PRÓLOGO 1.1 EL PESCADOR: TELÉMACUS | 1.2. EL PESCADOR: ARTHEMIS | 2.1 ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: TELÉMACUS | 2.2. ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: ARTHEMIS | 3.1. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: LÍANFAL | 3.2. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: ARTHEMIS | 4.1. ASALTO A LA FORTALEZA: TELÉMACUS | 5.1. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 5.2. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 6.1. CAMIONES: LÍANFAL 6.2. CAMIONES: VELDRAM | ITERLUDIO. LA CANCIÓN DEL SILENCIO | 7.1. EL YERMO: ARTHEMIS | 7.2. EL YERMO: LOGUS | 8.1. PERSECUCIÓN: VELDRAM | 8.2. PERSECUCIÓN: ARTHEMIS |8.3. PERSECUCIÓN: TELÉMACUS | 9. LO QUE HAY EN LAS PROFUNDIDADES DEL MUNDO: SERENAY | 10. UNA PAUSA PARA TOMAR ALIENTO | 11. EN LAS ESTEPAS DE FUEGO | 12. ENCUENTRO EN OFIUCHI | 13. UNA SIMPLE CUESTIÓN DE COSTES Y BENEFICIOS | 14. EL CEMENTERIO | 15. UN ADIÓS Y UNA PROMESA

GOEB

Yo, Goeb Shayya-Regatón 2 Terceraiptoiteración-mentófaga (Radamán)sub16sync% IV, siempre me he considera un hombre escueto. Y práctico. Como todos los ingenieros, concibo el mundo en términos de ganancia y pérdida, en porcentajes de complejidad y solución. En preguntas y respuestas. Para mí, el universo no es más que una pizarra donde hay escrita en tiza una cantidad infinita de problemas matemáticos, que nosotros los sapientes debemos ir resolviendo a lo largo de nuestra dilatada historia. Por eso, cada vez que me encuentro con uno de esos asombrosos enigmas, por mucho que no tenga nada que ver conmigo ni que sus consecuencias me afecten directamente, algo en mi mente se pone a dar saltos de alegría.

            Es lo que me pasó cuando conocí a Liánfal y a su gente, y las increíbles circunstancias que rodeaban su odisea.

            Me miraban como si fuera un monstruo de esos que salen de los sueños para asustar a los niños, una vez ha caído el sol. En cambio, ellos eran para mí un enigma social y antropológico de esos que te hacen salivar. Su historia estaba tan llena de casualidades asombrosas que costaba creerse que solo fuera cosa de la aleatoriedad del destino. Accidente, es posible. Selección natural… difícilmente. Los que hemos meditado alguna vez sobre la idea del Destino sabemos que está completamente loco. Y me refiero a estrictamente loco, sabiamente chiflado. Lo justo como para enlazar historias tan dispares como la de los lumitas y la mía en busca de una fatalidad común.

            —¿A qué se refiere con eso de que no hace falta que siga con su proyecto de construcción de una nave translumínica? —preguntó la místar. Fruncía solemnemente el ceño. Probablemente fuese su manera de expresar desconcierto.

            Intenté explicárselo.

            —Este… eh… Tapiz de Sílice, como ustedes lo llaman, es en realidad una rodaja de la cognoscitiva de una nave translumínica de gran tamaño. No sé cómo fue a parar a sus manos, ni siquiera cómo acabó en Enómena, pero aquí está, y sigue activa. —Al oír mis palabras y entender su significado, a muchos lumitas se les fue agriando la cara como cerveza mala. Pero Liánfal y la mujer guerrera, Arthemis, no cambiaron un ápice su expresión. Sabían tomarse la religión con el suficiente humor como para encajar bien noticias así—. Y está activa. Funciona. Está recibiendo una señal en tiempo real procedente de la órbita de este planeta.

            —¿Quiere decir… que eso no es un tesoro fabricado por los dioses? —preguntó alguien, de fondo, un lumita indiferenciado.

            —Sí. —La palabra nefasta. Una palabra-sentencia como quizás no haya otra, capaz de borrar cualquier posibilidad de esperanza.

            —¿Qué contiene esa señal? —preguntó Vala.

            —Al parecer, hay alguien allá arriba desesperado por contactar con los líderes de los países de aquí abajo. No estoy seguro de si es una inteligencia artificial o un tripulante de alguna nave. El problema es que los canales que emplea y su cifrado son demasiado sofisticados como para que alguien los recoja y los interprete.

            —¡Una nave, una auténtica! —se asombró Veldram—. ¿Del carro de diamantes?

            Me explicaron a qué llamaban «el Carro» y yo asentí.

            —Probablemente. Ese pequeño convoy ha cambiado su posición y se ha agrupado en torno a la cima del Hilo, lo he visto desde aquí abajo. Están pasando cosas interesantes ahí arriba. Creo que podemos ponernos en contacto con ese emisor, y hacerle ver que estamos interesados en hablar con él.

            —Increíble… —musitó Liánfal. Se burló de su propio asombro con una risa gutural, abandonada, que hizo sonreír a los otros—. Y mientras tanto, nosotros aquí abajo, tan desconectados e ignorantes de todo…

            —La ignorancia es el campo de lo indemostrable, el campo de la acción ciega —apostilló Logus—. Allá donde exista un enigma que resolver, habrá un motor que ponga en marcha la vida.

            —Felices palabras, las subscribo —dije, y les pedí que guardaran otra vez las reliquias en sus sacos—. Tengo memorizada la frecuencia y el código de cifrado de la señal. Podemos usar la antena de este edificio para dirigir un haz directamente a la fuente de emisión y mandarle una respuesta. Estos son los misterios de mi disciplina, y son complejos de entender vistos desde fuera, pero fíense de mí cuando les digo que puedo hacerlo.

            Los lumitas intercambiaron miradas tensas, llenas de energía y de temor. ¡Hablar con sus dioses a través de un aparato de radio! ¡Mandar un mensaje físico, no espiritual, que sabrían que sería recibido, y que la entidad que estaba en el cielo no tardaría en contestar! Era una idea sobrecogedora, con la claridad imperativa del presentimiento.

            —¿Pero qué le diremos? —preguntó Vala—. ¿Q… qué le pregunta una a un ser que encarna todo lo que nuestras plegarias llevan pidiendo durante siglos? ¿Nos conformaríamos con un simple «Hola, qué tal»?

            —Tal vez baste con eso. Estoy seguro de que la entidad que está allá arriba, en el cielo, no tiene nada de divina. Probablemente sea una IA que se ha reactivado por razones desconocidas, y que está esperando órdenes del control de tráfico aéreo. Lo siento, lamento ser tan desmitificador —me encogí de hombros—, pero la ingeniería nos enseña que ante varias explicaciones a un mismo problema y en igualdad de condiciones, la más simple suele ser la correcta.

            —O sea, que el «Hola, qué tal estas», sirve —sonrió Arthemis. Aquellos ojos oscuros obligaban a la verdad.

            —Sería un buen punto de partida. A partir de ahí podríamos preguntarle a ese emisor quién es, dónde se encuentra exactamente, y si hay alguna manera de que nos pongamos en contacto físicamente. Todo este proceso no parece más… que el simpático reverso de una coincidencia.

            Una pausa mientras los lumitas me miraban, acongojados. Me quedé allí, inmóvil, como una araña en el centro de una telaraña tejida de silencio.

            Al final fue la líder, Liánfal, la que se encogió de hombros y dijo:

            —Demonios, ¿a qué esperamos? Hagamos esa llamada a larga distancia.

Por fuera del edificio la cosa ya se había calmado. Los monstruos galvánicos se habían alejado y no eran más que mapas de isobaras locas en el horizonte. El lago había recuperado su quietud; unas cintas de luz blanquecina se extendían sobre él como velámenes oblicuos y fantasmagóricos, fragmentos de un sol que cubría las nubes con un difuso polvo luminoso.

            La mayor parte de la tribu se quedó abajo, en el salón de reuniones, recuperándose y dándole de comer a los niños y a los ancianos. Leí en sus caras que por primera vez desde que empezó aquella locura se sentían un poquito a salvo, como si mi estación científica fuese un santuario. Yo tenía claro lo erróneo de esa idea, pues si llegaba hasta aquí cualquiera de los ejércitos que peleaban por ahí afuera, no tendríamos manera de defendernos. Pero dejé que lo creyeran. Necesitaban este momento de calma.

            Liánfal, Arthemis, Vala, Logus y yo subimos a lo alto de la torre, donde estaba situado el control de telecomunicaciones. Me había encariñado con Logus: su perspicacia era dura y pulida como un diamante, como a mí me gustaba. Se aferraba igual que yo a los hechos, y tendía a dejar de lado los asuntos que se situaran en el plano de la adivinación. Su mente era tan asertiva como extraño su cuerpo. Sería un valioso aliado científico.

             La sala estaba situada en el último piso, por encima de aquellas paredes que cuando recibían la luz combinada de los espejos brillaban como un incendio de cristal. Pero hasta allí no llegaba el calor. La estancia era redonda y circundada por un anillo de consolas llenas de botones y pantallas, con sillas que tenían estratos de polvo. Cuando entramos, una constelación de lunas cobró inesperada vida en el techo: las luces de sodio de las lámparas, que presintieron místicamente nuestra llegada.

Había huellas de una antigua habitabilidad, de que en realidad hubo gente viviendo allí y haciendo su trabajo en tiempos pasados: una máquina capaz de producir una bebida estimulante pasiva-agresiva; un dilatador temporal con forma de revista con ilustraciones guarras; condones pasar usar y reciclar —ya reciclados—; una revista de acertijos surrealistas con forma de sopicaldos de letras; una novela sobre un pintor ciego que se pasaba la vida dando pinceladas al aire a ver si por casualidad encontraba y acababa un cuadro que había perdido hacía diez años; e incluso una redoma con un perfume ruibarbo, ya gastado, que todavía se preguntaba si la vida era reconciliación o renuncia.

            —Lamento el desorden, pero es que nunca subo aquí arriba. —Soplé una de las consolas. Una nube de polvo cobró vida y se elevó como un fantasma—. En fin, probaré la antena. Espero que funcione. He vivido aquí varios años y todavía no he adquirido una incompetencia sobre estos sistemas digna de elogio.

            Pulsé botones y algo se movió por encima de nuestras cabezas, al otro lado del techo. Su sombra se desplegó en todas direcciones, formando un nubarrón controlado. Liánfal y las demás —menos Logus— se asustaron, preguntándose qué estaba pasando. Al mirar por los ventanales, vieron que unas láminas de metal se estaban abriendo como los pétalos de una rosa, formando al final del movimiento algo parecido a dos manos unidas por la palma. Una conífera vigorosa de metal, sus agujas de color escarlata pálido, se alzó en medio de esos «dedos» y apuntó al espacio. Breves chispazos eléctricos estallaban a sotavento en las torres.

            —¡Funciona! —exclamé, contento. Al sentarme ante la consola, mi traje de cuero trufado de circuitos me hacía parecer una extensión de la máquina más que un operario, pero esto era siempre así. Los ingenieros nunca disimulábamos nuestra condición de entidades semivivas. Con nuestros trajes llenos de conectores y tubos, parecemos una advertencia de cómo la tecnología puede subyugar al hombre—. Introduzco la clave en el emisor… y le pido a la antena que rastree lo que vosotros llamáis coloquialmente el Carro de Diamantes.

            La antena se desplazó para seguir a una estrella, o más bien un conjunto de ellas, que había estado desplazándose por el cielo con movimientos infinitesimales. Los altavoces crepitaron y vomitaron una cacofonía de ruido blanco que hizo que todos menos el idor se taparan los oídos. Bajé el volumen. Incluso a poca potencia parecía un estruendo electrónico que recordaba al lamento de la materia al ser despedazada por las fuerzas masivas de un agujero negro.

Paseé por la frecuencia, buscando un canal digital más limpio, y lo encontré. Tanto Liánfal como las otras mujeres dieron un respingo, pues escucharon en directo una voz andrógina que salió de los altavoces.

            —«Atención, aquí la nave semillera Icaria hablando en tiempo real desde la órbita baja a todo el que esté escuchando. ¿Hay alguien ahí, alguien entiende mi mensaje? Por favor, respondan. Necesito establecer contacto con los supervivientes de la colonia humana de Enómena 76K [Amrá-2]. Poseo un tesoro en sensometal que deseo compartir con vosotros, y que podría devolver la colonia a su nivel tecnológico de antaño. Por favor, respondan».

            Vala fue la única a la que se le notaron las palabras de la frase «¿Es la voz de dios…?», pasándole como un cartel luminoso por la boca. Pero no la pronunció. Liánfal y Arthemis, más avanzadas culturalmente, sabían perfectamente que aquella voz no tenía nada de divina. Fue la místar la que se sentó a mi lado y me miró fijamente; a mí y al micrófono de la consola.

            —Contesta a su saludo —me pidió—. Dile que entendemos su mensaje y que queremos contestarle.

            —¿En nombre de quién hablo? ¿Cómo me identifico?

            Liánfal miró a los otros. Se le notaba la tensión por debajo de la piel, que estiraba sus músculos y hacía que algunos le temblaran.

            —Dile que somos el colectivo Lumita. Y que yo me llamo Liánfal.

            —Atención, emisor remoto en frecuencia 2900 MHz, este es el colectivo Lumita respondiendo. ¿Me capta? Identificador del hablante: Liánfal.

            El mensaje automático de la nave se cortó instantáneamente y oímos una voz igual de andrógina pero amable, quizá esperanzada.

            —Liánfal, aquí la nave semillera Icaria. Encantada de poder hablar con alguien al fin. Estoy situada en la órbita baja a 35.000 kilómetros de altura, cerca de la cima del ascensor estelar. He enviado un emisario a tierra, uno de los trenes magnéticos del tallo, con una muestra del material sensoactivo que llevo en mis bodegas. ¿Pueden recogerlo cuando llegue?

            No sé qué fue lo que más les chocó a las mujeres, si oír hablar a algo que se identificaba claramente como una nave en órbita, o su tono tan coloquial y ansioso por establecer contacto con los humanos. Cuando uno se ha pasado su vida envuelto en el oscurantismo de los mitos y de repente logra hablar con ellos, y estos suenan a colega que desea compartir un almuerzo contigo e invitarte a su casa, en lugar de a voz divina y retumbante… algo se rompe en los cimientos de tu fe. Se vuelve más trivial.

            —Estamos todavía a ciento diez kilómetros de distancia de la base del tallo —dije con una sonrisa—. Pero será un placer desplazarnos hasta allí para recibir ese tren. Gracias. Por favor, no rompa el contacto.

            —De acuerdo, seguiré escuchándoles de modo permanente. Avisen cuando lleguen al Hilo, por favor. Podremos intercambiar más objetos e información.

            La euforia estalló en la habitación. Mi felicidad estribaba en haber descubierto la llave que necesitaba para salir de este planeta bárbaro e intentar llegar a un lugar más civilizado del universo. Para los demás… es complejo de explicar. Vi en sus ojos una mezcla de satisfacción por sentir que estaban acabando una era, y temor por lo que pudiera traer la siguiente. Éramos plenamente conscientes, ellas más que yo, que una etapa de la historia de la humanidad en Enómena estaba llegando a su fin, y que para bien o para mal otra estaba a punto de estrenarse.

            De pronto, Vala congeló su expresión de felicidad y se quedó mirando pasmada por la ventana. Señaló algo en el horizonte, algo que se acercaba a toda velocidad.

            —Esperad… ¿qué es eso?

            Un objeto pequeño y veloz se aproximaba a la estación dejando una estela de polvo. Cuando llegó al lago no se detuvo, sino que lo cruzó volando por encima. Era un vehículo repulsor, EV, como nuestros camiones, pero su poco peso le daba más capacidad de sustentación, y podía flotar sobre el agua.

            —¡Dravitas, nos han encontrado! —exclamó Arthemis, y bajó a toda prisa por el ascensor preparándose para el combate. La acompañamos, y cuando estuvimos fuera del edificio vimos que el objeto era en realidad una moto con un diseño extraño, como si le hubieran soldado un sidecar al sillín del conductor. El motorista se había detenido al lado de las dos cajas de los camiones que los pyghast habían dejado tumbadas de costado, como juguetes rotos, y sacudía la cabeza como diciendo: «Tch, tch, qué desastre».

            Entonces nos vio salir del edificio, y su mirada se cruzó con la de Vala.

Cuando el hombre empezó a avanzar hacia el edificio, con aquel rostro hermoso, claro y abierto por bandera, circundado por una barba marrón, aquella a la que llamaban Vala empezó a llorar. Pero no era un llanto amargo, sino de sorpresa, de felicidad. Salió corriendo de la estación y, cuando sus ojos y los del hombre se encontraron, tuvieron el súbito impulso de hablarse sin palabras, usando el lenguaje de los sentidos. La sobrecogedora experiencia de lo inminente.

            Corrieron el uno hacia el otro y se fundieron en un largo, cálido y profundo abrazo, lleno de besos, de te quieros, de te he echado de menos, y de esa fuerza interior que llena de energía a cualquier escalador para ayudarle a superar el declive de la montaña. Eran amantes, comprendí. Y por lo que me contaron después, un miembro muy valioso de la tribu al que creían muerto.

            —¡Telémacus! —Los demás también corrieron a abrazarlo. Del edificio salieron otros lumitas, entre ellos su hijo Veldram.

            —¡Por los dioses, papá, ¿qué te ha pasado?!

            —Nada que no se empiece a arreglar con una cerveza…

Hubo lágrimas y gemidos sordos. Cuando al fin le dejaron un poco de espacio para que respirara, el agobiado y sonriente guerrero dijo, sin dejar de abrazar a su familia:

            —Es una larga historia, os la contaré luego. Tenemos que darnos prisa en salir de aquí: cuando venía, adelanté a unas tropas dravitas. Se acercan en vehículos de alta velocidad, seguramente un grupo de exploración.

            Eso le proporcionó sustancia a nuestra inquietud. También en mi entorno habitual había cables peligrosos, y cosas que si las tocabas te hacían daño.

            Arthemis juntó las cejas.

            —¿Cuántos vehículos?

            —Solo dos, pero cargados de tropas. Si había más, no lograron sobrevivir al cruce del barranco ardiente. Pero esos dos vienen que echan humo.

            En la cara de Vala se abrió una fisura y, por un instante, algo miró a su marido desde el otro lado: la metálica, rutilante faz del terror. Fue solo un instante, pero sirvió como punto y aparte. Sus ganas de olvidarse de todo y pasar un rato a solas celebrando la resurrección de su esposo —y, si se terciaba, preludiar el sueño con una larga e intensa sesión de amor—, acababan de desvanecerse.

            —Tenemos que probar los camiones a ver si siguen funcionando. Hay que realizar una evacuación rápida. —En ese momento, el cazador reparó en mi presencia y se tensó—. Supongo que habrá una explicación coherente para… eso.

            —Se llama Goeb. Es un ingeniero naval. No es de este planeta.

            —Ya… eso lo he deducido nada más verlo. ¿Estás de nuestro lado, Goeb?

            Me adelanté y le saludé a la antigua, con una sutil reverencia. Mis tubos dorsales se agitaron como trenzas.

            —Soy un náufrago, y como tal, lo único que deseo es encontrar un bajel que me lleve a casa. Si me permitís que os acompañe hasta el Hilo, creo que os seré de mucha ayuda. Ya he establecido una conexión por radio con el Icaria.

            —¿Con el qué…?

            —No hay tiempo para eso. Mirad —dijo Arthemis, con voz grave. A todos nos pareció que se le alargaba un poco la cara.

            En la distancia, perfilados por nubes de polvo, había dos objetos de perfil agresivo que se hacían grandes a ojos vista. Parecían blindados llenos de púas y cañones. Estaba claro que nos alcanzarían mucho antes de que pudiéramos poner los camiones a punto.

            —Vamos dentro del edificio —ordenó Telémacus, haciéndose cargo (como era habitual en él) de la situación—. Nos parapetaremos.

            —No nos quedan armas ni mercenarios —dijo Arthemis, no como pájaro de mal agüero sino simplemente para constatar un hecho—. ¿Qué les vamos a lanzar, insultos?

            Los nudillos de Telémacus crujieron cuando se los apretó.

            —No lo sé, pero no pienso morir aquí fuera sin hacer nada. Démonos prisa, no tenemos mucho tiempo.

PADRE ADDAR

En pocos minutos, Telémacus puso al día a todo el grupo —incluida a esa nueva y estrambótica adquisición, el ingeniero— de sus aventuras. Todos escucharon con atención y con cara de pasmo el episodio que narraba lo que encontró en las profundidades del mundo, cuando cayó a través de mareas de magma hasta el reino de los taelon. También relató cómo había perdido su armadura a manos de Blélox, el robot fanático religioso, y su rápida huida a través del desierto en la moto que le robó. Ahora estaba aquí, reunido por fin con su familia pero sin armas ni coraza, ni nada con lo que hacer frente a aquellos nuevos enemigos que se acercaban. Los nudos de la mala suerte vibraban como un cordón tensado.

            Goeb no paraba de alucinar. Las piezas de aquel complejo puzle llamado Enómena, con sus vastos secretos y sus intrincadas relaciones, parecían encajar con asombrosa precisión. Era como si el destino se hubiese confabulado para destapar todos sus regalos sorpresa a la vez, de modo que cada uno remitiera al siguiente. Los mundos de arriba y de abajo colisionaban en el centro sacando a la luz secretos que llevaban sepultados ni se sabía el tiempo, en un sitio donde normalmente la rareza demandaba castigo.

            —Una civilización oculta de evoanimales inteligentes… —se asombró el ingeniero—. Me encantaría tener una conversación con ellos.

            —Dejaremos eso para más tarde. Como de costumbre, lo urgente no deja tiempo para lo importante —dijo Telémacus—. Dime, Goeb, ¿hay armas en este lugar, o algo que podamos usar para defendernos? ¿Algún vehículo rápido en el que podamos escapar?

            —Uhm… ninguna de las dos cosas, me temo. Cuando llegué a este planeta dejé estacionada mi nave en lo alto del Hilo, y bajé en uno de sus ascensores de alta velocidad. Luego vine hasta aquí en un EV, pero hace tiempo que pasó a mejor vida.

            —Estupendo. —Unas arrugas aparecieron en el rostro del cazador. Iba a añadir con sorna «Pues a menos que ocurra un milagro estamos jodidos», pero se contuvo para no machacar a los que le estaban escuchando. Miró por las ventanas, buscando algún elemento del paisaje o de la estación que pudiera ayudarlos en la lucha que se avecinaba. Unas nubes traviesas estaban encaneciendo el suelo con sus gotitas, y también los espejos, cuyo recuerdo del sol había quedado reducido a una fotografía color lodo en sus paneles.

            —Creo que voy a salir ya para ir poniendo en marcha los camiones, si es que esa tormenta galvánica no los ha frito por dentro —dijo Arthemis.

            —Espera. Ingeniero, ¿qué es esa rampa curva tan alta?

            —Oh, una catapulta electromagnética. Para lanzar cargas al espacio o ayudar a despegar naves con diseño basado en la propulsión y no en la antigravedad.

            —¿Y funciona todavía…?

            El ingeniero se encogió no de hombros, pero sí de tubos.

            —Supongo. Hace muchos años que no se enciende, pero en teoría debería estar operativa. ¿En qué está pensando, señor?

            Telémacus afiló los ojos.

            —En el significado más antiguo de la palabra catapulta…

            Alguien dio la alarma: los dravitas habían llegado al borde del lago. Se habían detenido con sus vehículos aeroflotadores pesados con pinta de blindados de combate. Parecían tener el mismo problema de flotabilidad que los lumitas se habían encontrado con sus camiones, así que por el momento se lo estaban pensando. Como Telémacus se temió, era un grupo de exploración y castigo, seguramente enviado por el Kon-glomerado al ver que su líder no regresaba tras el accidentado vadeo del Devianys. Encima de cada vehículo se apelotonaban sicarios como en una vieja película de persecuciones. Parecían caravanas ambulantes llenas de celebridades menores del mundo del homicidio.

            —No tardarán en encontrar una manera de cruzar. ¡Que todo el mundo se ponga a amontonar lo que encuentre contra las ventanas, hay que crear barricadas! —La gente, asustada, se puso en marcha—. ¡Vosotros, empujad hacia aquí esos escombros! —Más manos—. Goeb, pon en marcha los motores de la catapulta. Y prepárate para reorientar todos esos espejos solares.

            —¿Qué tienes en mente? —preguntó Vala, mirando con temor a su marido. La expresión de él estaba deslizándose de nuevo peligrosamente hacia el delirio.

            —Confía en mí. Saldrá bien.

            —¿Y si te matan?

            —Bueno, en esa situación ya estamos ahora. El cambio solo puede venir a mejor.

            La alargada cara de caballo del ingeniero pendía sobre él, preparada para relinchar. Ecce fectum. Pero no lo hizo, sino que volvió a la sala de control y empezó a apretar botones. Mientras tanto, los lumitas cogieron todo lo que había a mano y podía ser usado como arma contundente —sillas, patas de mesas, cristales rotos, incluso mazos improvisados con telas enrolladas y mojadas—, y se apostaron al lado de ventanas y puertas. Junto a la principal estaban apostados Telémacus, su hijo y Arthemis. En un momento dado, ella le sonrió.

            —Desde luego, eres mi clase de hombre. Los tienes muy bien puestos.

            —Gracias, Arthemis, pero no hago esto por mí, sino por mi familia.

            —Eso lo vuelve aún más meritorio. Lástima que ya estés comprometido, semental.

            Veldram la miró con enojo, pero se quedó callado. Aquello, si acababa siendo un problema, era algo que tendría que resolver su padre, no él.

            —Hay gente adicta al riesgo y a las emociones fuertes —dijo Telémacus, divertido—. Es posible que si sobrevivo al día de hoy intente introducir la palabra tomato en el lenguaje. Si la gente se cansa de arte y de quehaceres cotidianos, dales tomato.

            —Apoyo la moción. Vamos a darles tomato del bueno a esos cabrones. —Arthemis hizo un gesto hacia el primer vehículo, que había puesto sus motores repulsores a máxima potencia y estaba empezando a cruzar el lago—. Atención, ya vienen. Lo primero que tenemos que hacer es agenciarnos alguna de sus armas. Con palos y piedras no vamos a ninguna parte.

            —De acuerdo. Tú vete por la izquierda, yo por la derecha. Intentemos atraerlos a la base de la catapulta. Goeb, ¿estás preparado? —preguntó Telémacus por la mini-radio.

            —Sí. Control de giro de los espejos, listo. Calculando el ángulo de incidencia del sol.

            —Maldita sea, si no estuvieran todas esas nubes… Más mala suerte.

            Tenía el mal hábito de pronunciar esas palabras, «mala suerte», entre comillas. Pero es que para él no eran un factor irremediable del destino, sino algo contra lo que se podía luchar si uno se esforzaba lo suficiente.

El primer blindado estaba a medio camino de la orilla, levantando olas de dos metros a medida que sus motores se asfixiaban intentando mantener la caja superior a flote. Dos figuras veloces abandonaron el edificio y corrieron a ocultarse tras los espejos: Telémacus y Arthemis, cada uno por un lado del campo. Cuando el vehículo tocó tierra, y justo antes de que los soldados que llevaba encima saltaran a la arena, el cazador hizo una especie de silbido de pájaro por su intercomunicador, dándole una orden a Goeb. Este apretó el botón que controlaba la inclinación del bosque de espejos y orientó los que no estaban estropeados en un ángulo tal que cogieron esa bola fría y brillante del cielo y la concentraron desde cientos de puntos diferentes sobre el blindado. La consecuencia fue que el mundo pareció estallar en un fulgor incandescente alrededor del vehículo. Apenas había calor asociado a ese resplandor, pero tampoco hacía falta: el plan de Telémacus no lo necesitaba.

El acto reflejo de los dravitas fue el esperado: taparse la cara y lanzar un grito de asombro. Sus cascos provistos de visión mejorada no pudieron soportar la repentina visita del sol a ras de tierra y se saturaron, mostrando a sus usuarios campos quemados de ceniza estroboscópica. Eso les dio a Telémacus y Arthemis los segundos que necesitaban para correr hasta la caja del vehículo, subirse encima de un salto, cada uno por un lado, y hacer la misma acción: tirar a un soldado fuera del vehículo, sin contemplaciones, y quitarles a otros dos las anillas de las granadas que llevaban en los chalecos. Luego, saltaron al suelo y se cubrieron la cabeza.

El estupor de los enceguecidos soldados no tuvo límites, y menos cuando al recuperar la visión lo que vino con ella no solo fueron imágenes, sino también sonidos: el tictac letal de los explosivos. Les dio tiempo apenas para mirarse unos a los otros con incredulidad, cuando las granadas explosionaron en cadena: primero las de los hombres atacados por los dos mercenarios, y a continuación y en una oleada imparable, las que llevaban sus compañeros de pelotón. El resultado fue un hongo de fuego que convirtió el blindado en una seta triturada.

Habían muerto todos salvo los que ellos habían tirado del vehículo. En cuanto la lluvia de restos dejó de precipitarse sobre ellos, Telémacus agarró la cabeza del soldado y le partió el cuello. A continuación, le arrebató lo que llevaba encima: armas de mano, granadas, radio. Arthemis hizo lo propio y se reunió con él rodeando a la carrera el blindado.

—¡Ha salido bien! ¡No me lo puedo creer!

—Sí, pero no funcionará por segunda vez. Mira. —El hombre señaló el segundo blindado, que alzaba hacia el cielo unos tubos negruzcos—. Mierda… ¡morteros! ¡A cubierto!

            Salieron corriendo para alejarse de los restos del vehículo, ya que seguramente el artillero los estaría usando como blanco, y se refugiaron bajo los espejos. Del segundo blindado surgieron unos trazos de humo lanzados al aire, acompañados por unos tosidos, y cuando cayeron a tierra hicieron explotar la zona circundante al primer vehículo. Los espejos se transformaron en ondas de cristal triturado. Telémacus lanzó un improperio cuando muchos de esos pedacitos de cristal se le clavaron en el cuerpo, y deseó haber tenido puesta su armadura. Por fortuna, las heridas no fueron profundas, pero le dejaron la piel llena de cortes.

            El blindado terminó de cruzar el lago y trepó a tierra con un esfuerzo mecánico. Los dravitas, casi inmediatamente, saltaron de la caja al suelo: no querían que les pasara lo mismo que a sus compañeros del primer tanque. Telémacus le hizo una señal con el puño a Arthemis y corrieron de vuelta al edificio principal, tirando hacia atrás casi sin mirar las granadas robadas a los muertos. No buscaban causar bajas, solo crear un estado de confusión que les diese cobertura. A su alrededor, el aire se llenó de descargas láser que dejaban supersónicos rastros de ozono.

            —¡Goeb! ¿Cómo va esa catapulta magnética? —gritó Telémacus mientras corría. El ingeniero deslizó su voz entre chispazos:

            —Operativa, pero si quieres usarla, dímelo con tiempo para ir cargando el disparo.

            —¡Cárgalo ya! Intentaré atraer al blindado hasta su base, a ver si lo podemos poner en órbita como un tirachinas.

            El cazador salió corriendo hacia un lado, separándose de Arthemis. Esta llegó al edificio, se lanzó de cabeza por una ventana y, una vez parapetada dentro, abrió fuego contra los soldados con el fusil robado. Vio la figura de Telémacus corriendo a todo lo que daban sus piernas mientras los destellos láser silbaban a su alrededor como ascuas de luz. En su persecución no fue el blindado, pero sí media docena de soldados. Estaban mucho mejor armados y motivados. Por la cabeza de la cazadora empezó a rondar un fantasma cruel, el del fracaso, susurrándole sus espantosas letanías: que si no podrían sobrevivir a este ataque; que si su viaje iba a concluir aquí pasara lo que pasara; que si…

            Telémacus llegó a la base de la enorme catapulta y miró hacia arriba, a la gran pista metálica que se curvaba hacia el cielo, como si fuera una pista de aterrizaje para aviones que describiera una curva. Había algo fluido, insustancial, en la pesadez misma de aquella masa metálica, de aquel monolito compuesto por centenares de torres distintas amalgamadas, donde las partes y el todo llevaban el mismo nombre. Como si hiciera falta —que no lo hacía—, tenía pintadas marcas de dirección en su superficie plana, flechas que indicaban «hacia adelante», aunque cualquier cosa que ganara inercia allí solo tenía un lugar por donde salir: la cúspide de la pista, en dirección a las estrellas.

            Notó la pesadez de los campos magnéticos abriéndose paso por el aire. Destellaban en los ángulos y los filos de una especie de cañón lineal, la catapulta en sí, situada en la base del aparato; esta máquina era la encargada de conferir a los paquetes que iban a ser lanzados el impulso inicial. A lo largo de la pista había muchos más aceleradores, cuyos campos contribuían a mover el paquete y a que ganara una cantidad brutal de momento angular. Si tan solo pudiera situar delante del cañón el vehículo de los dravitas… lo mandaría de regreso a Tájamork de una patada en su magnético culo.

            Se parapetó tras el borde de la pista y devolvió el fuego a quienes lo perseguían. El blindado estaba yendo directo al edificio. Telémacus sintió ganas de estornudar por el polvo de los impactos y se pellizcó el puente de la nariz. ¡Vaya momento para ciertas funciones corporales! Lo que menos le gustaba era que el vehículo no le hacía ni caso, por mucho que le disparase. A lo mejor se veían venir la trampa, o consideraban que el premio que les esperaba en la estación era mucho más goloso que un hombre solo, pero lo cierto era que el plan de atraerlo hacia la catapulta no estaba dando resultado.

            Maldita sea, si tan solo les sonriera la suerte aunque fuera una vez…

            En ese momento sucedió algo que nadie, ni lumitas ni dravitas, esperaba. Ni siquiera tuvieron claro de qué se trataba, aun viéndolo desde lejos. Lo único que Telémacus supo fue que un tercer jugador hizo acto de presencia en el campo, y que se plantó como una figura muy difícil de describir en el borde del lago, detrás de los atacantes.

            Telémacus fue el primero en extrañarse. Afiló los ojos a ver si enfocaba mejor, pero solo se advertía la presencia de una figura humanoide desdibujada por el polvo. Era muy alta, eso sí, más de dos metros, aunque sus proporciones eran indudablemente bípedas. Sin embargo, había algo en ella… irreal. Complejo. Parecía más una proyección holográfica que un ente sólido, porque su contorno temblaba, y resultaba muy difícil fijar la vista en él. Como si siempre estuviera desenfocada. Pero sobre todo, aquella figura emanaba una increíble sensación de amenaza, a pesar de que todavía no había hecho ningún movimiento hostil. Los dravitas también lo percibieron y giraron el blindado para apuntarle con sus armas.

            Los soldados abrieron fuego, y la criatura se movió. Dejó algo parecido a un eco de imágenes en el aire al desplazarse, como si se fuera olvidando atrás efímeras fotografías de sí misma que congelaban instantes en el tiempo. Esas fotos no duraban más que unas décimas de segundo, pero el ojo las captaba, y sabía que no eran alucinaciones.

            El ser se acercó a los soldados sin preocuparse de si los disparos de energía impactaban sobre él o no. En realidad, parecía sacar provecho de ellos, pues cada láser que le golpeaba parecía abrirse como un abanico de frecuencias y alimentar el campo que protegía a la criatura. Entonces comenzó a matar soldados, y no fue un espectáculo hermoso: a Telémacus se le desorbitaron los ojos cuando vio la técnica que empleaba, una especie de proyección de sus «instantes de realidad» como armas. El ser levantaba una mano, y ese movimiento generaba ecos cuánticos que cortaban el aire como fracturas en la fábrica de la realidad. Esas fracturas cortaban los cuerpos humanos y los montantes de los espejos solares como si estuviesen hecho de humo. Pronto, la tierra empezó a llenarse de cadáveres de dravitas mutilados, de trozos de los espejos que aún quedaban en pie, e incluso de partes del vehículo blindado, cuyas corazas no servían para detener aquello.

            El asombro en el rostro de Telémacus no solo vino a cuenta de la aparición de este ser, ni de lo que estaba haciendo con las fuerzas militares, sino porque sabía lo que era. Nunca lo había visto, pero había oído las leyendas… y además, era el premio máximo al que Arthemis quiso aspirar cuando trató de hacerse con la Llave de Iridio: aquella cosa era un hecatonquiro, sin duda alguna, la mayor arma concebida por el Imperio Gestáltico. Un androide de combate que jugaba con la fábrica de lo real a la hora de desplegar su potencial ofensivo. No había nada ni nadie en Enómena que pudiera resistírsele, ni siquiera sus supuestos controladores. El loco de Padre Addar había puesto en funcionamiento una de aquellas cosas, quién sabía si la última que quedaba en Enómena.

            Y ahora estaba allí, descontrolada. Haciendo lo único que sabía: matar.

            Si esa cosa llegaba al edificio no dejaría ser humano con vida. Ningún lumita viviría para contarlo. Así que Telémacus tenía que hacer algo para, si bien no destruirlo —mucho se temía que no había ningún arma en el planeta capaz de hacerlo, ni siquiera los ingenios nucleares—, sí lanzarlo muy lejos de allí.

            Miró la catapulta y se preguntó si el cuerpo de un hecatonquiro sería vulnerable al electromagnetismo. A lo mejor ni siquiera eso tendría poder sobre él.

            —¡Tenemos que llevarlo hasta la catapulta! —gritó por el intercom. Le respondió Arthemis:

            —¡Juguemos al gato y al ratón! ¡Yo seré la ratoncita!

            La cazadora salió por la misma ventana por la que había entrado, dejando una cohorte de lumitas atónitos y aterrorizados detrás, y echó a correr por el campo de espejos hacia donde estaba Telémacus. De camino, liquidó a un par de soldados que huían del monstruo sin saber que la tenían a ella detrás.

            —¡Eh, bicho, engendro, mala cosa! —le gritó al hecatonquiro, haciendo aspavientos—. ¡Mírame a mí, estoy aquí! ¿Quieres pasar un buen rato? ¡Sígueme!

            El monstruo dio un salto y cayó convertido en una cuchilla cuántica sobre el blindado, el cual se partió espectacularmente en dos pedazos con una explosión limpia, seca y casi sin ruido. Los dravitas supervivientes gritaban de pánico y le disparaban con sus armas personales, sin saber que ya estaba todo perdido. Que ante tamaña fuerza imparable de la naturaleza —de la tecnología, más bien—, no había nada que hacer. Estaban todos muertos, y lo sabían.

            El hecatonquiro miró a Arthemis. Y sucedió algo muy extraño.

            Se quedó inmóvil durante unos segundos, como desorientado o demasiado sorprendido para moverse. Miraba a la mujer pero no como un objetivo más, otra insignificante hormiga que quitarse de encima, sino como si la reconociera. Como si la hubiese visto en alguna otra vida, y un eco de esas memorias volviera inesperadamente a él.

            Arthemis tuvo que ahogar un grito de asombro cuando se dio cuenta de que reconocía los rasgos faciales del monstruo: de algún modo, la cara de aquella cosa era la misma que la de Padre Addar, solo que consumida por los procesos estocásticos que rodeaban como una concha a aquel androide. Pero seguía siendo él, no le quedó la menor duda: de algún modo, bestia y hombre se habían fusionado en una entidad, y compartían nombre y definición.

            Aquel engendro la había reconocido de cuando Arthemis lo encañonó en el palacio del drav, en su fortaleza móvil. De cuando incineró a su amo, el drav Bergkatse. Parte de ese recuerdo transformado en odio tuvo que influir de algún modo en el comportamiento del hecatonquiro, porque dejó de avanzar hacia el edificio y se encaró con la pista de la catapulta. Iba a por Arthemis.

            La cazadora llegó hasta donde estaba parapetado Telémacus y dio un salto por encima de la barrera, cayendo a su lado.

            —¡Es Padre Addar, ese malnacido!

            —¿Quién?

            —¡El monstruo! ¡Tiene su cara!

            Telémacus dejó que se le escapara un tic gracioso.

            —Pues creo que él también nos recuerda a nosotros, porque viene hacia aquí.

            —¿Por qué está atacando a los dravitas?

            —Creo que esa cosa ya no distingue amigos de enemigos. Simplemente, elimina todo lo que se encuentra a su paso. Por eso nunca las usaron en las guerras supremacistas.

            —¿Opciones?

            El cazador miró el cañón lineal magnético de la base de la catapulta. Tenía cincuenta metros de largo por veinte de alto, y su estructura temblaba con la fuerza del electromagnetismo que tenía comprimido en sus entrañas. Se notaba que estaba deseoso por dejarlo escapar en una violenta diástole.

            —Goeb —llamó por la radio cuando en algún recoveco de sus pulmones encontró aire suficiente—, estate atento para conectar la catapulta.

            —¡No puedo, estáis vosotros dentro! —advirtió el ingeniero.

            —Calla y obedece. Es nuestra única posibilidad de sobrevivir. Cuando te dé el ya… aprieta el botón. Y no dudes.

            Las nubes de polvo se apartaron para dejar pasar al hecatonquiro, que se acercó a ellos caminando. Andaba con perezosa rapidez, con esa desmayada, hipnótica premura que tienen algunos fenómenos atmosféricos mientras uno los ve acercarse. El polvo resbalaba por encima de él, pero al mismo tiempo lo desdibujaba, le privaba de corporeidad. Lo convertía en un esbozo de ser humano ejecutado a carboncillo sobre un lienzo más gris que blanco.

No había el menor rastro de detrito de la batalla sobre su cuerpo: ni sangre, ni barro ni metralla. Estaba limpio, envuelto en un impoluto campo de improbabilidad, como si acabase de llegar al escenario de la lucha y nada de aquello fuera con él. Ahora que se daban cuenta, el ser no proyectaba una única sombra sobre el suelo, sino varias que fluctuaban y se fundían unas con otras en una especie de danza cuántica.

            —La llevamos clara —dijo Arthemis—. Pero de verdad.

            —Puede que sí. O puede que…

            Tiró al suelo las armas y todo lo metálico que llevaba encima y retrocedió unos pasos hasta situarse en el centro de la pista de despegue, justo en frente del cañón. Notó un temblor bajo la suela de sus zapatos, un movimiento telúrico, como si la enorme estructura se hubiese colapsado sobre sí misma, hundiéndose un centímetro en la tierra. El polvillo acumulado durante años sobre la pista trepaba por ella hacia arriba, soplado por pulmones invisibles. El cabello de Telémacus se puso de punta.

            —¿Piensas hacer de cebo? —preguntó Arthemis, enfadada—. ¡Ni hablar, amigo! Esta vez me toca a mí ser la heroína.

            —Arthemis, aléjate, no seas estúpida.

            —Y tú no seas capullo, anda. Ya has agotado tu cupo de heroicidades de hoy.

            —¡Escúchame! No tenemos tiempo que perder en discusiones. Necesito que trepes encima del cañón y estés preparada para derribar esa torre. —Señaló uno de los anillos que servían para orientar la fuerza magnética y mantenerla dentro del ámbito de la pista. Tenía forma de pulsera de aluminio de diez metros de altura, y formaba parte de una larga serie de argollas que se sucedían a lo largo de la pista, hasta la cúspide, como si abrazaran la ruta que debían seguir las naves—. ¡Hazlo, ya!

            Arthemis sabía que discutir en aquella situación sería inútil, por lo que lanzó una expresión malsonante, haciendo ese ruido tan suyo de rechinar los dientes. Salió corriendo hacia el cañón, trepó como una araña y se puso en cuclillas sobre su boca, apuntando a la argolla.

            El hecatonquiro llegó hasta el borde de la pista y no se molestó siquiera en levantar las piernas para sortearlo por encima: se limitó a seguir caminando y pasar a su través como si fuera un fantasma, como si sus átomos pudieran fluir libres a través de la materia sólida, reconfigurándose para filtrarse entre los huecos intercelulares. Telémacus sintió que las piernas se le volvían de mantequilla. ¿Cómo era posible que los Antiguos tuvieran esa clase de tecnología, y aun así su Imperio se colapsara? ¿Qué clase de cataclismo tuvo que suceder…?

            Como le había dicho Arthemis, aquel monstruo de más de dos metros de altura, casi tres, tenía la cara de Padre Addar, el Intérprete de los Muertos. Pero no era un rostro vivo, funcional, sino más bien una fotografía desvanecida, la imagen que una lápida proyecta de la persona a modo de resumen de su vida. No un examen exhaustivo de una persona, sino solo sus titulares en negrita. Imaginó que en algún momento el desgraciado de Addar se había encontrado con aquel monstruo, y que este lo había asimilado de alguna manera, agregándolo a su código genético. ¿Estaría Padre Addar todavía por allí, en alguna parte? Quizás como escolio, como nota a pie de página; puede que un archivo de datos mnemotécnicos perdido por algún lado. Pero no creía que hubiese sobrevivido como entidad libre a la fusión de cuerpos.

            El ser examinó a Telémacus con desgana, y le ignoró, buscando a la mujer. Era ella a quien quería. El odio era un barco cuya quilla dejaba estelas alargadas en el mar de la conciencia. Y aunque el androide no fuera en rigor Addar, seguro que tenía tantas ganas como él de ajusticiar a la asesina que había incinerado al drav.

            —¡Ahora! —gritó Telémacus para los dos: Goeb y la cazadora.

            Los siguientes cinco segundos parecieron alargarse una eternidad. Una eternidad dividida en breves escenas de no más de medio segundo: Arthemis apretó el gatillo y su descarga golpeó la base del anillo, pero no la destruyó. Se quedó colgando a medio caer, el arco de metal bailando sobre la pista de aceleración pero sin desprenderse de su base. Telémacus echó a correr a lo máximo que daban sus piernas, llegó al borde de la pista y saltó acrobáticamente por encima, rodó por el suelo y agarró el rifle que había tirado antes. Pero el hecatonquiro tampoco se quedó quieto: mientras Goeb apretaba el botón de disparo de la catapulta y soltaba las riendas de los superconductores que ardían de histéresis, alzó con decisión un brazo y envió hacia Arthemis uno de sus ecos-cuchilla.

            Telémacus vio cómo el cuerpo de la mujer sufría una convulsión y desaparecía de su vista, cayéndose hacia atrás por el otro lado de la catapulta. Exhaló un histérico:

            —¡¡No!!

            …Y apuntó con su arma al anillo dañado. Sus disparos terminaron de desprenderlo, y lo vio caer como una masa grande pero poco pesada en el canal de aceleración del Gauss. El peso no contaba mucho en aquel experimento: tal y como había planeado, la argolla metálica lo que hizo fue caer bajo la potentísima influencia del cañón, y fue disparada a varios centenares de g de presión hacia arriba, siguiendo la curvatura que marcaba la pista. El hecatonquiro estaba delante de ella, en su trayectoria, y quizás no fuera capaz de atravesarla como hizo con los otros objetos, o puede que la velocidad a la que lo golpeó no le diera tiempo a activar esa función de su cuerpo —o tal vez era que algún vestigio de decencia en aquella tecnología que los siglos habían dejado intacto todavía recordaba lo que era sentirse útil—, pero lo cierto fue que la argolla se llevó con ella al monstruo como una escoba que barre con contundencia a un insecto.

Telémacus sintió que el corazón le daba un vuelco cuando vio los dos objetos salir disparados hacia arriba, en el centro de un torbellino de arcos voltaicos, el monstruo temblando como si cada átomo de su poderoso cuerpo hubiera sido utilizado para resistirse a aquel efecto, y no lo hubiese conseguido. Salieron proyectados por el extremo superior de la pista hacia el cielo, hecatonquiro y anillo, y se convirtieron en motas de polvo en la distancia. Se elevarían probablemente veinte o treinta kilómetros antes de empezar a caer de nuevo, y cuando lo hicieran, la parábola los llevaría a impactar contra alguna montaña a cientos de kilómetros de allí.

            —Chúpate esa, cabrón —masculló. Y salió corriendo a ver qué le había pasado a Arthemis.

            Cuando la encontró tuvo que morderse el labio: la mujer estaba tumbada en un charco de sangre, mirando sin ver un techo que no le resultaba familiar, un techo llamado cielo. La guadaña invisible del monstruo le había cercenado de cuajo el brazo derecho a la altura del hombro, pero venía desde más abajo, trazando una línea de sangre que también le había amputado una pierna y media cadera. Milagrosamente, estaba viva. Sus ojos llorosos miraban entre temblores aquel cielorraso que su cerebro se empeñaba en negar como algo lógico.

            Telémacus le cogió con suavidad la cabeza.

            —¡Arthemis! Joder… ¡Mierda!

            —N… no te preocupes, no siento nada —balbuceó ella, ensayando una sonrisa—. Creo qu… que… estoy más allá del dolor… Eso es una buena noticia, ¿no?

            —Lo es… Maldita sea, todo esto es por mi culpa. —Sacudió los puños como queriendo hacerle daño al aire. Ella le puso una mano manchada de sangre en el hombro.

            —Esta es la vida que elegimos, amigo… Una vez te dije que la única manera que existe de triunfar en esta lucha es abandonándola. ¿O se lo comenté al aborto giratorio? No lo recuerdo bien. Si no hubiese sido aquí, en esta historia, habríamos terminado en el punto y final de otra. Este mundo es un desastre, T… Telémacus. Podrido hasta la médula, demasiado enfermo de maldad y tristeza… Llévate a tu gente a otro, si puedes, muchas luces cielo arriba…

            —Lo haré. —Al cazador se le licuaron los ojos—. Todo habrá pasado pronto, y estaremos ya en el Hilo, la carretera que conduce a las estrellas. Donde ya no habrá tiranos que nos persigan para reclutarnos en sus guerras inútiles; donde los mares antigravedad están llenos de agua además de aire, y los peces acuden por sí solos a nuestras redes para que los cojamos; donde las canciones, nada más brotar de tus labios, adquieren vida propia y ya no se extinguen nunca, pues hay algo mágico en el aire que las mantiene vivas y las dota de conciencia; donde hay tanto vacío que queda mucho espacio para moverse; donde los que aquí somos guerreros colgaremos para siempre las cartucheras y ya no tendremos necesidad de matar a nadie, nunca más…

—Llévatelos a ese lugar, sí. —Sus ojos se fueron apagando—. Y no mires… atrás…

            La mujer nunca acabó aquella frase. El cazador bajó la cabeza en un movimiento que le llevó un largo minuto, aunque solo la movió unos pocos grados. Sentía más que veía a los lumitas viniendo a la carrera hacia él. Eran proyecciones desdibujadas contra un tiempo que corría a una velocidad distinta, formando una pantalla a su alrededor, ralentizando los cuerpos y manteniéndolos a una distancia prudencial de su congoja.

            Apretó la mano de Arthemis y le bajó los párpados. No lloró, pero exhaló unas bocanadas de aire, sinceras, aturdidas. Se había encontrado muchas veces con la muerte, pero la de una amiga siempre lo tocaba más de cerca.

Miró al Hilo. Estaba muy cerca ya. Si lograban poner los camiones en funcionamiento puede que alcanzaran la base en pocos días. Había que ponerse en marcha sin más dilación: estaba seguro de que el hecatonquiro no había sufrido daños severos, y que volvería. Solo era cuestión de tiempo.

Llévate a tu gente a otro planeta, muchas luces cielo arriba.

            Eso pensaba hacer. Ya no habría nada que se interpusiera en su camino. Esta vez no lo haría por su familia, aunque ellos siempre estaban ahí. Lo haría por sí mismo, maldita sea, por su satisfacción personal. Y que alguien se atreviera a reprochárselo.