores haciendo sus faenas en la distancia, pero aquello era tan grande que ni mil personas podrían haberse quejado de que se hallaban apretadas allí dentro, así que pasaron desapercibidos.

            Telémacus señaló unos vehículos que estaban aparcados en el nivel inferior, en unos módulos sin techo que vistos desde arriba parecían cajas de juguetes. Había camiones aeroflotadores, barcazas y esquifes. Y muchos pequeños vehículos con ruedas preparados para sortear toda clase de terrenos.

            —Ahí está mi premio —le dijo a Arthemis—. Recuerda el trato: en cuanto acabemos con el drav, me ayudarás a conducir uno de esos camiones antigravedad para llevarlo hasta el poblado.

            —Nunca olvido mis promesas, cazador. No olvides tú las tuyas.

            Unos trenes monorraíl pasaron a poca distancia por debajo de su actual pasarela, cargando mineral bruto en vagones abiertos. Arthemis trazó un signo en el aire y el grupo saltó a uno de estos vagones. El mineral estaba caliente como si ya hubiese sido procesado, y despedía vapores tóxicos. Se aseguraron de llevar puestos sus cascos o sus mascarillas de oxígeno, y se ocultaron entre los vapores hasta que el tren subió a la cima de uno de los sarcófagos nucleares, con su pila de fisión dentro. El mercancías cambió su discreto susurro horizontal por un rugido de ascenso vertical, y llevó a la comitiva muy cerca del tejado.

Por ahora habían tenido suerte, pensó Telémacus: no los habían detectado, pero era cuestión de tiempo que un dron de esos que vigilaban que no hubiera fugas en las tuberías pasara cerca y su ceño mecánico se frunciera.

            Señaló una plataforma en la que confluían varios ascensores. Arthemis asintió, comprendiendo, y se preparó para saltar fuera del monorraíl. Su cuerpo rodó por la plataforma hasta que se detuvo justo al borde de una barandilla, con más de cien metros de caída por debajo. Los demás la imitaron. Al otro lado del humo que ascendía tras aquella baranda, el cartel de advertencia de peligro de una caldera se reía de ellos con el humor abstracto de una ficción intangible.

En ese momento, uno de los ascensores se abrió, y de él salió una persona.

            Era una mujer vestida con un traje de mecánico, con un gran sombrero que se abría hacia los lados como el pileo de una seta, gafas de soldador y una chamarra con los bolsillos llenos de medidores. Cuando salió, lo que se encontró fue a ocho individuos de aspecto siniestro tirados en el suelo, como si se hubiesen lanzado por la ventanilla de un vehículo. Y tenían armas. Muchas armas.

            Fue a abrir la boca para decir algo, pero Telémacus la agarró por la espalda y se la tapó con la mano. La técnico estaba aterrorizada.

            —Sssshhh… no digas nada si quieres vivir. Esto no te concierne.

            —¿Cómo que «si quieres vivir»? —se enfadó Bloush—. Es una testigo. Liquídala y a por el siguiente.

            Los ojos de la mujer se desorbitaron.

            —No. Bastará con noquearla. No hace falta ir matando gratuitamente.

            —Tenemos una misión. Díselo, jefa —se le encaró el mercenario. Su sonrisa incluía unas cuantas encías rojas como coral.

            —Bloush tiene razón —convino Arthemis—. ¿Y si se despierta antes de que terminemos y da la alarma? No podemos arriesgarnos.

            La rehén sacudió negativamente la cabeza, como si les prometiera a todos que iba a ser una buena chica, pero Telémacus no la soltó.

            —No, lo haremos a mi manera —insistió—. Es mi plan, y mis reglas. Dormirá hasta que hayamos terminado. Y no va a…

            El cuerpo de la mujer sufrió una convulsión y se quedó fláccido. Telémacus la dejó en el suelo y miró encolerizado a otra de las Tábanos, una mercenaria con una cresta punk hecha de cuchillos que tenía insertados quirúrgicamente en el cráneo, a modo de espeluznante peinado. Se llamaba Tsunavi, y acababa de lanzarle un dardo envenenado a la técnico. La toxina era de tan rápida actuación que la pobre mujer murió antes siquiera de sentir el pinchazo.

            —¿¡No me has oído, estúpida!? —le imprecó Telémacus, pero Arthemis se interpuso.

            —No hay tiempo. La misión. El cronómetro corre. —Señaló unos drones volantes que se acercaban a su posición. El respeto de sus hombres hacia ella tenía justificación: era difícil cultivar y mantener el hielo profesional sin volverse témpano, y ella podía dar la impresión de ser un iceberg cuando quería. Demasiado terapiada y autosugestionada como para perder el control de sí misma por una simple minucia moral.

            A regañadientes, Telémacus tiró el cuerpo de la mujer a la caldera que tenían debajo y se metió con los demás en el ascensor. Tsunavi le dedicó una mirada de loca y una sonrisa no menos esquizofrénica. Al reír le asomaron los incisivos, que tenía largos y afilados como los de un vampiro.

            Bestias sádicas, estoy tratando con eso, aunque estén provisionalmente en mi bando, se dijo Telémacus. No debo olvidarlo o me apuñalarán por la espalda en cuanto les convenga.

            Pulsaron el piso superior y vieron cómo los niveles iban pasando como sombras en el enrejado. Cuando las puertas se abrieron otra vez, estaban en otro decorado diferente: los pasillos se habían vuelto blancos, y muy limpios comparados con la suciedad de la central energética. Tenían forma de troncopirámide invertida, más ancha por encima que por debajo, y podían verse puertas cerradas cada pocos metros. Unos carteles indicadores con varios colores expresaban el estado de una comunidad en un espacio social de cinco dimensiones: el grado de utilidad, el de peligro, la lealtad, la confianza y la paranoia.

            El grupo avanzó con precaución hasta que empezaron a ver a los primeros habitantes de aquella zona. Más bien se toparon con ellos de frente, un grupo de personas vestidas de blanco cuya charla se cortó en seco cuando vieron sus siluetas reflejadas en las armaduras. Arthemis golpeó a la primera con la culata de su rifle. Un breve estallido de violencia que rápidamente se extinguió acabó con los civiles sin sentido, en el suelo, y con los mercenarios parapetados tras el siguiente recodo. La cazadora miró a Telémacus.

            —Tu plan, tus reglas —dijo—. Guíanos.

            El acceso al tejado del edificio les quedaba cerca. Atisbando a través de un ventanal pudieron ver el panorama que les esperaba si se atrevían a cruzarla: la cima era básicamente una pista de aterrizaje para aeronaves, no en completo desuso pero sí bastante sucia y destartalada. Tenía dos torretas antiaéreas a los lados, operativas, cada una con un artillero sentado en su parte superior, y de un extremo de ella surgía el pináculo que era el palacio del drav Bergkatse. Tal y como Telémacus les había descrito, tenía forma de seta con un techo redondo y amplio en la cima. Una incongruente pero armónica arboleda había sido plantada en su base, como si un poco de vida verde pudiera disimular tanta fealdad industrial; unos setos de boj distraían la mirada, planteándole al observador un enigma en forma de laberinto.

También había una grúa muy grande, multípoda, enganchada a la azotea por un lado. Era un monstruo con un largo brazo articulado destinado a elevar mercancías de las ciudades y meterla por unas compuertas que ahora estaba cerradas. Lo más curioso de ella era su sistema motriz de patas de araña: aquella cosa tenía movimiento autónomo, por lo que podía patearse cualquier zona de aquel tejado sin tener que mantenerse encadenada a unos raíles.

Pero eso no fue lo que más llamó su atención, sino los guardias.

            Había al menos una docena de soldados armados custodiando la entrada a la torre, vestidos con el rojo ceremonial del Kon-glomerado. Portaban lanzas de energía capaces de disparar descargas láser por la culetera, y de envolver en una funda chisporroteante la hoja del otro extremo para que pudiera cortar el acero. No eran enemigos fáciles. Pero lo que realmente le preocupó a Telémacus fue el droide asesino: un vestigio de la tecnología de los antiguos que andaba sobre cuatro patas y que parecía un centauro cromado, con un torso del que surgían varios montantes de armas y una cabeza que no era más que una antena llena de sensores en constante alerta.

            —Mierda —susurró—. En cuanto abramos la puerta la hemos jodido. —Arthemis reparó en su movimiento cuando se apoyó contra la pared: no era la gracia estudiada de un asesino a sueldo, sino el pragmatismo de un hombre que sabía que tenía que volver a casa, porque había gente esperándolo.

            —¿Alguna idea, grandullón?

            —Sí. Vosotros esperadme aquí, voy a intentar apoderarme de una de esas torretas antiaéreas. Saldré por una ventana del piso inferior y treparé por la fachada. En cuanto me veáis subir a esa maldita torreta y deshacerme del artillero, salid ahí fuera y golpeadles con todo lo que tengáis.

            —¿Eso no disparará las alarmas del palacio?

            —En efecto —asintió—, pero no les daremos tiempo a organizarse. Una vez me haya posicionado desataré tal caos que hasta nos vendrá bien para pasar desapercibidos. —Evaluó el material del que estaba hecho el palacio del drav: cemento rajado, zinc corrugado, elastometal. Sí, podría causarle un buen daño solo con aquel antiaéreo.

            Arthemis no arriesgó opiniones. Lo que dijo fue:

            —Estás más loco de lo que yo creía, Telémacus. Pero creo que eso nos viene bien.

            —¡Y eso lo dice la que es por méritos propios la parte testicular del equipo! Tus sicarios lo están más que yo, créeme. Sígueme la corriente y te llevaré de regreso a la base con tiempo suficiente como para que te prepares un baño caliente con conchas aromáticas y jabón masajeador.

            Arthemis se quedó mirándolo un instante, azorada ante ese íntimo conocimiento de sus necesidades. Luego, lo vio marcharse para bajar un piso y salir por una ventana inferior. Ese deshielo calculado era algo que él sabía usar para ganarse la confianza de otros, aunque nunca llegaba a ser tan transparente como para enseñar sus colores políticos o su blandura moral. «Sí, desde luego que es mi clase de loco —pensó—. Lástima que ya esté casado. Aunque… todo puede arreglarse».

            Telémacus se alejó corriendo del grupo y descendió un nivel. Pasó por una zona de obras donde unos operarios mecánicos estaban distraídos disolviendo el acero viejo y dejando en su lugar la nanoobra pura. Un ábside derramaba franjas de luz de neón en medio de un silencio de catedral. Juzgó que ese era un buen lugar para salir al exterior, y atravesó una ventana. Los esqueletos llenos de cables ópticos, el enrejado metaorgánico y las guías de campo resultaron ser estupendos escalones sobre los que apoyarse. Los obreros robot protestaron, pero el cazador los ignoró y, apoyándose en las cabezas de algunos, llegó hasta la parte de la fachada que doblaba en una enorme esquina. A partir de ahí, fue escalando por sus propios medios hasta que se situó debajo de donde creía —si sus cálculos no estaban equivocados— que estaría la torreta antiaérea.

            Miró hacia abajo y vio la fachada del titánico edificio cayendo a plomo cien metros, con las ruedas oruga aplastando el terreno entre nubes de polvo. Siempre sentía una conmoción cuando pasaba de aquella vista acrofóbica a los panoramas llenos de líneas que se perdían en la distancia. Se permitió el miedo imprescindible pero no más, y se concentró en lo que tenía encima. Tenía un proyecto desde hacía años para fabricarse una especie de mochila cohete que acoplarle a la armadura, pero la cosa iba para largo, y nunca había tenido tiempo de conseguir los materiales. En momentos como aquel le parecía una excelente idea.

            Disparó el cable con gancho al extremo que sobresalía de la torreta. Recogiéndolo, confió al cabrestante su propio peso para que lo elevara hasta allá arriba. El aparato, aunque se quejó, cumplió con su tarea. Telémacus parecía una araña que se arrastraba en silencio por la parte de atrás de la torreta mientras los guardias y el droide asesino proseguían con sus paseos rutinarios por la azotea. El droide no le había detectado con sus sensores porque en todo momento había pegado su cuerpo a la masa de la torre.

            Telémacus se metió con un movimiento veloz en el compartimento del artillero, y cuando este se dio cuenta de que algo raro pasaba, le atravesó el cuello con el fino haz láser que había usado para reventar la cerradura. Lanzó hacia atrás el cuerpo para que cayera al vacío, y ocupó su lugar a los mandos del cañón.

Bien, ya estaba hecho. Ahora, ellos dos, Telémacus y Arthemis —no los ella y él individuales, sino las totalidades etnológicas, el bloque de los dravitas y el de los libertarios, el de los soldados comprometidos con una causa y el de aquellos que ya no creían en nada— se habían convertido en una amenaza a tener en cuenta. Ya solo quedaba moverse muy rápido, y rezar.

            La fiesta estaba a punto de empezar.