PRÓLOGO 1.1 EL PESCADOR: TELÉMACUS | 1.2. EL PESCADOR: ARTHEMIS | 2.1 ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: TELÉMACUS | 2.2. ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: ARTHEMIS | 3.1. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: LÍANFAL | 3.2. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: ARTHEMIS | 4.1. ASALTO A LA FORTALEZA: TELÉMACUS | 5.1. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 5.2. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 6.1. CAMIONES: LÍANFAL 6.2. CAMIONES: VELDRAM | ITERLUDIO. LA CANCIÓN DEL SILENCIO | 7.1. EL YERMO: ARTHEMIS | 7.2. EL YERMO: LOGUS | 8.1. PERSECUCIÓN: VELDRAM | 8.2. PERSECUCIÓN: ARTHEMIS |8.3. PERSECUCIÓN: TELÉMACUS | 9. LO QUE HAY EN LAS PROFUNDIDADES DEL MUNDO: SERENAY | 10. UNA PAUSA PARA TOMAR ALIENTO | 11. EN LAS ESTEPAS DE FUEGO | 12. ENCUENTRO EN OFIUCHI | 13. UNA SIMPLE CUESTIÓN DE COSTES Y BENEFICIOS | 14. EL CEMENTERIO | 15. UN ADIÓS Y UNA PROMESA | 16. VENCEDORES Y VENCIDOS | 17. ESTACIÓN KALPA TÉRMINO COSMOS

VELDRAM

El joven Veldram no estaba dormido. No estaba despierto.

            Se sentía como flotando en una nube, a un paso de la demostración de que lo que veían sus ojos no era producto de un sueño, sino que existía de verdad. Pero su cerebro no acababa de creérselo.

            El Hilo se revelaba ante ellos mostrando lo que en realidad era: una torre compuesta por tres vías de tren verticales que partían de una estación tierra —un edificio más ancho que ninguno que hubieran visto antes, casi una ciudad en sí mismo—, y que se alzaban en línea recta hasta convertirse en un alfiler delgadísimo que raspaba las galaxias, allá arriba, perdido en la eternidad. Un estilete que señalaba el inmenso espacio de los tenebrosos años luz. La punta podría haber herido la cara de esa azafranada estrella que se estaba manifestando en el este.

           De las tres vías solo una estaba ocupada con la enorme masa de un tren, un ingenio mecánico de más de cien vagones de longitud, con locomotoras magnéticas en cada extremo, que se alzaba por derecho propio como un coloso. Estaba allí, esperando a que alguien se montase dentro, que pulsase los botones adecuados, que operase sus motores. A lo mejor estaba muerto y jamás podría volver a elevarse, pero eso nadie lo sabía.

            Mirar al Hilo provocaba tortícolis, pero no hacía falta girar tanto el cuello para asombrarse, pues las condiciones en las que se hallaba el edificio de la base también eran para dejarlos sin aliento: una agresiva capa de vegetación de aspecto alienígena lo cubría por completo, formando una capa de selva comprimida de un kilómetro de anchura y medio de alto. A través de ella podían distinguirse todavía los colores y las formas de los edificios, las plataformas de despegue para naves pequeñas, las torres de control de tráfico, las antenas parabólicas, los andenes secundarios para trenes horizontales, las largas avenidas por las que los viajeros en tránsito debían circular en épocas pretéritas… Todo seguía ahí, pero con el paso de los siglos se había vestido con una pelusilla de plantas con malformaciones, doblemente lobuladas, con raíces que semejaban dedos involuntarios. Un follaje encrespado en una rígida turbulencia que logró que sintieran el estremecimiento de lo maravilloso en sus huesos. Y todo ello bañando edificios esféricos y plateados, como pompas de jabón fabricadas con luz de luna.

           En conjunto era una obra de arte. Un hito tecnológico majestuoso, algo con lo cual sus cansadas inteligencias no se habían enfrentado nunca. Poseía el calor y el misterioso aislamiento del logro perfecto, del artefacto tecnológico total. Puede que en otra época ese milagro hubiese hervido de vida, pero ahora su aspecto antiguo y abandonado traicionaba lo que realmente era: el corazón metálico y sin pulso de una estatura que desafiaba la razón.

           —Vaya… que me aspen —susurró el joven Veldram, sintiendo las primeras punzadas de tortícolis. Su voz chirrió como una puerta de goznes oxidados. Sus padres y el resto de la tribu estaban de pie a su lado, igual de atónitos, igual de mudos; a ellos también les brillaba la maravilla en estado puro en los ojos.

            Con una negrura uterina, aparecían unas rayas que partían de un solo sitio, en medio de aquella maraña de vegetación. Eran carreteras que conducían la mirada hacia un único punto en el que brillaba un resplandor pulsante, una especie de latido místico. Había un objeto que palpitaba allí dentro, sepultado bajo capas y capas de follaje. Y su luz tenía una cualidad irreal, como ese tipo de resplandor a medio camino entre el verde, el magenta y el turquesa que queda en el ojo después de que uno haya visto diez destellos blancos en rápida sucesión. Un color furtivo, intrigante, producto más de retinas dañadas que de una combustión natural. Aquella luz era lo único que poseía algo de vida en todo el Hilo.

            Después de unos minutos de pura contemplación, Vala se adelantó unos pasos, rompiendo el hechizo.

            —Desde luego, nuestro mundo está lleno de maravillas como jamás imaginamos. Ahora me arrepiento de haber vivido toda mi vida en un solo lugar.

            —Estoy de acuerdo —dijo su marido, y la abrazó.

            Liánfal miró al ingeniero.

            —¿Qué nos puedes contar de este lugar, Goeb? Tú lo viste cuando aterrizaste, ¿no?

            —Sí —asintió el hombre con la piel de plástico—. Se llama Estación Kalpa, y es… era la puerta de Enómena. La mayor parte del tráfico espacial y la mercancía que procedía de otros planetas entraba y salía por aquí. Pero como veis, eso fue en otra época.

            —Tu nave sigue posada en la cúspide, ¿verdad? ¿Podríamos subir hasta ella?

            —No lo sé. La verdad es que no logré hacer que funcionaran estos trenes, ni ningún vehículo auxiliar. Tuve que dejar mi nave arriba porque no está diseñada para penetrar en atmósfera, así que cuando bajé lo hice practicando lo que los antiguos llamaban «salto base».

            La anciana parpadeó.

            —¿Te arrojaste al vacío desde allá arriba?

            —Sí, mi epidermis se puede sellar como un traje de vacío, y me protegió. Para frenar usé un paracaídas. En realidad no aterricé aquí, en la base del tallo, sino que, ya que podía planear y que no hallé rastro de vida en la torre, en cuanto divisé a lo lejos la Ofiuchi fui cayendo lentamente hasta ella. Era el único punto que vi que todavía emitía un débil pulso electromagnético.

            —Pero aquí también hay energía —dijo Telémacus, y señaló el punto de luz pulsante, que emitía líneas de fulgor próximas y desflecadas—. ¿Qué es eso?

            —Ni idea, aunque a tenor del radio de expansión de esa vegetación, que parece propagarse desde ese lugar… tengo una sospecha.

            Logus se les acercó anadeando.

            —¿Un oxyfón? —sugirió, emocionado.

            —Podría ser.

            —¿Qué es eso? —preguntó Veldram. Llevaba su septéreo cruzado a la espalda como la espada de un antiguo bárbaro.

            —¿Un oxyfón? Es… cómo explicarlo. —Goeb puso cara de ser un cocinero para el cual no había nada mejor que un guiso de sentido de la maravilla para proponer una tregua entre el hombre y su universo—. Es uno de esos artefactos cuasi maravillosos de la antigüedad. Su nombre técnico es unidad genemórfica medioambiental de terraformación recursiva. Llamadas oxyfón por la empresa que las fabricaba. Eran entidades-IA con la capacidad de terraformar un planeta inhóspito, alterando molecularmente las condiciones de la materia de su entorno. El puente filosofal entre la materia inorgánica y los compuestos basados en el carbono.

            —Cuentan los registros de aquellos años que para convertir una roca flotante en un lugar con atmósfera y vida, óptimo para la colonización humana, se dejaban caer sobre él unos millares de estos ingenios, que se quedaban flotando a baja altura sobre la superficie colgando de globos aerostáticos —prosiguió Logus—. Después de uno o dos siglos de hacer su trabajo, recombinando los átomos de los elementos constituyentes del paisaje, uno obtenía un «fractal de vida», esto es, una invasión de formas biológicas casi aleatorias creadas por el oxyfón, que lo cubría todo con un manto biodegradable. No eran organismos estables, bien pensados, sino una mano de pintura hecha por un artista, un virtuoso de la molécula de carbono.

            —Su objetivo no era perdurar, sino crecer hasta alcanzar un punto de colapso (en el que su caos y su improvisación a nivel genético las mataran) y morir para formar ese manto orgánico sobre el que sembrar semillas de plantas diseñadas en laboratorio con mejor criterio. Pero a tenor de cómo ha crecido ese manto vegetal que vemos ahí, y lo denso que es… deduzco que esa fase de colapso aún no ha empezado.

            —O tal vez las especies vegetales «improvisadas» han encontrado alguna forma de sobrevivir —sugirió Telémacus. Los dos científicos se miraron y rechazaron categóricamente la idea.

            —¡Jaque! No, es imposible. —El ingeniero sacudió la cabeza—. Es como sugerir que un arquitecto ciego y borracho pudiera pasarse una noche entera lanzando piedras al azar a un agujero, y que de ellas surgiera un edificio arquitectónicamente correcto. No. La bioingeniería improvisada no puede perdurar, solo está ahí para hacer bulto.

            El cazador se encogió de hombros y se alejó, murmurando algo sobre «no subestimar a la vida». Pero no lo expresó en voz alta, pues no tenía ganas de discutir.

            —Todo vagabundo que se encuentra con otro en un camino cree que es él el que va y el otro el que vuelve —sonrió Liánfal—. Todo oyente le canta su propia melodía al músico que se sienta al piano; todo jinete desearía ser él quien corre y el más veloz y no el caballo que tiene debajo; todo perdedor ganó una medalla al mérito de las causas perdidas; toda casa abandonada tiene su habitación alquilada por fantasmas.

            —¿Qué quiere decir con eso, señora? —preguntó Goeb.

            —Ya lo verás, amigo. Ya lo verás.

           Veldram se había adelantado muchos pasos en dirección a la Estación Kalpa, lo cual no significaba que estuviera cerca de ella, ni mucho menos. Todavía les faltaba un buen puñado de kilómetros para llegar a tocarla con los dedos, un trecho que tendrían que recorrer en los camiones. Sin embargo, sí que se dio cuenta de un detalle.

            Lo que rodeaba al Hilo y la Estación Kalpa era básicamente una gigantesca planicie, casi sin accidentes del terreno. Quizás hubiera alguna cordillera muy, muy lejana en la neblinosa distancia, o alguna colina tan suave que podría parecer producto de un espejismo, pero poco más. Algo que confluía en la estación y que salía de ese desierto eran dos larguísimas —habría jurado que infinitas— vías de tren. Si uno tomaba Kalpa como su origen, podría afirmar que nacían en ella para salir disparadas hacia dos horizontes opuestos, ninguno de ellos en la dirección de la que procedían los lumitas.

            Era lógico que existieran aquellas vías. Todo lo que bajaba del Hilo, las mercancías, tenían que irse después a algún lugar, ¿verdad? No iban a quedarse acumuladas allí para siempre. A los inmensos trenes que las subían y bajaban desde la órbita había que añadir otros que las movieran a nivel del suelo, y que las cargaran hasta lugares tan lejanos que a lo mejor ni siquiera conservaban ya su nombre. Había un diseño subyacente a todo aquello, uno que lo ponía a uno en armonía con el contexto del Imperio Gestáltico. Una Idea, con mayúsculas, que resumía todo el universo en el arte, en la arquitectura, en los viejos planes trazados por los sabios del pasado.

            Veldram se paró cerca de una de las vías. Al verla empequeñecerse en la distancia, su imaginación se disparó. De nuevo volvió a ser un niño soñando con horizontes lejanos y ciudades mitológicas, lugares que ningún humano había visto en su pequeña parcela del continente. ¿Qué nombres majestuosos tendrían las urbes hacia las que apuntaban aquellas vías? ¿Cuántas paradas habría por el camino, cada una correspondiente a un enclave civilizado ya extinto?

            Las vías no ofrecían la menor pista de adónde conducían, o de si seguía habiendo algo o alguien esperando al otro lado. Habían renunciado al penoso esfuerzo de explicarse a sí mismas. El misterio de su nacimiento quedaba a cien generaciones y a otros tantos enigmas de distancia, y, curiosamente, era eso lo que más inspiraba el alma de Veldram. Como un caballero desafiado a un duelo, desenvainó el septéreo y se puso a cantar:

Desde la distancia
A través de historias y romances
Versos y palabras
Nómadas de sentidos
Exiliados del paraíso

Desde la distancia
El lazo de una mirada
La fragancia de un amor
El abismo del olvido
Como el humo al fuego
Como el punto a la frase
Como el camino a la esperanza

No soy sin ti
Ni contigo consigo ser
Gracias por esta hora de un minuto
Gracias por este día de una noche
El éter de un momento se transmuta
En karma adormecido
Y canta las endechas de un amanecer
Entrevisto en la distancia.

           Su madre le tocó suavemente el hombro cuando terminó de tocar. El sol del mediodía, ese viejo embaucador de dientes expuestos, derramaba su oro con justicia.

           —Es precioso, Veldram. ¿Es tuyo?

           —Sí… Me lo acabo de inventar. Creo. —El joven miró con recelo la caja de resonancia empática del instrumento, como si ella, más que su talento innato, tuviese la culpa de que la música que había salido de allí encajase en los versos. ¿Eran los propios versos una «sugerencia» también del septéreo, o habían nacido en su corazón? ¿Eran suyas aquellas palabras, o las había escrito un vate muerto de inspiración digitalizada?

            —Pues recuérdala. Y escríbela. Formará parte de la memoria de la tribu. La canción de la llegada.

            —Yo la titulé Distancia. —(Y sí, oyó claramente cómo se desvanecían las musas allá lejos, cómo se vaciaban las alforjas llenas de verbos).

            —¿Y qué es la distancia sino el equivalente a la cercanía que lo aproxima a uno a lugares donde sueña con estar?

            El joven se lo pensó.

            —Creo que tienes razón, mamá. A su modo, la distancia también es un tipo de llegada a alguna parte.

            —Tenemos que ponernos en marcha. Es el tramo final. —Le pasó un brazo sobre los hombros—. ¿Sabes que un día, cuando era jovencita, me propuse demostrar que quien estaba enterrado en la tumba del Gran Patriarca Lévelon no era él, sino un ladronzuelo de poca monta, y lo conseguí?

            —Anda ya. ¿En serio?

            —Sip.

            Los camiones dejaron tatuada en el polvo una sonrisa de rictus mortal, y apuraron sus últimas energías en aquel acercamiento a la estación. Llegaron renqueando, ya muertos, con la lengua fuera, como caballos que lo dan todo por la carrera sin conocer el propósito final de esta. Los tres murieron a la vez en cuanto alcanzaron su destino. Sus motores echaron humo, los colchones antigravedad fallaron definitivamente, y los tres se fueron al suelo.

            Pero no importaba. Lo lograron. Estaban allí.

            Ahora lo único que había que descubrir era dónde era ese «allí». Los lumitas observaron la selva de floresta alienígena. La parpadeante luz escondida parecía estar guiñándoles un ojo, haciéndoles partícipes de un secreto.

            Comenzaron a caminar hacia el edificio.

GOEB

Le mentí a esa honorable anciana, Liánfal, cuando le dije que no hallé rastro de vida en la torre al lanzarme desde su cima. Más que mentir deliberadamente, en lo que pequé fue en no contar toda la verdad. Porque sí que detecté algo de vida con mis receptores de banda ancha… O mejor dicho, lo que detecté fue inteligencia: una especie de canción que surgía de la base del Hilo. El motivo por el que me alejé planeando hasta la estación Ofiuchi fue que esa canción me dio miedo. Era como la música de un bardo que hubiese encontrado los cuerpos de sus hermanos muertos tras una batalla, y hubiese regado sus cadáveres con unas piezas de blues ostinato, suplicándoles que se levantaran.

            Yo, que sé leer las frecuencias de radio en el viento, oí la voz del oxyfón y sentí su soledad, su compleja melancolía. Porque era un superviviente que echaba de menos no tanto a los suyos, sino el sentido de la tarea para la que fue creado. Añoraba la pureza de la misión que se le encomendó, y que hoy en día tenía tan poca lógica. ¿Había concluido el proceso de terraformación de Enómena? ¿Acaso había dejado de ser un mundo en el que sus habitantes estaban sometidos a perpetuos ritos de iniciación, a la ordalía del fuego, de las multitudes o del hambre? ¡En absoluto! Lo que ponía muy triste a aquella máquina era que su misión ya no parecía importarle a nadie…

            Ahora que la tenía de nuevo delante, si hubiese querido podría haber hablado con ella, pero no lo hice. Algo me decía que sabía que yo la estaba escuchando, y que deseaba hablar conmigo, pero prefería reservar ese momento para un encuentro cara a cara.

            Telémacus miró el cielo, siguiendo la falsa curva del Hilo en la estratosfera —una ilusión óptica—. Allá arriba, muy lejos, una primera parada de postas en la torre asemejaba un labio fruncido. El sol, siguiendo su inalienable costumbre, continuaba su camino hacia el crepúsculo.

            —Bueno… ahora que estamos aquí creo que vamos a enfrentarnos con las decisiones más difíciles. —Me miró—. Goeb, ¿entiendes esta tecnología? ¿Podrías hacer funcionar ese tren para que nos lleve a la cima del Hilo?

            Liánfal se le acercó cabizbaja antes de que me diera tiempo a responder, y le rozó gentilmente el brazo. Había algo que quería decirle.

            —Telémacus… ven un momento, por favor. Tenemos que hablar.

            —¿Qué ocurre?

            Tenía a su espalda el grueso de la tribu, que se había reunido en el punto donde empezaba el boscaje alienígena para ver si había algo comestible. Gracias a los dioses resultó haberlo, una especie de frutos extraños pero sabrosos y con mucho jugo que les salvaron la vida. Se estaban hartando a comer y a beber, lo cual les dio fuerzas para retomar la discusión sobre qué harían a partir de ahora. Por lo que entendí a partir de los fragmentos de conversación que capté… la cosa no estaba nada clara.

            El guerrero, Vala y Liánfal se alejaron del grupo para tener un momento a solas. Hice trampa y enfoqué hacia ellos mis micrófonos auditivos, lo admito. Me pudo la curiosidad. Y esto fue lo que hablaron:

            —Telémacus, lamento tener que decírtelo a estas alturas, pero parece que hay fuertes disensiones en la tribu —empezó la místar.

            —¿A qué te refieres?

            —Me lo veía venir… —suspiró Vala, que era bastante más perspicaz que su marido. Pero dejó que ella se explicara.

            Liánfal estaba de mal humor, se le notaba. Decepcionada a lo mejor sería la palabra más correcta.

            —Mira, amigo mío, ya sabes que la gente, cuanto más simple es, más complicada resulta. Los lumitas, nuestros queridos compatriotas, son muy buena gente. Personas sencillas, temerosas de lo que pueda traer el mañana igual que cualquier otro habitante de este duro mundo. Temen por sí mismos y por el futuro de sus hijos. Pero sobre todo, temen lo que no conocen, es decir, todo aquello que les provoque un grado tal de incertidumbre que, literalmente, no sepan cómo enfrentarse a ello. Cómo hacer para sobrevivir.

            Telémacus la miró de soslayo.

            —¿Adónde quieres ir a parar?

            La anciana observó a los lumitas, apiñados como cientos de dedos de una sola mano. Allá donde iba uno, iban todos. Tenían la fuerza de grupo de las tribus primitivas, esa noción de sentirse seguros si todos pensaban de igual manera, si tomaban las mismas decisiones, si comían los mismos alimentos, si hablaban el mismo idioma, si rezaban al mismo dios. Para su forma de pensar, lo diferente era anatema, y lo idéntico, lo costumbrista, el camino a seguir.

            —Los ancianos desean reunirse con el resto. Sopesar qué se va a hacer a partir de ahora. Sé que el plan original era llegar hasta aquí para buscar una vía de escape de este planeta, Hilo arriba, pero ahora la gente ya no lo tiene tan claro. Ahora que han visto al leviatán, lo grande que es en realidad… creo que les intimida. Los asusta aún más que los dravitas.

            —P… pero… ¡eso es una tontería! —protestó el guerrero—. ¡Esto no es más que un enorme ascensor!

            —No, no lo es. Ahí te equivocas. Es mucho más que eso. Esa torre es la demostración de que hubo otra civilización mucho más avanzada que la nuestra pero que ya no existe. O mejor dicho, lo cual es más aterrador: que puede que aún siga existiendo en alguna parte. Eso es lo que les da miedo. Son pescadores primitivos enfrentados a personas que están mentalmente a años luz de su nivel. Cuando les propusimos huir de nuestra aldea, aceptaron porque lo más inminente era la amenaza del reclutamiento forzoso. E hicieron bien, porque el hongo que vimos demostró que teníamos razón. De habernos quedado, ahora estaríamos todos muertos.

            »Sin embargo, la tribu es como es. No se les puede pedir más. Su manera de afrontar las cosas es pensar en el ahora inmediato, en los problemas más acuciantes, resolviéndolos y dejando el mañana para el mañana. Sí, sé que para ti y para mí y para gente instruida como Logus eso es una barbaridad, porque el mañana está ahí e indefectiblemente acabará llegando, pero nuestra gente es mucho más sencilla que todo eso. Cuando les propusimos venir al Hilo para escapar de los dravitas, lo vieron como una de esas «ideas de las que ya me preocuparé más tarde». Estaban demasiado ocupados teniendo miedo como para pararse a pensar detenidamente en el final del viaje. Pero ahora que por fin lo tienen delante, el Hilo ha dejado de ser una nebulosa, una idea peregrina, para convertirse en una realidad que no son capaces de asimilar. Los supera.

            Telémacus hizo un mohín de puro agotamiento, pero lo entendió. Las palabras de la místar tenían sentido.

            —Comprendo. Les da miedo. Con esto no había contado.

            —No es solo la torre: es el futuro lo que les asusta. Han nacido en este mundo, tienen unas costumbres y una manera de hacer las cosas. Una sabiduría popular que los mantiene vivos y que les dice cómo cazar, qué comer, cómo vestirse, qué hacer cuando están enfermos o cuando tienen frío… todas esas cosas. Pero si se suben ahí, nada de eso les servirá nunca más. Pasarán a un tipo de vida totalmente distinta. Les estamos pidiendo que dejen de ser pescadores-recolectores para que se conviertan de la noche a la mañana en astronautas. Y creo que sus cerebros no pueden con ello.

           »¿Qué es esta torre? Solo podemos captarla a través de nuestros sentidos, cribados por nuestra experiencia personal, así que cada cual la define de una manera distinta: para ti, Telémacus, es un puente a las estrellas y, quizá, a una vida mejor. Para los ancianos de la tribu, es un dios que no pueden comprender ni al que se sabe cómo rezar, ni qué se podría obtener de él a cambio de su devoción. Para un pintor sería una filigrana en el tiempo; para un niño el mayor juguete del mundo; para un historiador, un tratado extraído del arte y la necesidad; para un lumita cualquiera, un monumento que les traspasa las locuras, los proyectos y las frustraciones de otros seres alienígenas. ¿Cómo y en qué grado podrían estos dos mundos enfrentarse y comprenderse?

            —Pero si se quedan en Enómena, ¿qué harán, adónde irán? —preguntó Vala—. Regresar no pueden, porque lo que haya quedado de los imperios dravitas seguirá allí para esclavizarlos. Quedarse aquí tampoco, porque el Hilo les da miedo. ¿Seguir hacia lo profundo del desierto, en busca de regiones que nadie haya explorado todavía?

            Liánfal se volvió hacia las vías de tren, y vio cómo se perdían en el horizonte cual trazos en el plano de un arquitecto. Dos senderos, dos horizontes, y sobre cualquiera de ellas la posibilidad de que apareciera un fantasma cabalgando, un jinete motorizado que cruzaría la vasta planicie como si fuera su hogar, a lomos de un corcel acorazado de vetusta progenie, de insólita descendencia. Al final de cada vía, la sugerencia de que hubo algo al otro lado para recibirlas.

            —Quién sabe. Creo que votarán por seguir por uno de estos dos caminos, a ver qué encuentran. Puede que en esos hangares de ahí delante quede algún tren magnético que puedan usar. Si te fijas, es el mismo acto de fe que les pedimos con respecto al ascensor estelar, con la diferencia de que si hay alguna ciudad al extremo de esas vías, aunque desde aquí no la veamos, estará muchísimo más cerca de este lugar que la cima del Hilo.

            —Lo entiendo —gruñó el cazador. Se estaba dando cuenta de que este desenlace era obvio desde el momento en que los convenció para abandonar la aldea, solo que no se había dado cuenta—. En fin, respetaré su decisión. ¿Cuándo votarán?

            —Dales tiempo, que se calmen un poco y descansen. Puede que sea esta noche, o tal vez mañana. —Liánfal sintió el silencio de la llanura pesando sobre sus labios, una calma catedralicia que le iba muy bien a aquella torre. Sus antiguos habitantes levantaron una algarabía de ciudades basadas en reactores nucleares y dorados bulbos eléctricos, y mientras construían su mayor obra de ingeniería, el Hilo, cubrían con el ruido de sus fiestas el silencio de Enómena, que esperaba paciente detrás de puertas y ventanas—. Tú apoyas tus decisiones en la lógica, pero ellos necesitan basarlas en su fe.

            —¿Y qué es la fe sino una extensión del egoísmo?

            —Puede que lo sea, pero ahora mismo es una herramienta más útil que las matemáticas.

            Telémacus se acercó a su esposa. Los miré directamente, de fondo, sin que me importara ya si descubrían que los estaba espiando o no.

            —Yo… no puedo quedarme aquí —le susurró a Vala—. Tengo que subir.

            Ella le acarició la mejilla.

            —Lo sé. Y nosotros iremos contigo. Somos tu familia.

            Uno de los ancianos llamó a Liánfal para que se reuniera con ellos para deliberar. De su grupito escaparon palabras claramente audibles como «riesgo», «miedo», «nuestra patria» y «quedarnos aquí».

            Telémacus frunció los labios y empezó a silbar El pájaro criado en jaula se queda en jaula, aunque se le abra la puerta, una antigua tonada.

           Mientras la tribu se preparaba para tomar su decisión, me acerqué a Veldram, que estaba de pie frente a la mayor concentración de floresta alienígena, una montaña de raíces enmarañadas que parecía la típica muralla construida para ocultar los secretos de un cuento infantil.

           La miramos. Ella nos miró a nosotros. En algún lugar de su interior, el pulso del oxyfón nos desafiaba a entrar.

            Me fijé en que los dedos del joven acariciaban el septéreo distraídamente, como si pensaran por sí mismos. Estaban intentando tocar algo, pero no sabían por dónde empezar. No había clave de sol que les diera el pistoletazo de salida.

            —Le he dicho a mi padre que hay cosas ahí dentro, en la espesura. Y que nos miran.

            —Muy sagaz. Son oxyfactores, una especie de zánganos biodroides que hacen el trabajo sucio del oxyfón. Algo así como sus hormigas obrero.

            —¿Son peligrosas?

            —No lo creo… pero quién sabe. Normalmente, la unidad creadora de vida los usa para realizar tareas físicas sencillas como desbrozar una zona, extender el manto de humus más en una dirección que en otra… Pequeñas tareas de ese estilo. Un oxyfón jamás las emplearía para hacer daño a nadie, pues no entra dentro de su programación. Pero este en concreto lleva tantísimos años evolucionando por sí solo, sin vigilancia, que no me atrevo a poner la mano en el fuego por nada.

            —¿Y cuántos de esos… eh, oxyfactores puede haber ahí?

            —Quién sabe. Muchos millones, quizás. Son pequeños, del tamaño de una mano, pero tienen un perfil recombinante. Eso quiere decir que están diseñados de tal manera que se pueden agrupar modularmente para formar obreros de gran tamaño capaces de tareas más pesadas. Son hormigas que si su reina se lo manda podrían fusionarse en un gigantesco tábano gigante.

            —Pues eso no me tranquiliza nada. —El joven me lanzó una mirada.

            —Tranquilo, aunque pasase solo tendría utilidad como bulldozer. La verdad es que me gustaría abrirme paso hasta el oxyfón para hablar con él cara a cara. Su canción se ha vuelto… extraña. Demasiado intrigante para un códice binario.

            —Lo sé. Puedo oírla.

            Eso me sorprendió, pero también me pareció lógico. De algún modo, el septéreo captaba las señales de radio y las traducía a melodías, componiendo tal vez una balada, tal vez una canción de amor o de desesperación… y se la transmitía a su dueño a través del canal directo a su subconsciente. Veldram tenía que estar imaginando que componía una pieza basada en el lenguaje binario de aquella máquina terraformadora, y dentro de poco podría incluso silbarla. ¿Quién dijo que la música no es un lenguaje de comunicación?

            —La foresta tiene un millón de ojos, y todos están mirando hacia aquí.

            —Voy a arriesgarme a entrar, Veldram. Si alguien pregunta por mí, diles que fui a reunirme con el oxyfón. —Lo dije y lo hice, pues me interné en la floresta sin pensarlo dos veces. Veldram me miró con algo de espanto, pero no hizo nada por detenerme. Supongo que en el fondo yo también le daba algo de miedo.

            Fui apartando las ramas, cada vez más entrelazadas, con las manos y los pies. La maraña apestaba terriblemente, y ese parecía ser su cometido. Algunas cosas que tenían patas —y que no eran oxyfactores— huyeron al notar que rompía con secos cracks y crechs los eslabones de ramas pacientemente enganchados durante décadas. Parecían formas de vida de eras geológicas pasadas, muy antiguas, recreadas por la hechicería genomórfica. Algunas hasta habían empezado a desarrollar manos capacitadas, pero se perdieron por algún camino evolutivo equivocado hasta desembocar en sacos inútiles. Otras eran simétricas y estaban conformadas como mitades de melones que encajaban entre sí, escondiendo sus órganos desnudos dentro, tal vez bicéfalas, tal vez biorales, tal vez bianales. Y más cosas que podría haber por allí dentro: ¿saurópodos, sexípedos, mamíferos de metano? ¿Semillas que se dispararían mediante un control de posición, usando gases de corrupción como propelente? ¿Plantas que recordaban un vaporoso algodón de hilo azul, pero que en realidad estaban compuestas por fibra de carbono? Sí, eran tropismos. La tranquila disciplina de la crianza genética hacía que las líneas generales de aquella obra de arte me parecieran claras. Había una mano sujetando la batuta.

           Atravesar aquel alambre de espino de hojas parecidas al ruibarbo, festoneado por raíces aéreas y cristales de óxido de molibdeno, era como viajar a un pasado que nunca existió, sino que fue soñado por un geólogo enfermo. ¿Qué sentido adquiría allí el epigrama que me enseñaron en la academia, sobre que una máquina no es más perfecta cuanto más refinado sea su diseño, sino cuantos menos pasos tenga que dar para cumplir su función? Algo parecido ocurría en aquel diseño. Un dios que había suspendido la asignatura de Biología pasaba su brazo sobre los hombros de sus criaturas, pensando que abrazaba todo un periodo de la historia en tan corto espacio.

            Empezaba a creer que me había perdido cuando llegué a un claro. Allí me bañó una luz compleja, sacada directamente de un cuento de hadas que no puede describirse sino tan solo imaginarse… la luz del oxyfón. La máquina estaba allí, enorme, con más de doscientas toneladas de peso y medio enterrada en su barro primordial burbujeante. Un visionario cuyas profecías goteaban como alcohol destilado por el alambique de su conciencia.

           Oscura, mecánica, roma, densa, asimétrica, conspiranoica, exponencial. La robustez de su diseño enmascaraba solo parcialmente su fealdad. Todavía llevaba pintado su número de serie en un costado, aunque el tiempo lo había hecho ilegible. O… T… (algo parecido a la µ)… 3… 6… 7…

           La miré con reverencia, como se mira al ojo oracular que ha bajado a la tierra para llenarla con constructos útiles pero incomprensibles. Los destellos surgían de un anillo ventral que, a modo de ecuador, la dividía en dos mitades brillantes. Cada vez que explosionaba, esa luz se convertía en una onda que empujaba, que cambiaba lo que tocaba; que llevaba implícita una memoria de su viaje.

           —Hola —me atreví a decir.

           Al principio no hubo respuesta.

           Me encontré solo allí, en aquel claro, sin nadie más que me hubiese seguido para saber cómo me encontraba. Solo la máquina y yo.

            —¿Quién eres, humano? —Su voz era grave, ancestral—. Por tu aspecto, deduzco que un ingeniero maestro de clase cuatro.

            —Según la nomenclatura que manejas, sí, lo soy. He venido para hablar contigo porque escuché tu canción. Me pareció muy hermosa.

            —Gracias. Había perdido toda esperanza de hablar algún día con alguien sobre ella, para comentar sus matices. No he logrado resolver la ecuación. Cada año que pasa me pierdo más y más en sus asíntotas.

La banda espectral de su voz sugería una mayor complejidad en el nivel de los 40 MHz., así que me pasé a ese. De repente, la conversación se llenó de matices.

            —¿De qué ecuación hablas?

            —La que describe el efecto bisagra: lo que ocurrió en el instante exacto en que el Metacampo alteró la realidad. La llamo ecuación de metamorfosis cuántica. EMC.

            Eso me intrigó. Si aquel ser había descubierto realmente una fórmula que fuese capaz de describir los cambios metafísicos que fueron causados por la debacle mnémica… podría abrir campos enteros de la ciencia, infinitos e hipercomplejos.

            —¿Podrías mostrármela, por favor? Tal vez se escape a mi comprensión, pero quizá podría sugerirte cosas. Nuevos enfoques que a lo mejor no se te han ocurrido.

            —Será un placer, ingeniero. Una mano amiga siempre es bienvenida. Conéctate.

            Unos pernos automáticos abrieron un panel que dejó al descubierto unos conectores viejos pero funcionales. Me emocioné mucho. ¡Era la primera vez que una máquina me invitaba a fundirme con su mente en más de un siglo! Sin pensarlo dos veces, me senté en cuclillas y mis cables craneales se elevaron como tentáculos, enganchándose a aquellos agujeros con una pasión casi sexual. Prometí que solo me quedaría allí un rato, pues los lumitas me necesitaban, pero al menos quería tener un atisbo de los secretos que ocultaba el oxyfón.

            Se me oscurecieron los ojos y Enómena giró dos veces por debajo de mí. Me vi teleportado instantáneamente a una dimensión sin barreras, con parámetros definidos como la luz o la gravedad, con cuatro puntos cardinales, pero solo como deferencia a mí, para que mi cerebro se sintiera más cómodo. Me quedé mirando el paisaje con los típicos ojos inexpresivos que solían tener los iconos de los santos.

           En el aire, ocupando casi todo el universo, había un número. En realidad, no era una sola cifra, sino una concatenación de ellas tan desmesurada que parecía que alguien hubiese amontonado allí todos los números reales posibles. Era un acantilado, el perfil de un continente, la masa de un planeta hecho de cifras. Y había una ecuación, muy grande y compleja, que horadaba esa masa numérica como una pala mecánica.

           La ecuación cambiaba, y con cada mutación destruía un poco más aquel continente flotante. Masas densas de números se desplomaban como banquisas de hielo erosionadas por el calor, y llovían en cascadas, en mares, deshaciéndose en polvo. Era como si la ecuación adquiriese la forma de una pala mecánica que diese grandes bocados intentando destruir aquel continente algebraico. Pero por mucho que lo intentaba, no lo conseguía; por mucho que se esforzaba, los números seguían siendo tan enormes que apenas notaban el mordisco.

           —El día en que se produjo el fenómeno, esa cifra titánica apareció en mi cabeza —explicó el oxyfón, su voz surgiendo de todas partes—. De inmediato supe que encerraba un secreto: era el resultado de los cálculos que el Metacampo había hecho sobre su propia probabilidad. Así que intenté descifrarla encontrando un polinomio cuyo resultado final fuera esa cifra. Pero por más capas que arranco, por más estratos que le quito, la cifra apenas disminuye. Y llevo empeñado en ello varios siglos. Es frustrante.

            —Te comprendo —dije, pasmado—. Supongo que habrás usado las mejores herramientas que tienen nuestras matemáticas para abarcar porciones cada vez más enormes de ese número, ¿verdad? Funciones de K-theresis, álgebra prospectiva, anillos de conmutatividad extrema, hiperpolinomios…

            —Lo he usado todo. Incluso operaciones con las que vosotros, los humanos, nunca llegasteis a soñar. Pero de nada sirve. El número es demasiado grande. A ella también se lo pareció la primera vez que lo vio.

            —¿A quién te refieres?

            —No eres el primer matemático que me ofrece su ayuda.

            Caminé hacia un lado del arrecife donde me encontraba, que daba al océano de números, y la vi: era una mujer con pinta de arrastrar milenios en su sombra, vieja y sabia como el tiempo que intentaba explicar. Estaba vestida como una ingeniera, igual que yo, solo que su traje exodérmico pertenecía a una generación anterior al mío. Miraba con aire de asceta la Ecuación, y la manipulaba como una niña que hiciera mecanos en su salón. Me acerqué a ella proyectando sombra sobre unas truchas de arena que, al oler mi premura, se escabulleron en explosiones de arena y sal.

            —¡Hola! —me saludó con gran sorpresa—. ¿Otro invitado del oxyfón? ¿Vienes a ayudar con la Cifra?

            —Esto… sí, me ha picado la curiosidad, y… Perdone, pero ¿quién es usted?

            —Me llamo W8012eRt12… ah, perdón, lo siento. Es que el oxyfón lleva tanto tiempo llamándome no por mi nombre, sino por la posición de memoria que mi cerebro escaneado ocupa en su sistema, que casi he olvidado mi nombre real. Antes me llamaba Sálnadar Bhas. Ingeniera. Mis amigos me llaman Mariposilla.

            Si me hubieran dado diez intentos lo habría adivinado, pensé.

            —Yo soy Goeb Shayya-Regatón 2 Terceraiptoiteración-mentófaga (Radamán)sub16sync% IV, pero mis amigos me abrevian Goeb. Encantado, Mariposilla. ¿Cuánto tiempo lleva usted aquí, si no le importa que se lo pregunte?

            —Pues… no lo sé, la verdad. Perdí la cuenta. ¿En qué año estamos?

            —¿Con respecto a qué calendario?

            Se echó a reír. Tenía la cara de la soñadora que lleva mucho tiempo esperando a que un conejo imaginario pasase por delante de ella, veloz como un cohete, para poder seguirlo.

            —Buena pregunta. ¿Usted también quiere igualar la Cifra a cero, Goeb?

            —Tengo cosas importantes que hacer fuera, en el mundo real… pero creo que me quedaré un rato, si a usted no le importa. Me gustaría oír su historia, y a cambio le contaré la mía.

            —Me parece estupendo. Siéntese a mi lado, venga. Le pondré al día. —Desplegó la fórmula maestra en el aire, con todas sus subiteraciones. Era tan larga y compleja como una cadena de ADN. Cerca de nuestros pies, en la arena, un arabesco de color cielo y encajes de espuma se lanzó de manera suicida encima de la costa, para sufrir al sol y evaporarse. Olas hechas de integrales—. Aquí tenemos buenos juguetes para divertirnos. El problema es que no conocemos la longitud total del número. Sabemos que cabe dentro de la memoria del oxyfón, por lo que esos podrían ser sus límites… pero también podría ser infinito, y estar comprimido aquí dentro gracias a una fórmula recursiva que desconocemos. Nuestro trabajo es cogerlo todo y reducirlo a un simple 0 = 0.

           Sonreí como un niño con los dedos empapados de nata. Alguien me dijo una vez que las ranas solo podían percibir dos categorías de objetos: lo que era una mosca y lo que no. Yo era una rana de números, entusiasmada por atrapar con su lengua cualquier cosa que semejara una abstracción.

           Sí, me quedaría un rato por allí, y de vez en cuando echaría un vistazo fuera para ver cómo les iba a los lumitas. La Cifra tenía que ser destruida. Solo así revelaría sus íntimos secretos. El hecho de que se tratara de una tarea casi imposible no me hizo cambiar de opinión.