PRÓLOGO 1.1 EL PESCADOR: TELÉMACUS | 1.2. EL PESCADOR: ARTHEMIS | 2.1 ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: TELÉMACUS | 2.2. ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: ARTHEMIS | 3.1. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: LÍANFAL | 3.2. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: ARTHEMIS | 4.1. ASALTO A LA FORTALEZA: TELÉMACUS | 5.1. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 5.2. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 6.1. CAMIONES: LÍANFAL 6.2. CAMIONES: VELDRAM | ITERLUDIO. LA CANCIÓN DEL SILENCIO | 7.1. EL YERMO: ARTHEMIS | 7.2. EL YERMO: LOGUS | 8.1. PERSECUCIÓN: VELDRAM | 8.2. PERSECUCIÓN: ARTHEMIS |8.3. PERSECUCIÓN: TELÉMACUS | 9. LO QUE HAY EN LAS PROFUNDIDADES DEL MUNDO: SERENAY | 10. UNA PAUSA PARA TOMAR ALIENTO | 11. EN LAS ESTEPAS DE FUEGO | 12. ENCUENTRO EN OFIUCHI | 13. UNA SIMPLE CUESTIÓN DE COSTES Y BENEFICIOS | 14. EL CEMENTERIO

TELÉMACUS

Las botas de la armadura de Telémacus se quejaban, ik, ik, ik, ik, mientras caminaba sobre un paisaje de polvo y arena y bajo otro de lunas elevadas y débiles. Sería un viaje de días o incluso semanas hasta la estación Ofiuchi, hasta ver si Vala había conseguido llegar. Un viaje de seis sentidos, de seis calamidades. Telémacus sentía su cuerpo arrastrarse sobre pasos infinitesimales, insuficientes para enfrentar la distancia que tenía por delante, a través del caos de un mundo que se parecía demasiado a sí mismo.

            Dejó una estela de mar de huellas de pies humanos. De vez en cuando llovía, pero la lluvia estaba tan sucia que parecía ceniza derretida. Tal vez el cansancio le estuviera jugando malas pasadas, pues a pesar del calor exterior sentía cristalizarse su aliento dentro del casco —que no se había quitado porque la armadura tenía control climático, y era preferible llevarla puesta a morir de insolación si dejaba expuesta la cabeza—. Las vaharadas de aliento se congelaban con suaves crujidos, cada tosido una ventisca, cada respiración una isobara.

            Después de caminar varias horas llegó a una zona donde el monótono paisaje dejaba paso a una serie de colinas con forma de pezones gigantes rematados por cimas redondeadas. Un traje hecho de diferentes eras geológicas las decoraba con franjas de bellos colores, estrías anaranjadas y amarillas que parecían tan irreales como si alguien las hubiese pintado a mano. Se juntaban en el horizonte con aquel cielo estriado por opresivas y lodosas nubes.

            Decidió trepar hasta la colina más alta, para desde allí otear en la distancia a ver cuánta distancia había recorrido desde el barranco ardiente y cuánto le quedaba para llegar al Hilo. O hasta el siguiente accidente geológico de importancia que rompiera la monotonía del desierto. La cara norte de las colinas tenía rebordes acuchillados y cornisas fantásticas que casi parecían escaleras, así que las usó para llegar arriba como si subiera peldaños. Cuando estuvo sobre el pezón gigante, miró a lo lejos y se asombró.

            En el valle que dejaban entre sí las colinas había un cementerio. O eso parecía, visto desde la distancia, aunque no tan perturbador ni tan cianótico. Lo cierto era que lo que parecían tumbas dispuestas desordenadamente en la arena, si uno se fijaba bien, no tenían forma de lápidas, sino de objetos que sobresalían de las dunas como espinas de óxido en un metal mojado. Había muchos de estos objetos, varios centenares; se parecía a un mar alborotado por la tormenta del que surgieran los mástiles de barcos hundidos.

            Rodear el valle le habría llevado demasiado tiempo, y aunque los taelon le habían recargado los sistemas energéticos y de soporte vital de la armadura, y le habían dado comida y bebida comprimidas para el viaje, prefería no andar gastando más fuerzas de las necesarias. Así que bajó de la colina y empezó a cruzarlo en línea recta.

            Se sentía raro. Mientras caminaba se entretenía intentando conversar con esa otra presencia, el Id. No podía dirigirse a él con ojos imaginarios, pues no tenía forma. La manera en que se dejaba notar también era rara, pues más que una voz o una sombra, Telémacus sabía que el ente estaba allí gracias a una sensación incómoda, como cuando sientes que tienes a alguien justo detrás de ti, con los ojos clavados en tu nuca, pero no puedes verlo. Esa percepción esotérica, esa certeza intuitiva de la cercanía de otra persona a la que ni siquiera ves, era el Id.

            El ser no era muy hablador, o no utilizaba el lenguaje normal para comunicarse. Eran más bien… ideas sugeridas, susurradas; intuiciones sobre las cosas que el hombre sabía que no eran suyas, por más que procedieran de su cráneo. La voz del Id era una noche en calma, una quietud propia del tiempo en el que comenzaron a formarse las estrellas. Telémacus oía susurros mezclados con ese silencio, algo que no es posible entender sin haber comprendido el sentido de la palabra «nuncanidad».

            Se preguntó qué extraños poderes le concedería. ¿Telequinesia? Varias veces intentó concentrarse en levantar con la mente algún objeto pequeño, un grano de arena o una piedrecita, y no le salió. ¿Telepatía? No había nadie en cientos de kilómetros a la redonda para captar sus pensamientos, así que ni lo intentó. Cuando llegase el momento, el Id revelaría la auténtica naturaleza de su unión. Era lo que Serenay le había prometido. Tal vez, al haber sido el fantasma que embrujaba el sistema sensorial de un árbol, estuviese habituado a hacer las cosas muy despacio.

            —A lo mejor solo tienes el poder de volverme verde como la clorofila. Si es así, hazlo rápido que quiero empezar a beber luz de sol —bromeó, pero hasta a él le pareció un chiste tonto.

            Sus pasos acabaron llevándolo hasta donde surgían las primeras «lápidas». Fue entonces cuando la chispa de inquietud prendió en su pecho, porque se dio cuenta de que eran miembros amputados de robots, quizá los restos de una cruenta batalla mecánica que tuvo lugar allí eras atrás, que de vez en cuando el viento sumergía y hacía emerger luego de la arena en un curioso barajeo de mareas. Telémacus recordó cuentos de taberna que afirmaban sin pudor que un insomne espíritu poseía aquellas máquinas, y las hacía despertar cuando sentían cerca la presencia de un ser vivo, estado de la existencia hacia el que no albergaban simpatía. Los llamaban «Mek-nificientes», y se decía que luchaban con furia hidráulica y electrónica. Eran cuentos de terror para niños, y algunos se le antojaban maquinistas, otros maquinales, algunos maquinarios, y los más arriesgados, maquinientes. Lo único que estaba claro era que el paisaje asustaba un poco.

            Junto a los pedazos oxidados de robots había otros objetos interesantes: los más grandes, restos de cápsulas unipersonales de desembarco, como los que había oído que se usaban en las antiguas guerras. Había dibujos en los libros de antaño que detallaban hileras con centenares de estas cápsulas colgando de cables en las bodegas de naves espaciales, justo por detrás del escudo ablativo. Cuando las naves hacían «suicads» —caídas suicidas— hacia la atmósfera y el escudo se ponía al rojo, las planchas se abrían y los cables soltaban aquellos enjambres de cápsulas, cada una con un hombre asustado dentro.

            Se acercó a una. Parecía el fósil de un huevo de dinosaurio que nunca se hubiese abierto antes de la petrificación. Miró en su interior y descubrió algo: un esqueleto vestido con los harapos de un traje de combate, con la insignia de algún ejército ya olvidado. Usando la musculatura reforzada de molibdeno de su armadura, arrancó la puerta de cuajo y examinó el interior. Sí, sin duda era un ataúd para infantería de salto-alto.

           Había un botiquín —no se arriesgó a cogerlo: toda su química estaría tan pasada que sería letal… aunque, pensándolo bien, quizás pudiera servirle como arma química. Sí, lo terminó cogiendo—; una radio que se había hecho trizas durante el aterrizaje; unas cuantas granadas de antiheurística, ya inservibles —eran emisores de interferencia que los soldados lanzaban como granadas en medio de una zona poblada por robots. La antiheurística hacía polvo sus razonamientos binarios y los volvía locos—; y un rifle de infantería con una bayoneta de plasma.

            Telémacus descartó el rifle pero se guardó la bayoneta. Un cuchillo le vendría bien, y no solo para autodefensa, sino para hacer cosas útiles. Le hizo un gesto con la mano al cadáver, deseándole suerte en su viaje, y continuó atravesando el valle.

            El siguiente detalle que llamó su atención fueron los agujeros.

            Eran excavaciones muy recientes, lo intuyó porque el viento aún no había tenido tiempo de esparcir los montones de tierra que había junto a cada hoyo. Parecían haber sido hechos por un hombre con una pala, para desenterrar algo. ¿Cadáveres cibernéticos? ¿Un saqueador de tumbas tecnológico? Podría ser… Aquello le dio mala espina, pues le hizo pensar en los carroñeros del desierto, unas tribus enloquecidas que solo pensaban en fornicar con cualquier hombre, mujer o bestia que no llevara más de un mes muerta, además de rapiñar los cementerios de metal. Los llamaban bedduks.

            ¿Quién sería el responsable de los agujeros, y qué se habría llevado? Por si acaso, decidió caminar más rápido y no quitarle ojo a las colinas. Quién sabía qué clase de seres podrían estar espiando desde allá arriba…

            El latigazo del viento sobre la tela fue lo que delató la presencia de la tienda de campaña. Era un bulto rechoncho y negro adosado a la ladera de una colina, cuyas paredes flameaban como si ardieran bajo el viento. No había banderas ni insignias ni el menor rastro de actividad humana. Telémacus se echó al suelo y activó la función de zoom de su casco, para que le sirviera de prismáticos: no, no parecía un enclave bedduk. Aquellos desgraciados siempre iban en manada y dejaban sus vehículos aparcados en hileras. Pero entonces, ¿quién?

            Se acercó con cuidado, bayoneta en mano. A medida que giraba en torno a la tienda, vio que tras ella aparecía una especie de espantapájaros sujeto a un poste de metal. Sus formas eran humanas, pero estaba construido con pedazos de robots. En el suelo, a sus pies, había una especie de saco que se movía lentamente, como si hubiese un ser vivo encerrado dentro. Eso le dio aún más mala espina.

            Más que un espantapájaros aquello parecía una estatua religiosa. La pose del muñeco clavado al poste tenía algo de mesiánico. Otros adornos que había a su alrededor apuntalaban esa sospecha. Incluso el techo de la tienda estaba tendido a dos aguas alrededor de un poste central, como manos en oración.

Alguien se había montado el icono de algún dios extraño y lo que hubiese en el saco podría ser la ofrenda. Se temió lo peor.

            Acercándose con extremo cuidado, sin perder de vista la abertura de la tienda, se acuclilló junto al saco. Se movía lentamente, como si hubiera un animal pequeño dentro. El orificio estaba cerrado con una cuerda. La cortó con la bayoneta y miró en su interior.

            Al principio se quedó confuso: no era un animal lo que se movía, sino unos servos mecánicos que parecían los actuadores de una pierna o de un brazo biónico. Estaban colocados alrededor de una caja llena de circuitos que podría haber sido una radio que tratara de provocarse una chispa a sí misma, para encenderse y aullar himnos celestiales por doquier. Un sonido muy leve surgía de allí, quejidos y chirridos en un lenguaje que, comparado con el de los humanos, parecía ruido de piedras en una lata. Un niño que respondiera con un llanto al eco de su propio llanto.

            Entonces supo lo que era, y las cejas salieron repelidas de sus párpados. Intentó huir, pero no tuvo tiempo: aquel artefacto era una bomba de concusión, una mina atontadora basada en el sonido. Y él la había activado por proximidad.

            Lo último que supo antes de perder el sentido fue que una onda de energía pintaba el mundo de blanco, y hacía que su cuerpo rebotara como una peonza dentro de la armadura. Puntos oscuros a lo largo de un campo de nieve pálida. Un muro supersónico que lo abofeteó con una mano gigante, llevando su cuerpo en una dirección y su mente en otra: al primero a caer en uno de los agujeros que había a su espalda, y a la segunda hacia el olvido.

            —Oh, glorioso es el Señor, loor, loor, luz que está en los cielos, voz que se escucha en la misericordia… ta-dum, ta-ta-dum, tadúm…

            La mente de Telémacus se arrastró cruzando los dos metros de pura jalea de una cama imaginaria hasta el extremo contrario, por donde la sábana caía hasta el suelo. Ese movimiento ficticio le sirvió para conectar la oscuridad de la inconsciencia con la semioscuridad del mundo real. Abrió los ojos.

            Alguien estaba cantando una tonadilla con una voz estridente, casi cómica.

            —Oh, sí, él nos salvará, abrirá las puertas del Ojo del Cielo para que pase la caravana de los creyentes… No le cobrará peaje al justo, al cumplidor, al sensato. Cerrará la puerta al pecador, al envilecido, al improductivo…

            Estaba dentro de la tienda de campaña. El sol se derramaba en estrías magmáticas por el suelo, brillando como fotografías sobreexpuestas. Había dos hileras de figuras oscuras en semicírculo, en torno a lo que parecía un altar pagano, saturado de iconografía extraña. Las figuras estaban antinaturalmente quietas, inmóviles, lo que le dio una pista sobre qué eran en realidad: robots, no seres vivos. Estatuas congeladas en una pose de veneración a aquel dios desconocido.

            —Veo que nuestro invitado se ha despertado —dijo la voz. Provenía de una figura que se deslizaba tras los feligreses congelados, atareada en la preparación de la ceremonia—. ¡Felicidades, pecador! Has sido elegido por el gran Espíritu Cromado para protagonizar la liturgia de hoy. ¡Alégrate en el Señor!

            Telémacus esperó que la cabeza se le cayera de encima de los hombros, pero no tuvo esa suerte. Dios, la resaca… como si se hubiera metido entre pecho y espalda diez borracheras. La bomba… ¡la bomba! Un dispositivo de concusión, una trampa para bobos. Y él había picado como un principiante.

            Aún tenía puesta la armadura, pero le habían quitado el casco. Tenía los brazos y las piernas atados fuertemente con un cable a algo que al principio creyó algún tipo de mueble, pero se dio cuenta de que era otro cadáver robótico, grande y voluminoso. Hizo presión con los bíceps, pero no logró aflojar las ataduras. Los sistemas de potencia de la armadura habían sido desactivados. Sin ellos no era más que un traje de cincuenta kilos de acero, difícil de mover.

            Sus ojos se habían adaptado lo suficiente a la penumbra para ver una especie de moto EV que estaba aparcada dentro de la tienda, en la oscuridad. Por eso no la había visto desde fuera. Parecía haber sido adaptada para que la condujera no un humano, sino algo con unas posaderas más… cuadradas.

            —¿Quién eres? —preguntó. Sentía la lengua como un trapo—. ¿Bedduk…?

            —No, esos herejes omnifornicadores no se acercan por aquí. Le tienen un miedo atávico a este valle. Sus espíritus sienten una maligna recapitulación de la exultación de la maldad cada vez que pasan por aquí, pero algo en su folclore de leyendas los espanta. Y doy gracias por ello. Este lugar es un santuario, y como tal, debe permanecer inalterado.

            —¿Santuario dedicado a quién? ¿Quién es usted?

            La sombra se deslizó hacia la luz y Telémacus se sorprendió al ver… a un robot. No era un hombre, como su voz perfectamente sintetizada le había llevado a pensar. Era un modelo que no había visto antes, una pirámide truncada de metro ochenta y base cuadrada que parecía moverse sobre ruedas. La pirámide estaba dividida en tres segmentos que podían pivotar de modo independiente, con estrías que los recorrían de arriba abajo, de modo que cuando esas estrías se alineaban, un único brazo manipulador podía subir y bajar a lo largo de su cuerpo a través de ese canal. La cosa tenía un ojo ciclópeo con el que observaba a su prisionero con un resplandor ambarino.

            —Soy el reverendo Blélox, alto archimogol de la Piedad Sintética Descomprimida. Y hoy voy a ser tu anfitrión en esta epifanía. El destino te ha traído hasta mi santuario, hombre, algo que llevo esperando desde hace mucho. Necesitaba un alma pura que poder usar para el sacrificio.

            A Telémacus solían darle urticaria palabras como «sacrificio» o «reverendo», así que hinchó los músculos de los brazos e intentó liberarse otra vez, pero el robot emitió tres destellos en rápida sucesión y una ola de dolor lo recorrió de la cabeza a los pies. Aquellos cables estaban electrificados, y conectados a la piel desnuda de su cuello por electrodos. Sintió el flujo de la carga iniciarse y expandirse, transformando sus terminaciones nerviosas en pequeñas estrellas.

            —Tch, tch, tch… no hay que ser maleducado —le regañó la máquina—. Si ha sido invitado a un evento tan importante, lo mínimo que puede hacer es mostrar cierto grado de gratitud y colaboración. Intentar escaparse es un acto abiertamente insultante, indigno de un hombre de su talla.

            Telémacus intentó mantenerse inexpresivo a medida que iba recuperando el control tras la brutal descarga. Una incredulidad total era una buena sustituta del desinterés, incluso en su expresivo rostro, así que intentó que su ceño fruncido lo comunicara.

            —Un robot sacerdote… Blélox, ¿no? ¿Quieres explicarme en qué consiste este… eh, «honor»? No te ofendas, pero nunca había oído hablar de tu dios.

            —Pocos seres vivos lo han hecho —dijo la pirámide, dándole la espalda simplemente con hacer que su cono superior, el que tenía el ojo, rotase ciento ochenta grados. Se alejó del hombre y siguió preparando la ceremonia con su único brazo—. A mi dios no le gusta revelarse ante los seres inferiores, los que no tienen circuitería. A mí me envistió como sacerdote un humano, cierto, un profeta llamado Tinker Lofpren. Era mi dueño original, el que me ensambló y me dio vida programática. Él fue el testigo original, la única excepción a la regla. El único sangre caliente que vio al gran Espíritu Cromado y supo compilar su mensaje redentor de unos y ceros… Fue él quien empezó el movimiento, la primera piedra de la iglesia no-oxidable.

            Telémacus intentó que la charla de aquel montón de chatarra chiflado se prolongara lo máximo posible, mientras examinaba el entorno buscando maneras de escapar. Sus ojos se posaron esperanzadamente en la bayoneta, que reposaba sobre una mesita junto a unos quemadores de incienso. Por desgracia, estaba a unos inalcanzables tres metros.

            —¿Fue ese tal Tinker, tu antiguo amo, quien te programó para que sintieras fervor religioso? —Eso, sigue con tu cháchara. Dame cuerda.

            —¡No! —se ofendió la máquina—. Esas líneas de código se escribieron solas en cuanto oí por primera vez el evangelio sintético. Nadie me las alimentó. El código estaba allí, flotando en matrices entre nubes llenas de ángeles, mezclado con las intrincadas polifonías de un salmo. Las sentencias de importación se hilvanaban en el salmo responsorial de aquella oración tan hermosa, con antífonas que brillaban en el leccionario junto a declaraciones de variables de instancia, y que hacían sudar un introito en clave menor dentro de una definición de clase privada. ¡Glorioso!

            »Mi amo se hallaba en un momento muy deprimente de su vida: formaba parte del clero de una religión distinta, pero a esta casi no le quedaban fieles. Los iba perdiendo sin remisión año tras año, pues emigraban hacia otros credos más modernos y sincréticos, y los templos se iban quedando vacíos. ¡Pero entonces lo vio, lo experimentó, tuvo la visión! —La pirámide pareció emocionarse, su ojo emitiendo parpadeos de fervor en 590 nanómetros—. Se hallaba caminando un día entre los callejones de Tájamork, en los barrios más deprimidos de la ciudad, cuando los vio: ¡los fieles que estaba buscando, los que nunca le traicionarían! Un montón de esqueletos de robots oxidados tirados a la basura, abandonados para que se los comiera el óxido y para que las ratas edificaran sus palacios en sus entrañas. Tinker Lofpren los recogió, se los llevó a su iglesia y los sentó en los bancos de los creyentes. ¡Así jamás faltarían fieles en los oficios!

            Telémacus lo miró con sorna. Recordó que para algunas religiones de las que poblaban el submundo de ciudades como Tájamork, la raíz de la palabra «creyente» provenía de la expresión arcaica «kreish», que significaba «ente subyugado». Si se usaba como adjetivo adquiría un tono más siniestro, pues no solo se aplicaba a individuos sino también a instituciones sociales y a grupos étnicos. Esta curiosa falta de distinción entre las aplicaciones generales y específicas de la palabra daba carta blanca a quienes la usaban para extender su imprecisión a muchas áreas, todas relacionadas con la idea de la esclavitud. Esto demostraba que el «kreish» podía aplicarse a un nivel ético, pero también a otro más político.

            —O sea, que ya que no tenía seguidores de su religión, él mismo se los fabricó —dijo Telémacus sin disimular su cinismo—. Muy vanguardista, sí señor. Presumo que si los robots tenéis alma, necesitaréis algún lugar al que transmigrar después de la muerte mediante fibra óptica, ¿no?

            —Permíteme explicarte las consecuencias de esa presunción, vagabundo: sí, lo necesitamos. La religiosidad muchas veces es una actividad enmascarada, más que pública: la gente no se atreve a revelarla por temor a represiones. El barniz de misticismo que los hombres aplicáis a vuestra civilización no es más que un proceso de crecimiento, de separación entre la vida primitiva de los campos y la organizada de las ciudades. Necesitáis reglas para todo, hasta para pautar vuestra esperanza, y ahí es donde entra la religión. Os aporta criterios para mantener controlados vuestros sentimientos, que de otra manera correrían desbocados y peligrosos. El caos y el orden son distintos grados de lo mismo, y construcciones intelectuales como la fe sirven para mantenerlos en su sitio.

            »El maestro Tinker diría que es una metáfora especiosa e inútil, esta de los grados, que solo sirve para ocultar una realidad más noble. Pero nosotros, los robots, basamos nuestra existencia en los algoritmos lógicos mucho más que vosotros, los de sangre caliente. Por eso somos los creyentes perfectos, porque no dudamos nunca. Abrimos una puerta lógica y nos la quedamos, no sentimos flaquear la fe. Comprendemos que no somos más que engranajes dentro de una decisión que fue tomada hace mucho por nuestra deidad: el referéndum entre opuestos.

            —Pero seguís necesitando hacer sacrificios. —El cazador apretó los dientes—. Vuestra religión será todo lo lógica que queráis, pero no habéis prescindido de la parte de la sangre y la ruina para honrar a dioses carniceros.

            El ojo del monstruo volvió a brillar, y otra tormenta de dolor estalló en el cuello del hombre, que lanzó un grito espeluznante. El robot se le acercó rodando: en su mano portaba un cuchillo enfermo de herrumbre, con el que apuntó a su pecho.

            —No nos prejuzgues sin conocernos, porque ese es el peor de todos los pecados posibles. Así lo dijo el bendito Tinker, ¡que su nombre sea honrado por siempre! No se les puede hablar a los pueblos como si fueran una unidad social independiente, hay que llegar al corazón de cada individuo. A cada alma que piensa, siente y sufre. Por eso derramamos sangre, porque es un acto profundo, vinculante, libre de toda posesividad. El terror al sacrificio es la principal arma de cualquier religión: os devuelve al ciclo estro del mamífero inferior, a la sumisión al imperativo mecánico del celo y el hambre.

            Jadeando, Telémacus lo miró con odio y susurró:

            —Pues mátame ya, o te daré acto vinculante del bueno en cuanto me suelte.

            —Proposición harto improbable. Los humanos os dejáis llevar muy a menudo por lo que nosotros, los sintéticos, llamamos «el Dianeva», la fuerza histérica de vuestras pasiones. Tras ellas siempre se oculta una vieja oscuridad, pasiva y anárquica. La fecunda artimaña de la locura, que os lleva a cometer actos impuros, es la quintaesencia de vuestra cualidad mortal.

»En fin, la ceremonia ya está preparada. Basta de filosofar. Debemos empezar antes de que el sol se oculte.

            Se dio la vuelta y lanzó una señal que activó el coro de suplicantes. Sin previo aviso, el interior de la tienda pasó del silencio reverencial a una cacofonía de gritos cibernéticos y sonidos de altavoces estropeados. Telémacus se asustó. La claque de zombis se agitaba con un frenesí eléctrico, enloquecido. El reverendo Blélox, alto archimogol de la Piedad Sintética Descomprimida, se situó frente al altar y cogió un saco en el que debía haber un objeto no mayor que una pelota de baloncesto. Lo puso en el altar y entonó una wifiantífona que sonó a millones de hormigas sacrificándose en una hoguera.

            En su mano llevaba el cuchillo.

            —Oh, glorioso es el Señor, loor, loor, luz que está en los cielos, voz que se escucha en la misericordia —cantó el robot, haciendo que los segmentos rotatorios de su cuerpo girasen sin parar en una parodia de danza maniática—. ¡Ha llegado la ofrenda que esperábamos! ¡La sangre caliente de los no-perfectos al fin ungirá los sacros altares, preparándolos para la veneración de Tu nombre! ¡Posa Tu gran ojo sobre nosotros, y concédenos la revelación de la Verdad Sin Trabas!

            Telémacus se retorció bajo los cables. Con la musculatura inteligente de la armadura desconectada —seguramente un virus que le habría inoculado aquel monstruo— era casi imposible moverla, y menos aún pretender ejercer presión con ella. Tenía que quitársela si quería ganar algo de movilidad, pero con los cables atándolo era imposible.

            Miró la bayoneta y deseó con todas sus fuerzas tenerla más cerca. Por lo más sagrado en lo que alguna vez hubiera creído, ¡necesitaba ayuda! No podía creerse que toda una vida de lucha y sacrificio, y sobre todo de amor por su familia, fuera a desembocar en un final tan anticlimático: sobrevivir a la persecución de los dravitas y a los barrancos de fuego del mundo antiguo… para acabar sacrificado como un pollo por un robot. La tragedia era tan antigua que ya había perdido toda sensación de horror, salvo si estabas en el lado equivocado del puñal. El destino tenía un retorcido sentido del humor.

            Entonces, ocurrió algo que jamás había creído posible.

            La bayoneta tembló y se movió un milímetro hacia el borde de la mesa.

            Al cazador se le desorbitaron los ojos, y solo en ese instante crítico, en ese impasse, pudo darse cuenta de que por debajo de la cacofonía reinante, del permafrost de ruidos del mundo y de la capa aislante del dolor… había una canción. Una música hecha del eco de las esferas celestes, aleteando como alas de mariposa en surtidores de brillante juglaría. Nubes de notas musicales dejándose caer en una última llovizna.

            Era el Id.

            Estaba cantando.

            No podía entender la letra, si es que había alguna. Pero la melodía era lo más hermoso que hubiese escuchado nunca, después del primer llanto que dejó escapar Veldram cuando nació y lo sostuvo entre sus manos. Estaba escrita en el idioma de los sentimientos, y hablaba de una época distinta, increíblemente lejana, en la que hubo una conexión íntima entre todas las cosas y los seres vivos. Una época en que la experiencia acumulada de los sofontes durante millones de años de evolución alcanzó una masa crítica y adquirió conciencia de sí misma. Y el primer pensamiento que tuvo, lo primero que dijo en voz alta… fue una canción.

            Era una sensación como nunca había sentido otra: una callada tensión eléctrica que lo arrastraba dentro de algo, hacia el linde de otra realidad. Un torbellino de imágenes primitivas, sensoriales, atávicas, un caldero llameante y a la vez frío de potencia mnémica. Fuerzas empáticas y preverbales que operaban a un nivel que podía alterar de alguna forma el espacio real.

            Telémacus miró la bayoneta, y le ordenó que se moviera. Y esta, como por ensalmo, saltó volando hasta su mano.

            ¡Telequinesia!, pensó con un arqueo de cejas. ¡Así que esto es lo que se siente!

            Blélox no se había dado cuenta: tenía puestos todos sus sensores en el saco que reposaba en el altar. Lo abrió mientras entonaba sus letanías, y Telémacus vio con espanto que contenía una cabeza humana disecada. El robot hizo un amago de reverencia ante ella, todo lo que su tren de ruedas insuladas le permitió.

            —Oh, gran Tinker, tú que dejaste atrás tu condición mortal para trascender al reino de lo perdurable, de lo no corruptible por el tiempo. Tú que tendiste el puente entre el carbono y el silicio, entre lo vivo y lo sintético… derrama tus bendiciones binarias sobre nosotros, y acepta esta ofrenda de sangre que…

            Enmudeció de repente. Su cono superior había vuelto a rotar para mirar al prisionero, y lo encontró de pie, sin ataduras. Con la bayoneta activada en la mano, resplandeciendo con un leve fulgor carmesí, y una mirada de odio infinito y rabioso. La mirada de un depredador que ardía como el infierno en los ojos de aquel hombre.

            —¡HEREJÍAAAAA…! —chilló el robot, y se lanzó sobre él apartando violentamente las marionetas de la claque. Avanzó entre ellas como una apisonadora, su brazo tendido hacia delante con el puñal apuntando a la garganta del humano.

            Telémacus pensó una orden muy específica que la armadura, conectada todavía a su hipotálamo, leyó. Y le obedeció, abriéndose de un modo explosivo e instantáneo: las grebas de los brazos y las piernas se desprendieron, cayendo al suelo; el torso se abrió y con solo avanzar un paso —los cables se destensaron y le permitieron pasar entre ellos, pues estaban apretados sobre el volumen mayor de la armadura— estuvo fuera del traje. No desnudo, pues llevaba su mono interior ajustado, pero sí desprotegido. No le quedó otra opción, pues la coraza ya no era un castillo protector, sino un traje de cemento que no le dejaba moverse. Se arrancó con ademán furioso los electrodos de la nuca.

           Los ojos se le abrieron como platos cuando vio aquel armario blindado rodando hacia él, golpeando sin piedad a los feligreses y tirándolos con violencia al suelo. Su ojo ciclópeo estaba inflamado de fulgores infernales.

           Telémacus esperó hasta el último segundo, a que el robot hubiese ganado suficiente inercia en su loca embestida como para que le costase girar, y saltó hacia atrás para cubrirse con el cadáver de robot al que había estado atado todo ese tiempo. Blélox lanzó tajos al aire y acabó chocando de frente contra el parapeto del cazador. Ambos, sacerdote y barrera, temblaron con la fuerza del choque y se quedaron pivotando graciosamente. Telémacus salió de detrás del parapeto y, de un certero tajo, amputó el brazo de Blélox con la bayoneta.

           El robot empezó a girar locamente sobre sí mismo, sus segmentos dando vueltas como un molinillo. El cazador no esperó sino que, agarrando la bayoneta con ambas manos para hacer más fuerza, la incrustó en la parte más débil del cuerpo del robot: su ojo. Este se astilló y perdió su brillo.

           —¡Gran Señor del equilibrio cuántico, castiga al malvado que comete herejía! —chilló Blélox, histriónico y descontrolado—. ¡Fulmínalo con tu rayo celestial! ¡Abre tu ojo, abre tu ojo, abre tu ojo…!

           Telémacus no sabía si eso del rayo divino era una metáfora o tenía base real, y sinceramente, no quería quedarse a averiguarlo. Así que pasó por un lado del engendro, llevándose de regalo un golpe casual de su brazo; le dio justo en la entrepierna, lo que reunió cuerpo y alma en un instante doloroso. Pero se repuso enseguida: saltó por encima del altar tirando las ofrendas y los símbolos al suelo, y se subió en la moto EV. Ahora entendía por qué cuando la vio por primera vez no le pareció que su sillín estuviese adaptado para posaderas humanas: seguramente sería el vehículo con el que Blélox se movía por el valle, por lo que le había soldado una especie de sidecar ancho y plano, donde podría subirse y operar el manillar. Telémacus se puso de rodillas dentro del sidecar y encendió el motor: la moto tenía dos prolongaciones con forma de tubo hacia delante, entre las que giraba un disco que en realidad era un colector de energía. Cuando el motor se encendió, el disco empezó a girar a toda velocidad y a llenarse de electricidad y calor, hasta que formó una rueda de llamas infernales. Telémacus pisó el acelerador.

           La moto salió de la tienda con un rugido colérico, como un murciélago escapándose del infierno, mientras esta se desplomaba sobre sí misma. Blélox, totalmente ciego, con la bayoneta clavada en su ojo y su único brazo amputado, no cesaba de lanzar maldiciones por su altavoz mientras daba frenéticas vueltas sobre sí mismo. En una de esas vueltas chocó contra el pilar que mantenía alzada la tienda y toda ella se vino abajo, sepultándolo a él, a sus feligreses y a toda su locura.

           Telémacus miró por el retrovisor mientras se alejaba y vio cómo seguían moviéndose las gruesas telas, distinguiendo siluetas de brazos alzados y cabezas de suplicantes, y un sacerdote que no dejaba de girar enrollándose en la tienda hasta que estuvo atrapado como una momia. Así acababa la religión sádica del dios de silicio, al menos en lo que concernía a esta pequeña secta. Ciego y sin capacidad de manipular el entorno para autorrepararse, seguro que Blélox tendría muchísimo tiempo a partir de ahora para meditar a fondo sobre los riesgos de la santidad.

           Telémacus tampoco es que hubiera salido bien librado. Aquel incidente le había salido muy caro, y lo sabía: había perdido para siempre su armadura, pues el virus inoculado en la IA de la armadura sería muy difícil de purgar, y menos con los escasos medios que tenía él. Tampoco llevaba armas, aunque sí un vehículo cuyo tanque de combustible parecía estar al máximo. Al menos, suspiró, no tendría que seguir buscando a su familia a pie.

           Aceleró rumbo al este, rezando por no tener más encontronazos.