PRÓLOGO 1.1 EL PESCADOR: TELÉMACUS | 1.2. EL PESCADOR: ARTHEMIS | 2.1 ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: TELÉMACUS | 2.2. ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: ARTHEMIS | 3.1. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: LÍANFAL | 3.2. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: ARTHEMIS | 4.1. ASALTO A LA FORTALEZA: TELÉMACUS | 5.1. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 5.2. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 6.1. CAMIONES: LÍANFAL 6.2. CAMIONES: VELDRAM | ITERLUDIO. LA CANCIÓN DEL ILENCIO | 7.1. EL YERMO: ARTHEMIS | 7.2. EL YERMO: LOGUS

Los humanos eran una especie muy rara. Le resultaba increíble cómo podían dejarse llevar por sus emociones antes que por razonamientos lógicos. Él, que había querido experimentar esa misma sensación de inestabilidad mental para saber qué se sentía, necesitaba la ayuda de un órgano de ánimos que indujera artificialmente las emociones. Si a eso se añadía un estimulante talámico para redondear la pirueta química, ¡aleluya!, ya estaba un paso más cerca de poder ver el mundo como lo veían aquellos primates sin pelo.

            Ningún idor recordaba su anterior existencia de ser humano, antes de ser mutado por el Metacampo. De eso, él era plenamente consciente. Era como si junto con el cambio le hubiesen borrado no solo su memoria personal sino también la memoria genética. Lo que le había regalado el poder mnémico era la posibilidad de observar la humanidad desde fuera y emitir juicios imparciales sobre ella. Gracias a ese poder era capaz de observar virtudes y defectos de los que —de eso estaba seguro— ni siquiera los humanos eran conscientes.

            Para empezar, su instinto gregario los volvía más fuertes a un nivel grupal pero más débiles en el individual. Estaba claro que poseían inteligencia avanzada, no eran rumiantes que se limitaran a ir de aquí para allá con la cabeza gacha, alerta ante cualquier indicio de avena. Sus ojos revelaban perspicacia y conciencia de todo lo que tenía importancia, y esa información era transmitida a un centro de procesamiento que había sido entrenado por la evolución para saber qué hacer con ella. Pero entonces, ¿cómo era posible que algo tan intangible y difuso como el amor, esa emoción que ellos aún no habían logrado erradicar, se interpusiera tanto en sus decisiones? Observó a Telémacus, cómo hacía todos sus gestos: cómo abrazaba a su hijo, que se había arriesgado estúpidamente para salvar a su padre con el camión. Y a su esposa, que había aceptado acompañarlo a este éxodo suicida a través del desierto. Había un factor de caos que no comprendía en todo aquello. Nadie debía olvidar que los humanos participaban de lo absurdo en igual medida que de lo milagroso. Jamás debían exaltarse ni ensoberbecerse por ello, pues, ¿acaso no era cierto que los seres vivos constituían siempre el mejor telón de fondo para sí mismos?

           Ni siquiera el dravismo, a medida que se desarrollaba en torno a la veneración de los dravs hasta constituir una teología completa, hacía que el concepto de los que se quieren, de los amantes, tuviera una definición cerrada. Telémacus estaba en lo cierto cuando hablaba de arriesgarse él para mantener a salvo a su familia, pero Logus comprendió que estar en lo cierto no tenía mucho que ver con ganarse el aprecio de una mujer.

            Logus decidió archivar esas dudas ontológicas para más tarde y entró en el edificio hasta llegar a la habitación del falso suelo de esporas. Desvió su visión hacia una banda de radiación más cómoda y pudo ver a Tsunavi y su jefa, que estaban terminando de liquidar o de asustar a lo que quedase allí que fuera capaz de andar sobre dos patas, para que los colonos pudieran hacer su expolio de cualquier objeto útil. Se acercó a la cazadora.

            —Usted es Arthemis, ¿verdad?

            —Yo no tengo la culpa. —Logus advirtió que el tono de su voz era curiosamente despiadado.

            —Eh… claro. Vengo a decirle que me asombró su actuación durante la pelea. Y que lamento lo de su subordinado, Bloush.

            —Bloush era un imbécil, se merecía lo que le pasó —respondió, ahuecándose el cabello que le brotaba por detrás del casco—. Demasiada testosterona y poco cerebro para gestionarla.

            —¿No le apena que haya muerto?

            —En cierto modo, lo lamento porque hemos perdido una buena pistola. Pero no te confundas: no éramos amigos, ni siquiera me caía bien. Simplemente trabajábamos juntos por conveniencia.

            —Oh… —Fue un oh de compromiso, pero también de «qué raros son los humanos: me ratifico». Se contradecían, actuaban mal… Una abundancia de polisilábicas nulidades.

            Telémacus entró en la sala.

           —Nos vamos en quince. Daos prisa —dijo a los que estaban allí. Tsunavi le dio una patada a algo, en el suelo, y varias planchas cayeron hacia abajo. Todos se apartaron por si el agujero se agrandaba demasiado, pero se quedó en una oquedad de solo un par de metros.

           —Creo que acabo de encontrar algo que llevaba muuucho tiempo cerrado —dijo la mercenaria. Todos se acercaron a mirar: sí, parecía haber un espacio oculto allí abajo. Los haces de las linternas taladraron caminos polvorientos hasta un objeto grande que reposaba allá abajo, en la penumbra.

           —Parece una nave biplaza muy vieja —murmuró Telémacus al ver aquella chatarra.

           —¡Espera, espera, espera! ¡Hip! —exclamó Arthemis. (¿Era un hipido?)

           —¿Qué ocurre?

           —Recuerda nuestro trato, hombretón: accedí a acompañarte a este loco viaje a cambio de tener preferencia en el reparto de cuanta antigua tecno encontrásemos. Y esto sin duda encaja en esa definición. Yo bajaré primero.

           Telémacus se encogió de hombros.

           —Está bien.

           —Decidiré si me gusta para quedármelo o no, y te daré un decibelio de ventaja si quieres gritarme. Piensa en la respuesta, dóblala y divídela por dos.

           —Mi respuesta es… de acuerdo. —Sonaba normal… su habitual yo argumentativo—. Debo confiar en tu criterio como guerrera veterana. Eres una chica lista.

           —Tan lista que ya estoy buscando otro trabajo.

           Arthemis y Tsunavi se guiñaron un ojo mutuamente y bajaron de un salto. El espacio allí era tenebroso, una oscuridad apelmazada por el peso de los siglos. Se notaba que este santuario no había sido descubierto por ningún buscador de tecno, hasta ahora. Eso lo convertía automáticamente en un tesoro, aunque luego no hubiera nada útil que rapiñar entre los restos.

           Las mujeres fueron con cuidado, apuntando con sus armas en todas direcciones por si había algún depredador oculto. Y sí que lo había, un insectorraptor que saltó desde las sombras. Sin embargo, las dos estaban prevenidas, y le volaron la cabeza de un disparo cuando no había recorrido ni media habitación. Su sangre las bañó con una pulverización de rubíes.

           —Joder, esto mancha —protestó Tsunavi.

           Se acercaron a la nave. Era un transporte biplaza con una cabina en forma de burbuja de plástico que asomaba tanto por encima como por debajo del vehículo, a la que rodeaba un fuselaje con forma de lágrima. No tenía el perfil agresivo de un caza de combate, por lo que dedujeron que se trataba de alguna lanzadera personal que acabó allí abajo tras estrellarse, bien porque la derribaron, bien por un fallo en los motores. Dentro de la cabina había dos esqueletos medio fosilizados, recubiertos por una excrecencia de hongos.

           —Menuda chatarra —se quejó Arthemis. Aun así, registró a fondo la cabina, el compartimento de carga y la zona de los motores, por si hubiera alguna célula de potencia que aún funcionara. Con dificultad, su compañera y ella extrajeron de uno de los impulsores gemelos una batería que parecía en buen estado—. ¡Premio! Si todavía le queda energía a esto, podemos sacar un buen pico en el mercado negro del Kon-glomerado.

           —¿Ya puedo bajar? —preguntó Telémacus desde arriba.

           —¡Aún no! Todavía no he registrado los cadáveres… —El rostro de Arthemis asumió esa expresión que indicaba que cualquiera que no fuera ella misma, en esos momentos estaba siendo excluido del mundo.

           ¿Qué pudo salir mal en el último vuelo de aquella nave? ¿Un enemigo la derribó, o su sapiencial imaginó una cantidad absurda de números primos y eso le creó una psicosis? Para una computadora, los números aleatorios eran el equivalente al libre albedrío para los humanos, pero si los números se volvían demasiado aleatorios —esto era algo que los dravs les habían repetido miles de veces—, se convertían en una enfermedad mental. Y las máquinas enloquecían. Ese era el rasgo que más las hermanaba con los seres vivos: no que pudiera pensar, sino que podían enloquecer.

           —A lo mejor su girocompás se volvió loco —caviló Arthemis—, y calculó mal la rotación del planeta. Su velocidad. Y se estrellaron aquí.

           —O a lo mejor los dioses se enfadaron con todos los pájaros que volaban por sus cielos, y les ordenaron aterrizar —sonrió Tsunavi. Se metió en la carlinga, apartó sin delicadeza los esqueletos y vio que uno de ellos estaba sentado sobre algo duro—. Aquí… Esto.

           Sacó el objeto. Parecía un instrumento musical, una especie de cítara, solo que su caja de resonancia era extraña, sin una lógica interna para el flujo del aire. Sin embargo, sus cuerdas todavía estaban tensas, y parecía ser capaz de producir música bajo unos dedos hábiles. Se la enseñó a su jefa.

           —¿Y esta mierda?

            El hallazgo sorprendió a Arthemis con la boca abierta, y empujó las palabras de vuelta a su garganta. Lo cogió. No parecía ser un objeto valioso, ni siquiera por su artesanía, pero allí estaba. Y era lo único que se podía rescatar aparte de la célula de energía. Se lo tiró a las manos a Telémacus.

           —¡Mira a ver si le sacas algún rendimiento a eso, artista! Así al menos nos alegrarás las noches con unas baladas.

           En cuanto las tuvo en las manos, Telémacus sintió ganas de pulsar aquellas cuerdas, de tocar el instrumento, aunque lo único que saliese fuera ruido. Podía ser una forma de establecer un vínculo con aquella gente de otra época que sin duda llevaba más de un siglo muerta. Una manera de decir gracias por haberles traspasado ese pedazo de su historia. Ese trocito de cultura.

           Pero ahora no. Ya llevaban demasiado tiempo allí, lo cual resultaba peligroso. Tenían que poner en marcha el convoy.

           —¡Arthemis!

           —Ahora mismo no estoy en casa. Deja tu mensaje.

           —Nos vamos en diez, así que date prisa en registrar ese cementerio. Voy poniendo en marcha los camiones.

           (Dijo confiar en el criterio de ella como aventurera veterana. Ustedes lo oyeron). Se marchó sin darle tiempo a replicar y se encontró con Logus en el camino de vuelta. El alienígena miró el instrumento con el interés de un citarista.

           —Vaya, buen botín, señor mercenario.

           —Gracias, aunque hay gente ahí atrás que no opina lo mismo. Súbete al camión en el que quieras viajar porque nos vamos.

           El idor hizo girar más rápido sus órganos.

           —¿Nos internaremos más en el desierto? ¿Vamos en busca de lo desconocido? Quizá un poco de indívigo les vendría bien a estos guerreros, para que se mantengan despiertos.

           —¿Qué…?

           —Lo conoces por el nombre de su alcaloide: dietilamida. A los humanos os sienta bien, aunque no hay que abusar de ella.

           —Yo no lo habría expresado mejor, colega.

           —Sí que hay una forma mejor de expresarlo, señor Telémacus: una afirmación fundamentada en las tres declaraciones básicas de la semántica es que poner en riesgo la vida de uno, y de paso las de terceros, no tiene por qué considerarse un hecho demostrado, sino que existe por sí mismo desde que uno hace la proposición conveniente. La estupidez se demuestra a sí misma, invalidándose, igual que la valentía… y que el… el… eh…

           El mercenario se quedó un segundo callado, mirándolo, y Logus carraspeó.

           —Ejem. En el fondo es lo mismo que decir «¡Pisa el acelerador, colega!».

           —Así me gusta —sonrió Telémacus.

           Salieron fuera y dieron la orden. Minutos después, una vez cargados todos los sacos de grasa saturada de agua que pudieron extraerle a la madre insectoide, y con toda la tribu subida encima, los camiones volvieron a rugir. La caravana se dirigió hacia las dunas distantes, mirando cada pocos minutos hacia atrás por si algo aparecía en el horizonte.

           No sabían lo cerca que estaban sus temores de la verdad.

PADRE ADDAR

El Intérprete de los Muertos dejó el palacio móvil de Bergkatse y viajó en aerodeslizador hasta la ciudad de Múnegha, una de las capitales gemelas del Kon-glomerado. Una ciudad que había sido edificada justo allí no por lo que sus habitantes creían, sino para ocultar algo: posiblemente el mayor secreto que había en aquellos días en Enómena.

            Llegó hasta el centro de la ciudad, entró en la fortaleza más protegida con la que contaba su ejército y descendió a las bóvedas subterráneas más profundas, a través de una serie de ascensores que bajaban más y más hacia lo profundo del planeta, a un antiguo búnker que solo cuatro seres en el mundo sabían que existía. Y de ellos, uno acababa de morir achicharrado bajo el lanzallamas de una mercenaria.

            Al atravesar el último control, un mortífero pasillo flaqueado por cañones automáticos, se paró frente a una puerta tan inmensa que parecía una fuerza de la naturaleza. Introdujo un código en un panel —uno que no ofrecía segundas oportunidades, por lo que si cometía un error en algo de los dígitos las armas vaporizarían su cuerpo al instante—, y unos retumbantes servomecanismos actuaron tras las paredes. La puerta se arrastró sobre sus guías como una cansada mole, y el tesoro mejor guardado de todos los imperios guerreros de Enómena quedó expuesto ante él.

            Los hecatonquiros eran columnas de dos metros de altura alineadas dentro de un gran cubo de piedra negra con fisuras que dejaban ver su interior. De los diez originales, solo dos quedaban en funcionamiento; Addar lo sabía porque los otros eran simples torres de deuterio inertes, muertas, mientras que los dos que aún «vivían» vibraban de un modo que no había palabras en su idioma para describir. Era como si la extraña energía contenida en ellos los hiciera existir en varios planos de realidad superpuestos, coincidentes, y un observador pudiera verlos chocando unos contra otros. El efecto era el de una materia que no parecía sólida, sino que se desintegraba y volvía a reconstruirse muchas veces por segundo, de ahí el parpadeo.

            Padre Addar no tenía ni idea de qué era aquella monstruosidad, ni de cómo funcionaba. Quizás Logus, de haber estado presente, podría haber iluminado las tinieblas de su ignorancia con algún dato crudo, como que en efecto aquellos ¿robots, androides, hiperdroides…?, tenían un porcentaje de deuterio en su organismo. Y este había que fabricarlo artificialmente, pues en la naturaleza esa clase de isótopos no nacieron en el alba de los tiempos, y no se podía llegar a ellos mediante procesos naturales. Otra de las maravillas del Imperio Gestáltico fue su capacidad para fabricar xenomateria de alto nivel, dedicando parte de ella a su industria militar.

Pero estas cosas Addar jamás sería capaz de entenderlas. Ni siquiera se molestaría en intentarlo.

            Miró a los hecatonquiros con el asombro reverencial de quien contempla dioses, o bien sus obras directas. Pero aquello no era magia, sino tecnología extrema procedente de otra época. Por enésima vez intentó imaginarse a las personas que poseían conocimientos para hacer algo así, y cómo sería su civilización… y por enésima vez fracasó.

            Se acercó a una consola e introdujo en una ranura la llave de iridio. Una cifra en la pantalla fue cambiando mientras una abscisa brillante descendía en la rejilla. Eso activó a uno de los hecatonquiros, que adoptó una forma vagamente humana —sin dejar de temblar estocásticamente— y salió de la caja. El monstruo se quedó allí, mirando a su amo. Esperando órdenes.

            Addar miró a la monstruosidad y tragó saliva. Le mostró una imagen tomada durante el ataque a la fortaleza móvil en la que se veía a Telémacus y a los demás Tábanos.

            —Tus presas. Ya sabes lo que tienes que hacer. Aprende de ellas todo lo que puedas… y mátalas.

            El monstruo se giró y empezó a caminar. Y atravesó la pared, fluyendo a través de sus átomos como un fantasma. Addar se encomendó a sus dioses, y rezó por el alma de aquellos pobres mercenarios. No sabían lo que se les venía encima.