PRÓLOGO | 1.1 EL PESCADOR: TELÉMACUS | 1.2. EL PESCADOR: ARTHEMIS | 2.1 ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: TELÉMACUS | 2.2. ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: ARTHEMIS | 3.1. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: LÍANFAL | 3.2. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: ARTHEMIS | 4.1. ASALTO A LA FORTALEZA: TELÉMACUS | 5.1. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 5.2. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 6.1. CAMIONES: LÍANFAL | 6.2. CAMIONES: VELDRAM | ITERLUDIO. LA CANCIÓN DEL SILENCIO | 7.1. EL YERMO: ARTHEMIS | 7.2. EL YERMO: LOGUS | 8.1. PERSECUCIÓN: VELDRAM | 8.2. PERSECUCIÓN: ARTHEMIS |8.3. PERSECUCIÓN: TELÉMACUS | 9. LO QUE HAY EN LAS PROFUNDIDADES DEL MUNDO: SERENAY | 10. UNA PAUSA PARA TOMAR ALIENTO
Nueve horas pueden pasar muy rápido o arrastrándose a velocidad de tortuga, todo depende de las circunstancias de quien las viva. Lo peor es cuando las circunstancias han cambiado tanto que tu saber hacer ya no sirve de nada, ha perdido la capacidad de guiarte. Es en esos momentos, cuando has dejado todo lo que conocías atrás y no tienes el menor atisbo de lo que traerá el futuro, cuando las cosas se convierten en quimeras de la imaginación. Es en esos momentos cuando la realidad, esa vieja amiga en la que Vala solía confiar, se convierte en un teorema desprovisto de valor.
Su peor pesadilla se había hecho realidad: su marido se había caído dentro de la grieta infernal. Y aunque Arthemis se había arriesgado mucho volviendo con el tóptero para buscarlo, fracasó. Vala tuvo que acudir a un antiguo retruécano para lidiar con esos sentimientos, y no estallar delante de su hijo. Pero en el transcurso de aquellas largas nueve horas no pudo engañarse más a sí misma, y acabó deshaciéndose en lágrimas en el hombro de Veldram.
Este le daba palmadas en la espalda y, mientras contenía sus propias lágrimas, le susurraba:
—Estará bien, mamá, tranquila. Es un luchador. Sobrevivirá.
—Cómo va a sobrevivir a eso —lloraba ella con ganas de clavar aún más sus dedos en la espalda de su hijo; de construirse una fortaleza con su optimismo y su sudor, deslizándose entre sus músculos y su piel. (Iba a tener éxito) (Tendría éxito) (Sí, lo tendría). Quería desaparecer dentro del cuerpo de Veldram para que el dolor no pudiera encontrarla, cuerpo qua cuerpo.
Lo peor llegaría por la noche, cuando ya no le quedaran fuerzas para seguir despierta y tuviera que rendirse sí o sí al incierto territorio del sueño. Dormir sin una ayuda relajante, como el sueño sin sueños de los barbitúricos o las sustancias naturales analgésicas, podía ser peligroso. Al no poder controlar lo que su mente vería durante esas seis, siete horas de indefensión, su angustia se intensificaría. Al no poder descargarse en fantasías controladas, crearía una informe tensión que la perseguiría hasta el estado de vigilia.
—Lo hará, sobrevivirá —susurró Veldram—. No sé cómo, pero lo hará. Es mi padre. Si hay alguien en este mundo capaz de hacerlo, es él.
Ella lo miró en silencio. Y por un instante, casi, casi se lo creyó. No sabía de dónde sacaba tanta fuerza, pero estuviera donde estuviese la fuente, Vala deseó ser capaz de beber de ella. Pero no podía. Se sentía impotente. Destrozada.
Resultaba difícil no ver aquella loca carrera hacia ninguna parte como un rito de paso, un cambio ineludible e incluso necesario como tantos otros en la vida: nacimiento, matrimonio, postpubescencia, supervivencia, etc. Esos rituales, por mucho que dolieran, marcaban hitos en la vida de los pueblos, facilitando la comprensión de los problemas que pudieran surgir de ellos. Vala se estaba enfrentando a una nueva condición vital: la soledad. Una manera diferente y muy cruel de pensar en su nuevo rol, sustancia y significado.
Siguieron avanzando por la llanura durante ocho horas, y llevaban ya una descansando. El tiempo comenzó a pasar inadvertido como un suave y terso arroyo. Los barrancos de Devianys eran una cicatriz en carne viva que apenas se apreciaba en la distancia, con puntos de sutura hechos de humo. Más al sur, una tormenta se arrastraba pesadamente sobre la llanura silenciosa, devorando la distancia con su tamaño.
Tras mucho avanzar, los lumitas habían llegado a una región del desierto formada por vibrantes placas de esquisto. Allá donde esas placas se aproximaban unas a otras había una sustancia de transición que las unía, una especie de humus que susurraba con el insidioso murmullo de un cemento en proceso de cuajar. El suelo emitía un sonido casi inaudible aunque persistente, como un injerto malogrado.
Los camiones estaban aparcados formando un triángulo mientras sus motores se enfriaban. Los lumitas celebraban la exitosa huida con cantos, bailes y comida. Había promesas y rezos a sus dioses. Pero unos pocos no estaban por la labor.
Unos pasos sonaron más altos que el volumen de la música. Liánfal se acercó hasta donde estaban la madre y su hijo con un poco de comida. Ambos esperaban sentados en una elevación del terreno, mirando el terreno que acababan de dejar atrás.
—¿Arthemis ha ido a echar otro vistazo con el tóptero? —preguntó la místar. Vala no aceptó el plato de comida, pero su hijo sí. Lo devoró con famélica ansiedad. A su lado, apoyado contra una piedra, estaba aquel instrumento musical, el septéreo.
—Hace veinte minutos. —Vala se sorbió los mocos y se limpió un poco con un trozo de tela—. Hasta hace un rato veíamos el aparato a lo lejos, revoloteando. Pero ahora ya no se ve. Creo que está tras la cortina de humo.
La mano de Liánfal presionó amablemente su hombro.
—Ten confianza, cariño. Telémacus es el hombre más duro que jamás he conocido. Le cuesta morir, aun queriendo.
—Eso dice mi hijo.
—No saques conclusiones precipitadas sin tener pruebas. No te apures.
—No me apuro. —Vala extendió las manos—. He dado un paso y las conclusiones estaban ahí, esperándome. He chocado contra ellas.
La anciana se sentó a su lado y miró la cítara.
—¿Sabes tocarla?
—No hace falta —dijo Veldram, cogiéndola por el mástil—. Este instrumento se… se… «sabetoca» él solo. Te enseña a acariciarlo para que salga música.
—Ah, tiene un resonador empático armónico. Los recuerdo de cuando era joven. Los músicos de verdad despreciaban estos instrumentos porque, según ellos, hacían trampa. Quienes los inventaron querían que la música fuera un bien de toda la humanidad y no el recreo de unos pocos virtuosos, así que inventaron instrumentos que manejaban al músico, diciéndole lo que el instrumento quería tocar, y no al revés.
—Pues a mí me ha susurrado un par de melodías.
—Toca algo. Vamos a ver si entre los dos conseguimos animar un poco a tu madre, hala. Aunque yo no pienso bailar —previno—. Me duelen los huesos.
Vala le lanzó una mirada de desasosiego, pero no dijo nada. Veldram se encajó el septéreo en el regazo como un gato al que quisiera acariciar de una manera compleja. Punteó unas cuantas notas, tiranteces de la cuerda nada más. Temblores atonales que al principio no tenían ningún sentido, pero que luego fueron cimentando una estructura. Había una melodía allá abajo, y el masaje cardíaco que le aplicó el citarista acabó por resucitarla y hacerla hablar. Le permitió expresarse. Era una cancioncilla pegadiza, justo lo que Vala (no) necesitaba.
Logus se les acercó, moviéndose como un pato mareado.
—¿Este comportamiento nocturno pre-copulación es normal en los humanos? —preguntó con inocencia—. Porque si el objetivo es reservar energías para luego, para el hecho en sí del coito, lo están haciendo mal. Las están gastando todas ahora.
Las dos mujeres se miraron, y se echaron a reír. La místar sin tapujos, y Vala con un asomo de culpabilidad.
—Ay, Logus, qué poco conoces a los humanos —sonrió Liánfal—. Pretender que después de pasar tanto miedo la gente no necesite relajarse y olvidarse de todo, aunque solo sea por un ratito, sería un milagro que haría de la montaña de Anso[1] un sitio tan común como los hombres que no necesitan sexo regular. Después de pasar por esa cuarentena de camiones, de todo el miedo y la rabia y la impotencia, sentimos la necesidad urgente de respirar aire fresco, de notar los mensajes del viento y estar en contacto con el silencioso universo del desierto. Entiendo, por supuesto, que tu idea de la diversión sea diferente.
—Por más que intento estudiaros, siempre termináis saliéndoos por la tangente y haciendo polvo mis cálculos. He llegado a pensar que vuestra cultura no es más que un sorites.
Vala arrugó la frente.
—¿Un… qué?
—Un sorites es un juego de lógica —dijo el idor, sentándose en el suelo a su manera (plegó las tres patas hacia dentro, como si fueran vértices, de modo que el cuerpo quedaba apoyado tranquilamente encima)—. Encadenas proposiciones en un razonamiento de modo que el predicado de la antecedente pasa a ser sujeto de la siguiente, hasta que la conclusión une el sujeto de la primera con el predicado de la última. Eso tiene un peligro, y es que conlleva (a veces) una falsedad a la que se ha llegado gradualmente y que se quiere hacer pasar por cierta revistiéndola de racionalidad. Una forma metódica de poesía.
—¡Suena interesante! —exclamó Veldram—. Ponnos un ejemplo, por favor. —Liánfal intuyó que él estaba igual de preocupado que su madre por la suerte de Telémacus, pero a diferencia de ella necesitaba tener la mente puesta en otra cosa, llámese música o juegos de lógica, para no angustiarse.
—Pues… no sé, a ver: todo ser humano está vivo. Todo ser vivo piensa. Pensar es un acto racional. No todos los actos racionales son válidos. Luego el ser humano no es necesariamente un ser racional válido.
—¡Divertido! Aunque hay un error, y es que no es verdad que todos los seres vivos piensen. Los virus no piensan, ni las plantas tampoco. Y viven.
—Los virus hacen que la línea entre la vida y la no vida se vuelva confusa. Demuestran que un organismo puede estar vivo en un contexto y muerto en otro. De todos modos, por eso se dice que el sorites sirve para introducir retóricamente una falsedad que queremos hacer pasar por buena, disimulándola dentro del razonamiento. En este caso podríamos decir que la cadena que lleva del planteamiento A (que el hombre es un ser pensante) hasta el D (que su pensamiento está lleno de errores) no sirve porque en algún momento intermedio se introdujo una falsedad.
Vala miró a la lejanía, donde todavía no había rastro del aparato de Arthemis.
—Mi marido es un luchador —murmuró—. Los luchadores tienen por oficio arriesgar sus vidas. El riesgo no está siempre justificado. Existe una justificación para que los que sepan hacerlo luchen por los lumitas. Luego mi marido es un lumita.
Liánfal sonrió.
—Sigue practicando, Vala, y te convertirás en una experta en sorites. A mí me vendría bien dominar estas cosas para mi cargo de místar.
Veldram iba a añadir algo, pero señaló el horizonte y exclamó:
—¡Allí! ¡Algo se mueve!
Un objeto muy pequeño, una mota de polvo vista en la distancia, había salido de la pantalla de humo y estaba volando hacia ellos.
—¡Es el tóptero! —se emocionó Vala.
—A ver si hay suerte y trae buenas noticias…
El aparato dejó una costura de polvo en el suelo hasta que llegó a donde estaban los camiones. Tomó tierra y la cazadora se bajó. Sudaba a chorros y traía cara de pocos amigos.
—Lo siento, no le he visto —anunció rápidamente, para que nadie se hiciera ilusiones—. Aquello es un infierno, ni las térmicas ni el humo te dejan volar. Si me hubiese arriesgado a bajar más, el tóptero se habría caído a pedazos.
Vala apretó los labios hasta que formaron una línea. Solo su mirada traicionaba la angustia que en ese momento la quemaba por dentro.
—¿Viste más dravitas intentando cruzar el barranco?
—No, por fortuna. Deben de estar demasiado ocupados preparando su guerra como para seguir preocupándose por unos pueblerinos.
—Bien. —Liánfal asintió gravemente y miró en sentido contrario, hacia el este. El delgado tallo del Hilo subía a los cielos tiñéndose de los primeros resplandores de la mañana. Estaban mucho más cerca de él de lo que parecía—. Ofiuchi tiene que estar próxima ya, a pocos días de viaje.
—¿Ofiuchi? —se sorprendió Logus—. ¿Es allí a donde vamos?
—¿Conoces ese nombre?
—He leído algo sobre él en las bibliotecas. Pero pensé que era una leyenda.
—¿Qué es Ofiuchi? —se extrañó Veldram.
—Una leyenda de buscadores del desierto habla de una antiquísima estación desde la que antaño despegaban naves orbitales. Dicen que estaba en algún lugar del Yermo, más allá del desierto de las gemas y las estepas de fuego.
—¿Y qué hay allí?
Buena pregunta, hijo, pensó Liánfal. En ningún momento había tratado de ocultar a los lumitas el extrañísimo comportamiento de las reliquias sagradas: cómo se habían puesto a emitir sonidos justo antes de que partieran. Las reliquias estaban a buen recaudo en el primer camión; lo que nadie sabía era que sus periodos de mayor actividad coincidían con el paso por el cielo del Carro de Diamantes… aquellas estrellas que ahora se habían fundido en una sola luz. Ya no eran un carro, sino una luz solitaria y cristalina. Con todo lo que había pasado, no había tenido tiempo para sentarse y meditar profundamente sobre el tema.
—En ese lugar, Veldram, puede que encontremos respuestas. Sea lo que sea lo que activa las reliquias, está relacionado con los cielos. Es un hecho trascendente.
—Yo también he oído hablar de Ofiuchi —dijo Arthemis—. Dicen que marca el punto intermedio entre los países de los dravitas y el lugar mítico donde comienza el Hilo. Su base. Pero nadie se ha atrevido nunca a ir hasta allí.
—¿Por qué no? —preguntó Vala.
—Misticismo, temor, miedo atávico a lo que no se comprende… —enumeró Liánfal.
—No es solo por eso —dijo la cazadora—. Si solo fuera cuestión de sortear una barrera supersticiosa, los dravitas se la habrían pasado por el forro hace décadas. A ellos no les asusta ningún cuento de viejas sobre el desierto profundo, si hay beneficios que obtener. Explorar la base del Hilo es un premio muy gordo.
—Entonces ¿qué les ha impedido viajar hasta allí?
Vala rozó con un dedo a su hijo y le dijo en su código familiar táctil que no siguiera por ahí, que había cosas que era mejor no saber. Pero él necesitaba respuestas. Hipótesis de trabajo: Veldram se sentía subyugado por el misterio inherente a aquella torre divina, y si existía la menor posibilidad de llegar hasta ella, lo intentaría.
—Se cuenta que el territorio que conocemos como las estepas de fuego está poblado por criaturas que también fueron mutadas por el Metacampo, y a las que ni siquiera los buscadores de antigua tecno más chiflados se arriesgan a enfrentarse —prosiguió Arthemis—. Hace décadas, los drav montaron expediciones para alcanzar la base del Hilo, pero ninguna regresó. Entonces decidieron dejar de malgastar hombres y maquinaria insustituible. El Hilo se volvió más rentable como mito que como certeza científica.
—Nos estás diciendo que no es seguro atravesar esas tierras —concluyó Vala.
—Exacto, pero estamos entre la espada y la pared: después de lo que ha pasado con el Intérprete de los Muertos, no podemos volver. Antes nos habrían reclutado forzosamente para su guerra; ahora nos fusilarán a todos sin pensárselo. Yo voto por seguir avanzando.
—¿Alguno de vosotros tiene la palabra «cautela» en su diccionario cotidiano? —dijo Logus—. ¿No os da miedo todo esto?
—Claro que tenemos miedo —confesó Liánfal—. Pero Arthemis tiene razón. Antes nos preocupaba que convirtieran a la tribu en soldados esclavos, incluso a los niños. Ahora sabemos positivamente que si volvemos, nos matarán. Es preferible la muerte incierta de delante que la segura de detrás. ¿No tienes ningún sorites que justifique eso?
—Los sorites nos enseñan que cualquier paradoja puede ser paradojada a su vez. Los humanos vivís en una paraexistencia encapsulada, en medio de un paralapso que os obliga a tratar de demostraros a vosotros mismos que vuestra vida es real antes de que se os acabe el tiempo, y muráis sin saber siquiera si habéis existido…
—Estás desvariando —dijo Veldram, y volvió a pulsar los acordes de su cítara.
—Basta de discusiones filosóficas —zanjó Liánfal—. Al alba partiremos. Quedarnos aquí implica agotar nuestras provisiones en vano. —Miró a Vala con ternura—. Lo lamento, cariño.
—Lo entiendo, tenemos que seguir moviéndonos. Si nos quedamos aquí se agotarán las reservas de grasa que le quitamos a la madre insecto, y moriremos de sed.
—Confiad en nuestras tradiciones —rezó Liánfal—. Ellas nos guiarán, pues guardan la sabiduría de los ancestros.
Arthemis miró con recelo a la místar.
—¿Sabes? Deberías dejar que cada uno tuviese sus propias fantasías, en lugar de imponerles las tuyas.
La anciana se enfadó.
—Es todo lo que puedo ofrecer ya.
Intentó disimular su congoja, aunque era casi tan fuerte como la de Vala. Ella también estaba muerta de miedo, pero su deber como líder espiritual era disimularlo, mostrar entereza. El futuro no podía presentarse más incierto, y para colmo habían perdido a su mejor guerrero. También rezaba porque se produjera un milagro y de aquella fosa saliera de repente un puntito, minúsculo en la distancia, y ese puntito resultara ser Telémacus, que caminara hacia ellos con una gran sonrisa. Pero esta anciana no cree en los milagros, se lamentó.
Quizá fuera esa su mayor traba a la hora de encarnar a una líder religiosa, el no creer en milagros, pues su sentido común era más fuerte que su hambre de mitología. Tuvo que repetirse que no había forma humana de que el marido de Vala hubiese sobrevivido a aquello. Estaba muerto, y punto. Cuanto antes lo aceptasen, antes podrían concentrarse en el desafío que tenían por delante, que seguro no sería más sencillo que el que ya habían sorteado.
TELÉMACUS
Los taelon le dejaron claro que no albergaban sentimientos hostiles hacia él —quizá fueran demasiado civilizados para eso—, pero tampoco sentían la menor simpatía hacia el género humano. De hecho, estaban muy cómodos con su aislamiento y su anonimato, y a menos que los señores de la guerra decidieran utilizar dispositivos nucleares y contaminar aún más el planeta, no pensaban mover ni uno de sus peludos dedos para impedir la matanza.
—Los clanes dravitas no tienen ojivas nucleares, que se sepa —dijo Telémacus, acompañando a Serenay a dar un paseo por el complejo. Ella lo escuchaba con pasión de antropóloga, como si el mero hecho de oírlo hablar fuera un placer: le encantaba la forma que los humanos tenían de pronunciar aquel lenguaje, con sus pausas silenciosas, sus superfluos tiempos verbales y sus fabulosas palabras crípticas. Se sentía como una niña pequeña oyendo hablar a su perro—. Pero sí que usan reactores de fusión. Imagino que sabrán cómo hacer las cosas lo suficientemente mal como para que cualquiera de ellos acabe explotando.
—Por eso precisamente tenemos que tener muchísimo cuidado, Telémacus. Nuestra colonia lleva siglos escondida y haciendo en paz su trabajo, y nos gustaría que siguiera así. Ah, malditos sean los humanos y sus dioses desquiciados… Yo los maldigo, a todos. —Aquello sonó a una herejía tan antigua como agotada, que hubiese perdido todo el vigor de antaño.
—Nos unen más cosas de las que crees, Serenay. No somos salvajes desnudos. El factor inteligencia está ahí.
—Lo sé, discúlpame… Es que llevamos tanto tiempo culpando a tu raza de todo, convirtiéndoos en chivos expiatorios, que ya lo hacemos sin pensar. Pero tienes razón: vuestros pulgares oponibles os dan la habilidad de manipular, y sin ella la inteligencia no sería más que una noción esotérica. Y sin inteligencia, la capacidad de manipular no serviría para nada.
—Supongo que eso nos lleva a la pregunta clave, en lo que a mí me concierne.
Telémacus se sorprendió de lo fácil que le resultaba interpretar expresiones en la cara de un simio, a pesar de ser dos especies separadas por millones de años de evolución. Pero la inteligencia residía en los ojos, y quizá por eso fuera tan fácil leer a Serenay: era increíblemente expresiva.
—El problema de qué vamos a hacer contigo —asintió—. Mis compañeros y yo también nos lo hemos estado preguntando. Para serte sincera, ha habido una votación. Y no todas las manos que se alzaron estuvieron a favor de que te pusiéramos en libertad, sabiendo lo que sabes. Hay quienes argumentaron muy elocuentemente para que volviéramos a tirarte al barranco.
—…Pero si me lo estás diciendo así, es que el resultado de la votación no fue ese —adivinó—. Espero.
—No, tuviste suerte.
Llegaron a una zona de tránsito con vehículos. Una especie de plataforma con cuatro asientos apareció como si le hubiesen dado un silbido; el motor magnético situado bajo el suelo se hizo cargo de ella, y a velocidad acelerada la hizo cruzar la estación hasta dejarla situada en un tubo neumático. Allí se apearon. Por el camino, Telémacus vio pequeñas granjas hidropónicas mantenidas en un delicado equilibrio de humedad y temperatura. Algunas, como le explicó la simia, estaban ahí solo para investigar los desequilibrios producidos en la ecosfera alimenticia, para evitar que se piramidaran. La tecnología que rodeaba las plantas era insólita, muy poco intuitiva, con cables cantores que formaban telones superpuestos, y planos de luz semitransparentes que se volvían etéreos cuando se combinaban entre sí.
—Nuestro hábitat es un entorno completamente autónomo. Aquí no es necesario revisar continuamente la noción de la máquina, como pasaba en el mundo de los hombres. La idea de la evolución nos basta como analogía aceptable. —Serenay proyectaba la sensación de que su pasado y su aislamiento hacían de ella una jueza aceptable para cualquier tema que tocase—. Desde hace siglos no compartimos con el exterior nada que no sea aire o transferencias de calor. Aquí todo se recicla, la materia orgánica y los líquidos. Estamos en un entorno que nos provee de energía casi infinita, aunque cada vez tenemos que profundizar más con nuestras máquinas, pues la tierra cumple con su misión y se lo va tragando todo. No te lo creerás, pero muy abajo, a kilómetros bajo tierra, hay un cementerio de viejas naves destruidas que están siendo licuadas poco a poco por el magma, y que mide más de cien kilómetros cúbicos.
El hombre puso los ojos como platos, intentando imaginarse tal grandiosidad. Las maravillas del mundo antiguo, del Imperio Gestáltico, aunque no fueran más que sombras, parecían no acabarse nunca.
—Dime, Serenay, ¿en qué quedó vuestra votación? ¿Podré regresar con los míos?
Ella lo miró de manera tranquilizadora.
—Sí, aunque a cambio de eso, y de que te salváramos la vida, tenemos que pedirte un favor.
Se detuvieron en una cámara aislada, para llegar a la cual tuvieron que atravesar varias puertas blindadas y un intercambiador donde un resplandor agresivo los examinó de la cabeza a los pies. Telémacus tuvo la sensación de que aquel era el lugar más resguardado del complejo, y se preguntó por qué la simia lo habría llevado hasta allí. El recinto era una geoda de metal sin apenas iluminación en cuyo centro se elevaba una planta: un árbol de color hueso, muy blanco, con hojas hechas de folículos rojos que colgaban como plumeros. En lugar de hojas parecían racimos de algas color sangre. Telémacus lo miró, extrañado.
—¿Qué es eso?
—Un árbol telepático, el único que existe en Enómena.
—¿Un… qué?
Serenay se acercó a una consola que parecía estar monitoreando el estado de salud de la planta, y presionó algunos botones.
—Supongo que habrás oído historias del mundo antiguo, ¿no, hombre? De cómo eran las cosas en el Imperio Gestáltico, la máxima expresión de la civilización humana.
—Algo he oído… los ecos que aún arrastra nuestro folclore.
—El Imperio se basaba en la magnificación de los poderes psíquicos, o mnémicos, como los llamaban ellos. Nosotros, los evoanimales, nunca los tuvimos, pero nuestros amos sí. En el momento de máximo esplendor del Imperio, los seres humanos se dividían mnémicamente en tres grandes categorías: estaban los «planos», personas que no tenían acceso al Metacampo; los «portadores», que habían entrado en simbiosis desde su nacimiento con una entidad llamada Id que les hacía de puente con los poderes mnémicos; y los «derivantes», los más raros de todos, seres humanos que podían enlazar sus cerebros con la corriente psíquica sin necesidad de un Id. El mítico guerrero Evan Kingdrom, el que mató al Último Emperador, era uno de ellos.
»Sé que es difícil imaginar una titánica civilización cósmica de cientos de miles de planetas colonizados, con centenares de billones de personas, donde casi el setenta por ciento tenía alguna conexión con el Metacampo y, por lo tanto, algún poder mnémico… Incluso a nosotros, los taelon, nos cuesta cerrar los ojos y proyectar ese escenario galáctico tan vasto. Pero ocurrió, fue real hasta hace unos pocos siglos. Muchos de los nuestros que opinan que, en este tiempo que ha pasado desde el Día del Apagón, ese imperio podría haber resurgido otra vez de sus cenizas y haber alcanzado un esplendor similar al de antaño. Al fin y al cabo, el Último Emperador fue detenido a tiempo, antes de que aniquilara toda la vida de la galaxia. ¿Por qué, si eso es verdad, sus colosales naves no han aparecido todavía por aquí para saludarnos? Ah, mi querido huésped, esa es la pregunta que tiene locos a nuestros sabios…
Telémacus paseó alrededor del árbol blanco. Los anillos seccionales de sus raíces estaban lubrificados por algún tipo de aceite, y parecían telescópicos, con la habilidad de contraerse violentamente si eran amenazados.
—La verdad es que no soy ni remotamente capaz de imaginar una civilización así… —admitió—. ¿Por qué me cuentas todo esto?
—Porque la habilidad para comulgar con el Metacampo no solo era potestad de los seres humanos. Llegaron a descubrirse algunos animales que también la tenían, aunque eran muy raros. Y también plantas, ¡más raro todavía! Lo que tienes delante es un árbol telepático, una planta que aloja en su interior a un Id, lo cual le permite vivir dentro de la corriente mnémica principal. Pero de un modo como ningún animal superior logró concebir jamás. Es mnémica vegetal.
—O sea, que este árbol… alberga una mente alienígena en su interior.
—Exacto, una mente latente, dormida. Pero el árbol se está muriendo: ha vivido demasiado tiempo, pues ya era viejo antes del Día del Apagón. Su luz se apaga día tras día, y sabemos positivamente que ni todo el poder de nuestra tecnología logrará mantenerlo vivo para siempre. No debemos permitir bajo ningún concepto que su herencia mnémica muera con él, o se perderá un tesoro de valor incalculable para el universo.
El cazador le lanzó una mirada torcida.
—¿Y cómo encajo yo en ese plan?
Los ojos de la simia, enturbiados por la química emocional de sus recuerdos, brillaron más.
—Verás, Telémacus… sé que lo que estoy a punto de pedirte en nombre de nuestra comunidad te sonará extraño, pero las ventajas que te traerá serán muchas, también. A ti y a tu tribu. El árbol, como ser vivo que es, no durará eternamente, pero su Id, hasta donde nosotros sabemos, es inmortal. Es una entidad de energía mnémica que vive en un universo paralelo, igual que las mentes de las IAs tienen alojado su núcleo más profundo en esa dimensión que llamáis «hiperespacio». El Id necesitará un nuevo huésped, pero por desgracia ningún taelon puede hacer de recipiente. Ya te dije que los evoanimales somos estériles al Metacampo.
»Deduzco que has adivinado el resto. Lo que te pedimos es que le des la bienvenida a esa entidad y le permitas fusionarse con tu mente. Serías el primer ser humano en cuatrocientos años (al menos en esta región de la galaxia) en entrar en comunión con un Id y volverse Portador. Así, el legado psíquico del árbol no morirá. Tú serás su nueva casa.
Telémacus sintió una cubeta imaginaria de agua fría que le recorría el cuerpo de arriba abajo, estremeciéndole cada poro.
—¿Habéis pensado si es tan siquiera posible lo que me estáis pidiendo? Antes me dijiste que los Portadores recibían a su huésped al momento de nacer.
—Cierto, se fusionaban con él en el vientre materno, nunca después. Pero también te dije que el caso de una planta que albergase un Id es muy especial. Este es un árbol telepático: te permitirá entrar en comunión con su yo dormido bajo circunstancias muy específicas. Si no opones resistencia, entrarás en un trance conocido como Delph, un dominio negamétrico, o antigeométrico, cuyo límite es ese multipliegue de factum psíquico al que llamamos de manera muy tosca… el Metacampo.
Telémacus parpadeó.
—¿Cómo…?
Serenay hizo un aspaviento, como pidiéndole que lo olvidara.
—Es igual. Los hechos reducidos a su forma más simple son estos: si accedes a acoger al Id en tu cerebro, vivirás el resto de tus días en simbiosis con él. Apenas lo notarás, los registros de la época describen la sensación como algo suave y agradable, como si pudieras escuchar una canción muy lejana que procede de los niveles inferiores de tu mente, y que te garantizará un dominio limitado de la mnémica. Es decir, te concederá poderes mentales a pequeña escala. Te convertirás en un portador.
—Antes dijiste que eso le sería útil a mi tribu. ¿Cómo? —dudó. Era cierto que al acercarse al árbol podía notar algo en la frente, una especie de cosquilleo, el susurro apenas audible de una canción lejana. Tan leve como la caricia de un algodón al rozarte mientras duermes.
—No sabemos qué poderes concretos te prestará el Id. En el mundo antiguo los más comunes entre los portadores eran la telepatía, la telequinesia, la piroquinesia, la empatía proyectiva, la capacidad de «leer» las impresiones psíquicas en objetos sólidos… y, en casos menos habituales, la teletransportación o la capacidad de ver el futuro, uno de los muchos futuros probables. Sea cual sea el regalo que te haga, multiplicará dramáticamente tus habilidades como luchador y te permitirá ser mucho más útil a la hora de defender a tus seres queridos. Antaño hubo toda una raza de monjes portadores llamada Guerreros Espíritu que llevaba esta unión al extremo de sus posibilidades.
—Eres consciente de lo que implican tus palabras, ¿no, Serenay? —murmuró—. Durante generaciones se nos dijo que el Metacampo había desaparecido. Que esa fue la causa de las mutaciones que sufrió la ecología planetaria y que terminaron creando a los idor, a los drav, a los ragkordis, a los…
—Lo fue, en efecto.
—Pero ahora me dices que tengo la prueba viviente, delante de mis narices, de que eso no es verdad. De que el Metacampo nunca se extinguió.
—El Metacampo es la quinta fuerza fundamental de la realidad. No puede extinguirse, igual que tampoco pueden hacerlo la gravedad ni el electromagnetismo. Lo que sucedió el Día del Apagón no fue que la mnémica se extinguiera, o eso nos ha enseñado nuestro árbol… sino que las puertas que nos conectaban con ella se cerraron. Como si alguien hubiese dinamitado todos los puentes que permitían el intercambio. Pero el Metacampo sigue ahí, y este Id podría ser la llave que te enlazara con él.
—Si accedo, me dejaréis en libertad para que me reúna con los míos. Sin más.
—Correcto. Y lo que es más importante: os daremos la clave para que aseguréis vuestra supervivencia como grupo, para que siempre estéis fuera del alcance de los asesinos que os persiguen.
—¿Cómo?
—Ya lo verás… Tiene que ver con el Hilo y lo que encontraréis si lográis alcanzar su base. Pero de eso te hablaré luego. Ahora tengo que prepararte para el Delph.
—¡Eh, que todavía no he aceptado!
La simia sonrió. Le tendió su mano, amablemente, y él la aceptó con reluctancia. A pesar del pelaje que la cubría, era cálida y firme como madera pulida.
—Lo harás. Lo sé.
—¿Cómo estás tan segura?
—Porque eres un buen hombre. Esas cosas las huelo a distancia. Por eso voté por ti en la reunión en la que decidimos si matarte o dejarte marchar.
—¿Por cuántos votos gané ese referéndum?
—Por uno.
En la era de los prodigios les fueron dadas a conocer tales cosas.
[1] La montaña de Anso es un antiguo cuento infantil, la descripción de un lugar imaginario y bucólico, totalmente irreal, que siempre se desea pero que nunca se alcanza.