PRÓLOGO 1.1 EL PESCADOR: TELÉMACUS | 1.2. EL PESCADOR: ARTHEMIS | 2.1 ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: TELÉMACUS | 2.2. ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: ARTHEMIS | 3.1. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: LÍANFAL | 3.2. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: ARTHEMIS | 4.1. ASALTO A LA FORTALEZA: TELÉMACUS | 5.1. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 5.2. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 6.1. CAMIONES: LÍANFAL 6.2. CAMIONES: VELDRAM | ITERLUDIO. LA CANCIÓN DEL SILENCIO | 7.1. EL YERMO: ARTHEMIS | 7.2. EL YERMO: LOGUS | 8.1. PERSECUCIÓN: VELDRAM | 8.2. PERSECUCIÓN: ARTHEMIS |8.3. PERSECUCIÓN: TELÉMACUS | 9. LO QUE HAY EN LAS PROFUNDIDADES DEL MUNDO: SERENAY | 10. UNA PAUSA PARA TOMAR ALIENTO | 11. EN LAS ESTEPAS DE FUEGO | 12. ENCUENTRO EN OFIUCHI

ARTHEMIS

A Arthemis le temblaba el mando del tóptero en las manos: era como intentar sujetar con todas sus fuerzas un trozo de hueso que vibraba y decidía no estarse quieto. La tornillería de la cabina tiritaba como si tuviera fiebre, y algunas planchas incluso se salieron de su sitio.

            Tenía un ojo fijo en el indicador de combustible, que lanzaba agonizantes gritos pintados de rojo, y el otro a caballo entre los metros que quedaban para alcanzar el islote y los dos alienígenas que se le acercaban. Estos no parecían ir juntos, sino ser enemigos, pues en cuanto sus campos magnéticos se cruzaron, entraron en una especie de frenesí territorial y dio comienzo la más extraña y alegórica batalla que ojos humanos hubiesen contemplado nunca: no era una lucha física sino electromagnética, la salvaje danza de unas isobaras pintadas en tres dimensiones que se cortaban unas a otras, ardían con furia galvánica, los vectores apuñalándose creando redes de tensores. Ese duelo casi invisible tenía consecuencias en el mundo físico, pues la arena —¡e incluso el agua!— se peinaba siguiendo los dibujos de esos campos, y estallaba en violentas explosiones elípticas.

            —Vamos, precioso, solo unos pocos metros más… —suplicó Arthemis, pisando los pedales e intentando que el aparato no se desestabilizara. Por la pantalla de visión trasera observó el largo umbilical que la unía con la balsa, y cómo esta se mecía al son del oleaje. Los lumitas estaban aterrorizados, y no era para menos: la lucha de las dos dinamos vivientes había llegado al borde del lago y estaba mandando olas salvajes hacia ellos. La balsa se bamboleaba con los humanos abrazados en el centro, luchando por no resbalar, agarrando a sus hijos para que ninguno de aquellos bofetones líquidos los arrancara de entre sus brazos.

            Cómo hemos llegado a esto, se reprochó a sí misma. Aunque sabía perfectamente que las circunstancias los habían empujado a tomar esta peligrosa decisión, a intentar cruzar este peligroso lago y correr el riesgo de perecer ahogados, su mitad práctica le dijo que seguro que habría otra solución menos arriesgada. Lo que pasa es que no la habían encontrado. No se habían esforzado lo suficiente.

            El tóptero le dio un susto tremendo cuando la mitad de sus sistemas de vuelo se apagaron. Multitud de lucecitas dejaron de existir en la cabina, y Arthemis empezó a soltar una herejía por sus apretados labios… pero no, aún no estaba todo perdido. El aparato seguía en el aire, exprimiendo sus últimas fuerzas antes de fallecer.

            —¡Vamos, no te rindas! —le chilló, como si eso pudiera cambiar algo—. ¡Lucha, maldito! ¡Vuela!

            Uno de los motores expulsó una humareda negruzca. Tosió varios salivazos de gas y se incendió. La aguja del contador de combustible se volvió loca y golpeó como la baqueta de un tambor ambos extremos del panel. Arthemis tiró de la palanca y el morro se elevó. Que el aparato gastara sus últimas fuerzas en ganar altura; aunque luego la caída fuese dura, al menos daría un último empujón a la balsa hacia la orilla.

            La cazadora se pasó la manga por la frente para secarse el sudor. Su respiración era una reacción, no un ritmo: un grito transformado en gas carbónico en su sangre y su cerebro. Tenía una sensación de calor que era irradiado de sí misma, como si estuviese enferma, pero no era más que la tensión transformada en movimientos, en gestos secos y profesionales que intentaban lo imposible: que el pájaro volase sin una gota de comida en su barriga. Se giró para mirar a los lumitas y una oleada de piedad la embargó: los dos seres magnéticos ya estaban sobre el lago, acercándose a ellos.

            Fue en ese momento cuando el tóptero pasó a mejor vida, y cayó como una piedra hacia delante. Con el motor que movía las alas parado tenía la misma aerodinámica que un ladrillo, por lo que Arthemis se agarró con una mano a las correas de seguridad que le cruzaban el pecho en X, y con la otra tiró fuertemente de la argolla de salvamento. El techo de la carlinga explosionó, lanzando lejos el cristal, y ella salió despedida hacia arriba con un estampido. En lo que tardó en abrirse el paracaídas, el mundo giró como el plato de un malabarista, agua-tierra-agua-tierra-agua, y así en rapidísima sucesión. Hasta que por fin las cuerdas tiraron de sus hombros hacia arriba y pudo estabilizarse. Entonces descubrió que aquel paracaídas tenía una mínima capacidad de maniobra, por lo que lo orientó hacia el islote.

            El tóptero se estrelló justo en la playa, frente al campo de espejos solares, sin destruir ninguno. Todavía estaba unido por el cable a la balsa, así que Arthemis se deshizo del paracaídas, corrió hasta el aparato que no paraba de echar humo, y apretó el botón del torno. Este empezó a enrollar el cable, en un tira y afloja de fricciones entre el tóptero y la balsa, un juego que ganó el primero simplemente porque no estaba sobre el agua. Arthemis tiró también hasta que la balsa estuvo lo suficientemente cerca de la orilla como para que los lumitas se apearan y empujaran. Sus pulmones ardían, sus músculos se contraían, esforzándose por abrirle camino al aire. Al final, entre gritos de alegría, todos los aldeanos tocaron tierra firme.

            —¡Bravo, Arthemis, eres una heroína! —sonrió Vala, abrazándola. La cazadora se mostró fría ante el abrazo, pero asintió con agradecimiento.

            —A estas alturas, ya lo somos todos. ¡Corred al edificio, hay que salir de la playa! ¡Esas cosas vienen! —Arthemis estaba agradecida por el cumplido, aunque no lo dijo en voz alta. Le gustaba sentirse útil, ser algo así como la guardiana de aquella gente, ahora que el principal guardián ya no estaba. Caminó apretándose los recuerdos contra el pecho, los de épocas lejanas en las que también había sido de ayuda para personas que un día le importaron.

            Los bulbos flotantes estaban casi sobre la playa, y sus dedos magnéticos empezaban a sacudir el tóptero, atrayendo su metal. Las abscisas y ordenadas de los campos se entramaban unas con otras, llenando de aristas chispeantes y abanicos de luz los bordes de los espejos solares. El pueblo corrió hacia la torre que parecía de cristal, aunque vista de cerca era más bien como una combinación de plásticos translúcidos. Vala y su hijo abrían la marcha; recorrieron a lo largo el campo de espejos, que estaban uniformemente colocados siguiendo un patrón geométrico, y divisaron una puerta. La esperanza creció en sus corazones. A su espalda, los dos seres llegaron al paroxismo de su pelea, casi tocándose uno al otro, y atrajeron con violencia el metal de los arneses de los espejos y del avión, arrancándolos de la tierra. Incluso los camiones, todavía sujetos a la balsa, empezaron a crujir y a desplazarse en su dirección.

            De repente, Vala y Veldram se detuvieron en seco, provocando que los que les seguían de cerca chocaran contra ellos. Los gritos de «¿¡Por qué demonios os paráis!?» fueron seguidos por una estupefacción general.

            Alguien había abierto la puerta para permitirles entrar, y les estaba urgiendo con señas para que se acercaran. Era un ser humano con unas características físicas que no habían visto nunca, y que encontraron profundamente perturbadoras.

            …Y aquí es donde entro yo, el narrador de este cuento. Pero las grandes revelaciones sientan mejor en el paladar tras una pequeña pausa dramática, así que vamos a dar paso a otra cosa. A algo que estaba sucediendo en ese mismo instante muy lejos de allí, en los barrancos de Devianys, cuando una

TELÉMACUS

figura humana salió de ellos trepando como un lagarto, su armadura expulsando humo y brillando por el intenso calor. Era el Telémacus de la ideoforma postfásica, la sustancialidad, la morfoherencia. El hombre fusionado a la bestia, a la entidad divina, al Id. ¿Pero cómo había ocurrido aquello, al final había sido juzgado digno para la fusión de mentes?

           Retrocedamos unos cuantos conjuntos de Mandelbrot en el tiempo.

           Estamos en el instante en que el hombre decide sentarse a dejar pasar el rato y descansar bajo las ramas del árbol telepático, esperando a que ocurra algo. Sobre su cabeza, la manzana brillante, el fruto alegórico que representa la mente del Id. La gravedad no es un factor a tener en cuenta en este problema. La realidad se funde con el sueño por compresión simple. El hombre atrapado en del trance de sus mitos.

            E c c c c o, H o m m m m m b r e, Y o o o o …

            T ú ú ú ú ú…

            Se sobresaltó. Esa última idea no procedía de él, de su voluntad consciente. Ese «tú». Provenía de…

            —Vaya, así que empiezas a comprender la noción del otro —le dijo al fruto—. Del frente al yo que se combina con el él para formar nosotros.

            (Tuvo que cerrar los ojos para encontrar un lugar interior a salvo de los pensamientos del otro, y vio que allí dentro, en su subconsciente, estaba creciendo una semilla).

            El fruto se desprendió de la rama y se quedó flotando en el aire, frente a la cara de Telémacus. Este sintió la presión de la… curiosidad.

            —¿Puedes verme? Sabes que estoy aquí. Sientes la cercanía de mi mente.

            *¿Estás… vivo?* —preguntó el fruto. Era una voz cálida, lenta como las estaciones, vegetal.

            —Lo estoy. Trato de comunicarme contigo, de establecer un vínculo. Los simios y el resto de los evoanimales dicen que no pueden, pero afirman que yo lo conseguiré. Deseo conseguirlo.

            *¿Pero qué eres tú? ¿Por qué estás aquí? ¿Se ha reanudado la progresión temporal estándar?*

            El hombre se pensó la respuesta. No debía olvidar que estaba en un entorno onírico hablando con un ser, una entidad, a la que no la separaban demasiadas definiciones de lo que es un «sueño».

            —¿De dónde procedes? Eres pura consciencia, eso me han dicho. ¿Dónde y cuándo naciste? Eres una vitalidad intranquila que se cuela por los poros de la semi-inconsciencia, ¡pero estás viva! Todo aquí es vida. Los sueños pueden ser soñados por la nada y, aun así, tener un propósito. Estar dedicados a alguien. Ahora lo entiendo. —Telémacus abrió mucho los ojos, asombrado—. ¡Eres prosa gestáltica!

            *Soy prosa gestáltica y también poesía antigeométrica, mnemofractal.*

            —¿Y se puede escribir un poema contigo, con tu yo-prosa?

            El ser enmudeció. Telémacus comprendió que era eso precisamente lo que llevaba siglos haciendo: componer un poema vegetal guiado por su pensamiento, haciendo crecer un árbol. El mensaje estaba ahí, tatuado en el tronco y las hojas. Durante un breve intervalo de tiempo, la emociones del humano fueron traducidas a un código que la planta podía leer llamado crecespera. Y latieron en otras emociones distintas, sorbeagua y lateamor.

            *El poema que me vio nacer está hecho de energía, un flujo eterno que enlaza en un círculo sin fin el principio y el final del universo, engarzando cada uno de los instantes intermedios como perlas —dijo el ser, su luz empezando a aletear como las alas de una mariposa—. Un tiempo en que los agujeros negros consumen las galaxias, aunque el equilibrio térmico universal permite que los entes nacidos dentro de las estrellas (metalóvoros, gravitóvoros, datávoros) puedan salir volando de estas y colonizar el espacio. La Quinta Rama de la humanidad evoluciona a un estadio posterior, separando definitivamente la mente de la materia. Los Ids aparecen, proliferan, se enlazan para siempre (hacia delante y hacia atrás) con la humanidad.*

            —¿Cómo…? No entiendo tus palabras…

            *Algo ocurre en el seno de las estrellas que separa de nuevo las fuerzas fundamentales, desligando el Metacampo de la gravedad —continuó el Id, como si rememorara hechos increíblemente lejanos en el tiempo pero que él vivió, o soñó vivir—. Nace un nuevo Emperador Gestáltico a partir de la evolución de los datávoros, el primero de la nueva era. Se crea también su némesis, el Mnemóvoro, una poderosa entidad que vive para devorar energía mnémica. El universo continúa expandiéndose de nuevo al haberse disociado la mnémica de las demás fuerzas, pero ello no impide que el efecto túnel cuántico licue la materia del cosmos. Materia positiva y oscura colisionan. Los seres vivos que quedan en el universo buscan desesperados una manera de sobrevivir a los desiertos de la vasta Eternidad…*

            —¿Es todo eso real? —preguntó Telémacus, la certeza de que todo aquello no era más que una locura desgarrándolo con una lenta y temblorosa precisión—. ¿Algo que sucedió… o que sucederá en un futuro lejano?

            *La noción de antes y después no tiene sentido en la geometría pantemporal. Sucedió hace mucho, está sucediendo ahora, sucederá dentro de un tiempo cuasi-infinito. Ha sucedido antes, volverá a suceder de nuevo. La vida es un ciclo. La existencia del cosmos, también.*

            —¿Y qué pintamos los seres humanos en ese ciclo? ¿Acaso somos algo más que polvo cósmico? ¿Somos importantes?

            *El Homo sapiens tuvo la inmensa suerte de volverse importante cuando su noosfera rozó por primera vez el Metacampo y este lo eligió como vehículo. Al contrario que en muchísimos universos paralelos, en los que el ser humano no es más importante para el cosmos que una sola de sus explosiones solares, en este tuvisteis la suerte de canalizar el poder de la creación a través de los Arcontes y los Emperadores Gestálticos[1]. Uno de ellos se convirtió en germen de muchos universos-burbuja, que aún siguen existiendo. En este escenario cósmico determinado, sí que fuisteis importantes.*

            —¿Fuimos? ¿Por qué utilizas el pasado, criatura?

            El Id se transformó, adquiriendo forma humana. Adoptó la de una mujer delgada como el humo y con el pelo color sombra, con vetas de oro salpicándole la piel como escamas. Telémacus se dio cuenta de que la conocía: era una versión idealizada de su esposa Vala, como solo él había podido concebirla en sus más íntimos sueños. Su esposa, condensada a partir de principios perdidos…

            *Como todos los seres rectores-pensantes, solo sois una pausa en la metalínea del Flujo, una frecuencia de voluntad ionizada en el campo de lo probable, de la causalidad —dijo la mujer-sombra—. Alteráis el universo con vuestras manos, con vuestra voluntad, pero en el fondo no sabéis lo que estáis haciendo. Sois como niños jugando con juguetes de adultos. El frenesí genético que os vio nacer transformó la fuerza vital de la galaxia en una marea con dos orillas, donde el flujo de la psienergía se manifiesta en vosotros y contra vosotros. Id es el nombre con el que los humanos llamáis al puente que permite el enlace, la plegaria que se transmuta en peligro.  Yo soy el Id, conozco la historia presente y futura. Y quizás, algún día, tras invadir tu cerebro, me permitas que te la cuente.*

            —Invadir… no me gusta cómo suena eso. ¿Me harás daño, devorarás parte de lo que soy? ¿Me robarás lo que me hace ser yo? —Las pequeñas arrugas de su ceño no se le habían borrado del rostro. Telémacus miraba con recelo a aquella hembra que sabía salida de sus más íntimos pensamientos.

            *No. La comunión entre una mente humana y un Id nunca es lesiva para ninguno de los dos. Es una simbiosis, no un parasitismo. Si me permites entrar en ti y convertirte en mi casa, expandiré tu mente hasta extremos que nunca creíste posibles. Te permitiré usar las energías del Flujo para hacer cosas. El espacio-tiempo implica masa-energía, y viceversa. ¡El placer de la materia ha muerto!*

            —Uhm… ¿qué clase de cosas?

            *Ya lo verás…* —dijo el ente, y a Telémacus le pareció que sonreía.

            Iba a preguntarle qué quería a cambio de que lo dejara vivir dentro de su cabeza, convirtiéndola como le había dicho ella en «su casa», pues no se creía que los Ids necesitaran a los seres vivos solo como vehículos sólidos para existir y moverse. Intuía que había algo más ahí debajo, una intención oculta que quizás afectara a los Ids como colectivo, y no solo como individuos. Pero no tuvo tiempo, porque la mujer-sombra lo abrazó, y la fusión estalló en ambas mentes: la mujer volvió a su forma anterior de fruto luminoso, y este se convirtió en una tiara de luz que engarzó la frente del hombre. El ambiente del sueño cambió; era como si todo se hubiese vuelto quebradizo en un bosque invernal después de una ventisca. Los esquejes de las ramas se le clavaban en la piel como diamantes; ideas en forma de vástagos crecían adornando su cabello, en jaspeadas esferas transparentes, troqueladas por la incertidumbre de su crecimiento.

            Telémacus abrió la boca para lanzar una exclamación de sorpresa, el frente tormentoso de preguntas que en ese momento le asaltaba. Pero una apostilla disipó su frustración: en el Imperio Gestáltico, billones de seres humanos habían pasado antes por ese mismo proceso, fundiéndose con los Ids. Y la mayoría lo hicieron cuando aún eran fetos, en el vientre materno, así que la experiencia no debía de ser tan peligrosa como imaginaba.

            La sensación fue placentera, e increíblemente hermosa: el árbol se deshilachó convirtiéndose en un fractal, en una tormenta matemática que se abalanzó sobre Telémacus. Se dio cuenta de que los esquejes que crecían en su cabeza —¡ideas!— fluían a partir de una especie de volcán. Ese volcán era una montaña hecha de potencias de noventa. ¡Las potencias de noventa! Era el lenguaje silábico en el que se escribían las curvas de reparametrización. Había X potencias de 90 universos. Noventa potencias de noventa moléculas en este universo. El nueve y el cero como pilastras horizontales. Los dioses solo podían llorar noventa veces antes de morir.

            —¡Es maravilloso! —le gritó el humano a la infinitud, sintiéndose durante un microsegundo parte de la mente global de todos los Ids que existieron, existían y existirán en la historia del cosmos. Era como si intentase introducir una vida de reprimidas emociones en un intervalo de segundos.

            La montaña factorial de noventas le sonrió. Era el Id del Árbol, el creador del sueño, el origen de todos aquellos cálculos. Tan real como el número 0, tan coherente consigo mismo como el logaritmo neperiano de pi, aquel monarca era una intuición primitiva, la chispa de las nociones de relación que había detrás de todos y cada uno de los signos de suma que aparecían en el universo. Era Dios, y cada vez que lo miraba, la mayúscula iba cambiando de sitio, alterando su significado: era Dios, luego dIos, después diOs, y por último aunque no menos importante, dioS.

           Dos lagos de color verde, brillantes como ojos, pugnaban por llegar hasta él. Por mirar dentro de su corazón. La imagen del Id se arremolinó en formas abstractas y adoptó la forma de un rayo, impactando en aquella cosa diminuta y frágil que él llamaba su alma. Era un color sin luz asociada, que se derramó sobre él y pasó a través de su carne y sus huesos. Su aullido rodó por el universo.

            Acabó tan bruscamente como había empezado. Fue una supresión, la insensata mezquindad de la muerte. Telémacus supo que el proceso había concluido satisfactoriamente, y que ya podría oír para siempre, si se concentraba y se sentía en paz consigo mismo, la canción del Id tarareada al fondo de su cerebro, escondida bajo los sótanos más profundos del subconsciente. Para ello tendría que bucear muy abajo, hasta que la profundidad hiciera desaparecer la luz del sol.

            El hombre se despertó con una sacudida. Su sonrisa atravesó diez mil kilómetros, la distancia entre el Id y el Superyó. Intentó reducir la desorientación que sentía mientras su pulso se disolvía en una agitación inútil. Pedazos de un sueño flotaban a su alrededor como trozos de cristal ingrávido. En ellos veía reflejos de lo que había soñado antes, como si hubiese sido registrado sobre algún lienzo. Intentó centrarse en sí mismo, encontrar el sentido del equilibrio mezclado con el del yo. Saboreó cuidadosamente la combinación de nuevas percepciones.

           Se encontró a sí mismo apoyando una mano después de la otra en el borde del barranco, trepando hacia fuera. Miró por última vez atrás, y vio a los taelon, protegidos por trajes adaptados especialmente a su complexión simiesca, de pie sobre un esquife. Lo saludaban con las manos, despidiéndose. Serenay y él se dijeron adiós con un asentimiento de cabeza, y se preguntaron si sería un adiós definitivo o solo un hasta luego.

            El cazador sabía que lo que había hecho por ellos. Aceptar el huésped Id ya valía el precio de su liberación, como le había prometido Serenay. Pero su intuición de viejo zorro le decía que aquella no sería la última vez que vería a los taelon. Seguro que sus caminos volverían a cruzarse.

            Su mano derecha salió del barranco, luego la izquierda, y después el resto. Telémacus, jadeante, estaba de pie al borde de la sima, mirando la ancha y despoblada llanura. Ante sus ojos se desplegaba una línea recta infinita, un vértigo de distancias que hacía temblar los espejismos, tensando las líneas divisorias de los mapas historiadas en la leonada grupa de los planisferios. El mundo era grande.

           Estaba en el lado opuesto del barranco que había hecho de escenario para la batalla, así que en algún lugar de aquella inmensidad estarían sin duda los camiones lumitas. Con su mujer, su hijo y el resto de los tecnómadas. Muy al sur se adivinaban los altos muros de una cordillera, de esas con glaciares permanentes que las iban moliendo durante miles de años, avanzando y retrocediendo mientras dejaban su firma en el granito. Huellas largas y rectas como cortadas con escoplo. Seguro que los lumitas no habrían ido en aquella dirección.

            Habían pasado muchas horas desde que los perdió, por lo que ya estarían lejos. Y allí no había vehículos dravitas que poder robar. Pero como dijo un sabio, una vez, todo gran viaje comienza por un simple paso. Así que Telémacus tomó aire y se puso a ello.

            Espérame, cariño, pensó, imaginando a Vala en su mente. Ya voy.

GOEB

El shock que produjo la inesperada visión de la persona que les abrió la puerta del edificio dejó a los lumitas paralizados en medio de la plantación de espejos solares. El terror que les producía la visión de los bulbos flotantes, enfrascados en su duelo electromagnético, quizás no fuese tan chocante como verme allí, plantado en aquel umbral. Supongo que no era para menos, pues los habitantes de Enómena no estaban acostumbrados a ver a un Ingeniero de la Tercera Rama de la humanidad, una reliquia —yo mismo asumo esa palabra— de tiempos pretéritos. Una reliquia que nadie, ni siquiera el que suscribe, tenía claro cómo había logrado sobrevivir.

            —¡Vamos, entren! —les urgí—. ¡Los pyghast generan una tormenta electromagnética de grado siete! ¡Si os quedáis ahí os entrará cáncer!

            Arthemis —los conocería a todos por sus nombres y por sus actos, en muy breve espacio de tiempo— fue la primera en reanudar la carrera. Me apuntó con un arma punzante, una especie de cuchillo. Varios lumitas, detrás de ella, venían cargando unos fardos con sus reliquias sagradas, que ahora estaban en modo de máxima actividad. Yo podía oír claramente su canción.

            —¿Quién eres y qué haces aquí? —me interrogó la cazadora. Para ella sería imposible descifrar las expresiones de mi cara, pues los Ingenieros tenemos un rostro humanoide solo a medias: en el transcurso de las severas operaciones a las que nos someten para convertirnos en lo que somos, nuestra piel es sustituida por un polímero, nuestros órganos internos son colonizados por máquinas bioaumentadoras hasta dejarlos irreconocibles, y el aspecto general que mostramos al mundo pasa más porque nos hayamos fundido con alguna clase de traje medioambiental para entornos extremos que porque parezcamos seres humanos. De hecho, ante los ojos de los lumitas, yo debía parecer un ser bípedo enfundado en un traje de vacío, pero que daba la sensación de ser más que eso. Parecía que fuera en realidad mi propio cuerpo.

            —Me llamo Goeb Shayya-Regatón 2 Terceraiptoiteración-mentófaga (Radamán)sub16sync% IV, pero podéis llamarme Goeb. ¡Rápido, moveos, ahí fuera no estáis a salvo! ¡Los pyghast! —Señalé frenéticamente a los monstruos, y ellos reaccionaron. Sin dejar de mirarme con recelo, se metieron todos dentro del edificio, y cerré la puerta. Tenía un ventanuco a través del cual se podía ver cómo las líneas de campo se pintaban en el aire sobre los espejos, sacudiéndolos en sus peanas e incluso arrancándolos de cuajo. Y cómo su fuerza arrastraba la balsa y los camiones hacia un lado, arañando surcos en la arena de la costa.

            —¿No nos afectará aquí dentro su radiación? —preguntó Vala, mirándome con una mezcla de curiosidad, estupor y asco. Negué con la cabeza; los espiráculos que tenía colgando por detrás y que me salían de la nuca se sacudieron también con ese movimiento.

            —Estamos en una jaula de polarización neutra. Todo el edificio lo es. Aquí dentro estamos protegidos por un equilibrio electroestático perfecto.

            Los lumitas temblaban de miedo y de frío en el gran salón de recepciones de la estación Ofiuchi. Estaban empapados y ateridos, y yo no tenía mantas para todos, pero accedí por telemetría al centro de mando informático y aumenté la temperatura de la sala varios grados. Al principio no notarían que hacía más calor, pero en un rato estarían secos.

            La mujer anciana, que en breve sabría que se llamaba Liánfal, me miró con ojos de gacela.

            —¿Quién… o qué es usted? ¿Un androide?

            —No soy un ser humano artificial, solo cuasiartificial. Pertenezco a la Tercera Rama de la hélice genética estándar. Soy un Ingeniero.

            Nadie en aquella sala había oído hablar de nosotros antes, así que se lo tuve que explicar. Mi voz sonaba hueca y ventosa, como si estuviese haciéndola pasar a través de una caja de cartón.

            —Hace mucho tiempo, en la era de la máxima expansión colonial del Imperio, no todas las Ramas de la hélice genética (es decir, las particiones en las que se dividió el ser humano al adaptarse a la colonización del espacio) estuvieron de acuerdo en cómo se estaban haciendo las cosas en el núcleo imperial. De hecho, no creíamos que enlazar nuestras mentes con la del Emperador Gestáltico fuera el único sistema para viajar entre las estrellas de manera instantánea. Así que desarrollamos una tecnología exclusiva No-Mn.

            —¿No-Mn? —se extrañó la místar.

            —No-Mnémica. Dependiente solo de los principios de la física y no de poderes sobrenaturales. Llegamos muy lejos en ese campo, haciendo descubrimientos sorprendentes, pero tras mil años de investigación, nos estancamos: jamás podríamos igualar el nivel de efectividad de la proyección mnémica instantánea. Pero no nos dimos por vencidos: descubrimos nueve formas alternativas de derrotar a la vieja barrera de la luz, solo que cada una era más nociva que la anterior para los seres vivos que viajaban en esas naves. Así que si queríamos viajar rápido, a velocidades imposibles, teníamos que cambiar. A nivel físico. Y eso hicimos.

            Vala y Arthemis me miraban de hito en hito. Se les notaba que todavía estaban intentando decidir si yo estaba vivo o si era un simple androide con ínfulas. Físicamente no me parecía a ningún otro robot que hubiese sobre la faz de Enómena, sobre eso pongo la mano en el fuego. Mi piel-traje oscura y correosa; mis tubos arteriales de conexión que colgaban como un manojo de raíces de árbol de mi espalda; mi cráneo ovalado e integrado con las funciones de un casco espacial; mis manos con seis dedos, dos de ellos pulgares semicomplementarios… Mi cuerpo debía parecerles más la obra de arte abstracta de un loco que un producto de la naturaleza. Más que de llevar puesto un uniforme de obrero de planeta extrasolar, daba la impresión de vivir en él.

            —Pertenecí al cuerpo de Ingenieros —proseguí con aire soñador—. Ingresé en las clínicas biogenéticas de la academia hace… uhm, 416 años estándar del Imperio. Unos 382 de Enómena. Dije adiós a mi humanidad, parcialmente, y me transformé en otra cosa, en un ser preparado para sobrevivir dentro de uno de los entornos más letales que se han conocido jamás: la sala de máquinas no euclidianas de una nave No-Mn.

            —¿Eres inmortal? —se asombró Vala.

            —No. Ni tampoco inmune al daño, puedo ser destruido. Pero mi cuerpo se sostiene sobre una estructura molecular de red semifluida: es un estado exótico de la materia, sólido y líquido a la vez. Celosías moleculares interconectadas, ya sabéis. —Lo dije, aunque dudé que supieran—. Eso hace que el paso del tiempo apenas me afecte. Pero sí, por supuesto que algún día moriré. —Hice un mohín—. Eventualmente.

            Logus se me acercó y me examinó con curiosidad científica. De todos los presentes, en el fondo era con quien más me identificaba debido a su forma de pensar analítica.

            —Permitido que sea expresado el propio pensamiento —dijo el idor—. Es facultativa la opción de cambiar o de permanecer estático, pero sobre la alternancia de estados a largo plazo, está permitida su inclusión o bien permitida su negación.

            Me asombró que usara el lenguaje de los silogismos, y le contesté en ese mismo código:

            —Hay una disyuntiva en eso: si los señores de la guerra de vuestra civilización me encuentran, estará permitido fenecer, y se pondrá en entredicho nuestra facultad de seguir ocultos. Se permite expresar la importancia de la cautela, pues si eso se logra, implica que la cautela existe.

            —En efecto. Basamos nuestra existencia en silogismos esperanzadores, llamados así en poesía lógica. «Estatismo» es un término sometido a examen, un código para designar un análisis estadístico de probabilidades con niveles eslabonados. «Cambio» y «mutación», por el contrario, son palabras más amables. Esto es lo más cercano que los deónticos estaremos jamás a la esperanza.

            Arthemis escupió a un lado y soltó una risita cínica.

            —Vaya, parece que el bueno de Logus ha encontrado por fin un amiguito con el que jugar.

            —¿Llevas viviendo en este lugar todos estos años? —preguntó Vala—. ¿Solo?

            —No estoy solo, vivo con mis recuerdos y charlo con las máquinas. Ellas me cuentan cosas que ningún ser vivo de Enómena recuerda.

            —¿Pero de dónde vienes? Está claro que no eres de por aquí.

            Miré el techo de cristal transparente. Aunque era de día y no podía verse, señalé donde sabía que estaría un punto diminuto de color zafiro, el primer mundo en orden a partir del sol.

            —Rigolastra, «el broche resplandeciente», como lo llamáis vosotros. Trabajé allí durante unas décadas, en las refinerías de elementos pesados a nivel de superficie, pero la última visita de Thyle, el sol gemelo, provocó tal nivel de desperfectos en la maquinaria que tuve que huir. Todo el complejo industrial se vino abajo. Cogí la única nave que había disponible y acabé aquí. Desde entonces he vivido escondido, rogando porque este día no llegara nunca. El día en que los acontecimientos de este planeta y sus movimientos sociales por fin me alcanzaran.

            Las tres mujeres parpadearon del asombro.

            —¿Vivías en otro planeta, en ese puntito tan cercano al sol que siempre parece estar en llamas? —preguntó Vala.

            —Cuando tu cuerpo ha sido modificado para soportar las condiciones extremas de una sala de máquinas, un simple mundo hecho de aleaciones metálicas en estado de fusión no te molesta demasiado. La verdad es que no lo pasaba mal allá arriba. Solo, tranquilo, paseando por sus lagos de mercurio fundido mientras recitaba a Skendor… Intenté utilizar todos esos materiales y refinerías para construir una nave No-Mn que me sacara de este sistema y me devolviera al núcleo del Imperio… No era una mala existencia.

            —Goeb, o como te llames —dijo la místar—, ¿vives aquí? ¿Puedes ayudarnos a despejar unas dudas que tenemos sobre antigua tecno?

            —No —le contesté automáticamente. Acto seguido, intenté echarme atrás en mi negativa—. Bien, sí; pero no si ello implica revelar mi existencia y mi posición a esos salvajes que os vienen persiguiendo.

            —¿Cómo sabes que nos persigue alguien? ¿Nos has estado vigilando?

            —Esta estación está enlazada por haz de microondas con las del Hilo, y estas tienen cámaras situadas a diferentes alturas. Desde allá arriba se domina una buena porción de este continente, así que sí, he estado disfrutando del espectáculo de vuestra huida desde que comenzó. Seguí la lucha a través de la llanura y vuestro paso por el barranco. Con sinceridad, nunca creí que pudierais sobrevivir a eso.

            —Nosotras tampoco —murmuró Liánfal.

            Los monstruos galvánicos pasaron de largo en su lucha sin fin, y su campo de pesadilla magnética se fue con ellos. Todo pareció volver a la calma. La balsa improvisada, junto con los tres camiones, había quedado montada sobre un puñado de espejos aplastados a diez metros de la orilla. Vala se preguntó si la «tormenta» habría devuelto la electrónica de los vehículos a la Edad de Piedra, y si podrían volver a arrancarlos.

            —¿Qué eran esas cosas?

            —¿Los pyghast? Anomalías del desierto profundo. Suelen vagar arrastrados por las líneas de fuerza de la tierra hasta que se encuentran con otro de su especie. Entonces se atraen como imanes… y no deben gustarse mucho, porque sus cópulas son siempre así de salvajes.

            —¿Estaban copulando? —se asombró Veldram—. ¿A eso lo llaman… copular?

            —Sí, muchacho.

            —Pero espera un momento —se adelantó Liánfal—. ¿Qué es este sitio? ¿Realmente es la estación desde que la que antaño se lanzaban naves a la órbita?

            —Lo sigue siendo, aunque la catapulta magnética ya no funcione como debiera. Una descripción de Ofiuchi como es hoy debería contener todo el pasado de este sitio, pero la verdad es que solo lo contiene a medias. Hay muchas cosas que se han perdido, demasiadas… No sé cuántas veces mi mirada habrá recorrido estas habitaciones que son como páginas escritas. La estación te hace pensar lo que quiere que pienses; te hace repetir su discurso y memorizar lo que hay bajo esta apretada envoltura de símbolos. Pero al final te das cuenta de que son el viento y la arena, combinados con el azar, los que dan forma a lo poco que queda.

            Mientras hablábamos, la temperatura de la sala subía lentamente, grado a grado, tal y como le había pedido que hiciera. Los pueblerinos estaban empezando a entrar en calor, y eso hacía que estuvieran más sosegados y más dispuestos a hablar. Todavía me miraban como si fuera un coco de los cuentos, diseñado para conseguir que los niños se tomaran la sopa. Muchos padres abrazaban a sus hijos con avaricia protectora cada vez que yo los miraba, como si se los fuese a quitar.

            —Contadme quiénes sois, por favor —les pedí—. Hasta ahora os he hablado de mí, pero no sé nada de vosotros.

            —Es justo. Me llamo Liánfal, soy la místar del pueblo de Lum. Como has visto, huimos del horror de la guerra. Somos gente pacífica y poco amante de conflictos, mucho menos si son sangrientos. Por desgracia, allá donde exista un tirano habrá siempre un abuso. Desde que conoces el concepto de la muerte, no tardas ni medio segundo en deseársela a alguien.

            —Oí muchas veces ese mismo relato en otros mundos que visité, lo que demuestra que la historia está hecha para repetirse a sí misma, no importa la distancia que pongas con respecto a la última pesadilla. Vayas donde vayas, siempre habrá alguien que se haga con el poder y quiera ejercerlo de manera despótica. —Miré el fardo que los lumitas estaban intentando proteger. Podía oír la canción electrónica de los objetos que había en su interior, cosa que ninguno de los presentes sospechaba—. Uhm… antes hablabas de reliquias de antigua tecno. ¿Podría echarles un vistazo mientras os secáis? —Se lo pensaron un poco, lo cual era lógico pues se trataba de sus reliquias sagradas y yo un completo desconocido. Pero al final me acercaron el bártulo y sacaron de dentro los tres objetos. Mientras lo hacían, miré divertido a la anciana y le dije—: Por cierto, místar, ¿conoces la etimología de tu nombre? ¿La palabra que designa el cargo que ostentas?

            —Algo he leído en los libros, pero seguro que la explicación que hay en ellos no se parece en nada a la que estás a punto de contarme.

            —Puede que sí o puede que no. —Me encogí de hombros mientras examinaba las tres reliquias—. La palabra original de la cual la tuya parece una derivación era Mystes. Algún día, si tenemos tiempo, te contaré su historia. Vaya…

            —¿Qué pasa?

            Examiné con atención las tres «reliquias» de los lumitas, para mí meros pedazos de tecnología naval viejos y oxidados. Tenían actividad eléctrica, y una fracción de sus circuitos estaba luchando por realizar las funciones que tuvieron en otra época. En primer lugar examiné el Engranaje de Polidio, un fragmento de motor de nave estelar un poco más pequeño que un humano adulto. Por lo que me contaron los lumitas, era imposible tocarlo con las manos desnudas porque les soltaba una descarga. Eso era porque se trataba de un estabilizador de presión para una unidad de hipercombustible, adosado a un generador de campo anticonmoción —me encanta la jerga de mi profesión; cuando los Ingenieros nos ponemos a hablar de nuestras cosas, a cualquier lego que nos oiga le parecerá que charlamos en un idioma místico—. Sus entrañas todavía creían que estaban conectadas al colector de fase de un motor de hiperimpulso, y estaban tratando de canalizar una energía inexistente hacia él. No era un aparato peligroso, y menos con el ínfimo nivel energético que tenía en la actualidad, pero a un lumita podía llegar a entrarle cáncer si dormía junto a él todas las noches durante diez años. No creí que fuera el caso.

            Lo segundo que revisé fue el Casco del Tecnomante, un yelmo de piloto medio quemado que aún tenía manchas negras por la parte de dentro, tal vez restos de sangre. Quien lo usaba, al rato de tenerlo puesto empezaba a sentir una conexión con una mente superior, una conciencia distinta a la suya. Esa mente le hacía preguntas e intentaba mostrarle imágenes inexplicables, llenas de figuras geométricas y diagramas que flotaban en su campo de visión. Seguro que habría muchos lumitas que se volverían fanáticamente devotos tras asistir a esos prodigios, cuando en realidad no era más que un casco espacial interactivo normal y corriente, con conexión neural directa. En cuanto detectaba que un cerebro se situaba en su espacio interior, lo analizaba y se ponía en contacto con él para proporcionarle al piloto datos de navegación y estadísticas de vuelo. Era una herramienta muy útil para los que manejaban naves de pequeño tamaño, como cazas de combate.

           ¿Qué sería lo que estaba intentando comunicar el casco? ¿Instrucciones para guiar a su piloto por una intersección de hiperplanos, en un vuelo a través de dimensiones topológicas hasta ese lugar donde una breve pausa les habría permitido bañarse en la luz del universo… o simplemente el recordatorio de que se abrochara el cinturón? Por supuesto, como ahora mismo no estaba conectado con ninguna base de datos, lo único que mandaba eran recuerdos, ecos de los últimos elementos de telemetría que manejó. Cháchara digital.

           El que sí me sorprendió, y mucho, fue el tercer objeto, el más complejo de los iconos de aquella gente primitiva… el Tapiz de Sílice. Una cortina sólida de luz fluctuante que ondeaba como un chaparrón líquido, llena de mandalas de circuitos integrados. Tejidos matemáticos que fluctuaban a la luz en retirada. Cuando la vi, hasta yo me quedé paralizado un instante, pues jamás en la vida había esperado ver un objeto así fuera del núcleo más protegido del cerebro de una nave transestelar. Se trataba de un fragmento de la computadora cuántica de una nave de gran tamaño, lo que llamábamos su Cognoscitiva. Una rodaja de la cabeza de un ser que existía simultáneamente en ocho dimensiones.

           Los cerebros de las Cognoscitivas podían ser pequeños y caber dentro de un maletín —si la nave no era muy grande— o tener el tamaño y peso de una astronave pequeña. Por la forma del fragmento, deduje que pertenecía a uno de estos últimos, a un cerebro que en su día pudo medir más de cien metros de largo y pesar unas tres mil toneladas. Estas máquinas operaban en el hiperespacio más que en el espacio normal, y era allí donde hacían sus cálculos, por lo que cuando una nave aceleraba a velocidades relativistas o usaba la proyección mnémica, había que tener muy en cuenta este detalle para que su cerebro, que ya estaba en una dimensión paralela, no intentase entrar dos veces consecutivas en ella, o se crearía una paradoja que destruiría a la Cognoscitiva. Ningún capitán quería eso para su nave: no deseaba lobotomizarla y convertirla en un vegetal.

            ¿Cómo, por los antiguos dioses, había llegado a parar un objeto así a manos de una tribu en recesión tecnológica? Se parecía al antiguo cuento para niños del astronauta que viaja atrás en el tiempo, se estrella en un mundo situado en la Edad de Piedra, y los habitantes primitivos cogen pedazos humeantes de su cápsula y los veneran durante eones pensando que forman parte del carro de los dioses, el que arrastra el sol por el cielo.

           La primera hipótesis que me vino a la mente fue la más obvia: una nave de gran tamaño, quizá una circunnavegadora solar, explotó o se estrelló contra la superficie de Enómena. Fragmentos de ella salieron despedidos en todas direcciones, y uno fue a caer cerca de donde vivían los lumitas o los recuperadores de «antigua tecno». Un objeto que les llamó la atención por lo hermoso y brillante que era, una baratija transtecnológica. ¿Y qué hacen los pueblos atrasados con las cosas bonitas que brillan? Las atesoran y, a veces, las idolatran.

            Una nave espacial tenía estos misterios. Eran los aparatos más sofisticados que había construido jamás el ser humano, y permitían a sus tripulaciones sentirse como si fueran delfines nadando alrededor de sus hermanas mayores, las estrellas, jugando alegres entre sus canciones. Pero lo más alucinante no era la presencia del Tapiz, sino la canción que albergaba en sus circuitos. La escuché, enlazando con el aparato gracias a los sistemas de radio que tengo integrados en mi cráneo; la señal pasó al coprocesador heurístico de mi cerebelo. Me conciencié de los pequeños detalles de aquel mensaje, las fluctuaciones en la onda portadora. Olí la casual ionización del oxígeno en torno a la placa. Una cálida masa de información planeó a través del aire; su señal era como una ola de mar que me azotara con un áspero aroma a sal. Estaba en un código fácil de descifrar, no coalescente.

           Y lo que decía…

            Los lumitas tenían razón, sus reliquias estaban vivas, sobre todo esta. «Hablaba» con un emisor lejano situado en la órbita del planeta, probablemente un satélite o una nave. Llevaban semanas diciéndose cosas, compartiendo coordenadas, informes de estatus y cosas así. Pero lo mejor de todo era que, quien quiera que fuese el que estaba allá arriba, no cesaba de enviar un mensaje muy simple que esperaba a ser contestado.

            —«Atención, aquí la nave semillera Icaria hablando en tiempo real desde la órbita baja a todo el que esté escuchando. ¿Hay alguien ahí, alguien entiende mi mensaje? Por favor, respondan. Necesito establecer contacto con los supervivientes de la colonia humana de Enómena 76K [Amrá-2]. Poseo un tesoro en sensometal que deseo compartir con vosotros, y que podría devolver la colonia a su nivel tecnológico de antaño. Por favor, respondan».

            Mi mandíbula casi se desprendió del asombro, y quedó colgándome por debajo de la cara de manera cómica. Liánfal preguntó con cautela:

            —¿Ocurre algo, Ingeniero? ¿Qué has visto?

            Me costó sacar la cabeza de las profundidades del asombro.

            —¿Se acuerdan de lo que les dije antes sobre que estaba intentando construir una nave que me sacara de este sistema? Pues puede que ya no haga falta…


[1] Ver «El tercer nombre del Emperador».