PRÓLOGO 1.1 EL PESCADOR: TELÉMACUS | 1.2. EL PESCADOR: ARTHEMIS | 2.1 ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: TELÉMACUS | 2.2. ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: ARTHEMIS | 3.1. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: LÍANFAL | 3.2. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: ARTHEMIS | 4.1. ASALTO A LA FORTALEZA: TELÉMACUS | 5.1. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 5.2. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 6.1. CAMIONES: LÍANFAL 6.2. CAMIONES: VELDRAM | ITERLUDIO. LA CANCIÓN DEL SILENCIO | 7.1. EL YERMO: ARTHEMIS | 7.2. EL YERMO: LOGUS | 8.1. PERSECUCIÓN: VELDRAM | 8.2. PERSECUCIÓN: ARTHEMIS |8.3. PERSECUCIÓN: TELÉMACUS | 9. LO QUE HAY EN LAS PROFUNDIDADES DEL MUNDO: SERENAY | 10. UNA PAUSA PARA TOMAR ALIENTO | 11. EN LAS ESTEPAS DE FUEGO | 12. ENCUENTRO EN OFIUCHI | 13. UNA SIMPLE CUESTIÓN DE COSTES Y BENEFICIOS | 14. EL CEMENTERIO | 15. UN ADIÓS Y UNA PROMESA | 16. VENCEDORES Y VENCIDOS

KAR N’KAL

            —¡Silencio! —le gritó Kar N’Kal al cielo azul iónico.

            Justo en ese momento, la última bomba de la batalla explosionó y todo quedó sumido en una quietud de mausoleo.

El humo se elevaba como decenas de serpientes que enroscaran lascivamente sus colas allá arriba. La planicie en la que había tenido lugar el choque de los ejércitos parecía un campo devastado por impactos meteoríticos, la mayoría ardientes aún, otros llenos de desechos humeantes y trozos de cadáveres, en las descuidadas posturas en que los sorprendió la muerte.

            En mitad de la llanura se alzaba el coloso del Kon-glomerado, el cubo rodante, pero no como un dios victorioso, sino como un castillo tomado por el enemigo. Sus murallas estaban llenas de manchones negruzcos. Las inmensas cadenas de sus orugas, destrozadas, colgaban por detrás como restos de una capa desgarrada.

            Kar N’Kal contemplaba orgulloso su obra. El CK26 que le había servido de vehículo de mando no había sobrevivido a los cañonazos, y yacía inmóvil como un cadáver exquisito. Pero ya no le hacía falta: había conquistado el castillo enemigo, y ese sería su nuevo cuartel general a partir de ahora, en cuanto sus hombres lo repararan. Los cañones habían deletreado el nombre del vencedor sobre el terreno con una minuciosa y terrible aplicación. El viejo dilema de quién sobreviviría a un enfrentamiento abierto entre clanes al fin había abandonado su antigua forma de cristal de sulfato, y se había precipitado hasta encontrar su forma más pura: se había transformado en una decisión perfecta, en un cristal hermoso. El ganador era él.

           A lomos de ese palacio rodante entraría como un triunfador en las calles de Darysai y Múnegha; contemplaría desde arriba los rostros reverenciales de los habitantes de los Hábitats de Armagosa y Behoieka, y con ello, todo el reino del norte sería suyo. Sin dravs que interfirieran, había llegado la era en que los Intérpretes de los Muertos se coronarían reyes. El tiempo de los tiranos dravitas acababa hoy, y comenzaba el de los reyes humanos.

           ¿Cómo le juzgaría la historia? ¿Como un libertador, un tirano, un aventurero que llegó a la cima de su civilización gracias a la potencia de su cerebro? ¿Serían benevolentes con él sus descendientes a la hora de glosar su gesta?

           En la historia no hay certezas, solo «quizás» en la mente de los que la revisan. La causalidad histórica no se diferencia de la ilusión estadística inventada por los que nacieron mucho después de ocurridos los hechos. Así pues, de poco valía embarcarse en supuestos: la historia empezaría con él, y Kar N’Kal sería quien escribiera la primera página. Por decreto suyo, todo lo anterior sería olvidado.

            Cuando faltaban catorce minutos para las catorce, una tormenta de polvo se manifestó con la intención de correr un tupido velo sobre tanta barbarie. Era una guadaña divina con un frente de mil kilómetros que contenía una poesía sin paráfrasis adecuada. Parecía haberse gestado a raíz de la propia batalla y sus energías liberadas, reuniendo los vientos en un gélido monzón. El clima de Enómena solo se volvía así de impredecible cuando estaba próximo el periodo del Antara, aquella forma práctica de referirse al desarreglo entrópico de las órbitas solares. Thyle, el Visitante, estaba próximo a su reunión nupcial con su esposa, la estrella principal. Durante esos días el sistema solar se volvería salvaje e indómito, y nacerían millones de seres influidos por ese caos. De cara a este Antara ya no le daba tiempo a concebir un hijo en el vientre de alguna favorita, pero planificaría el nacimiento de su vástago para el del año que viene, y así nacería marcado por los dioses. Y ay de su mujer si osaba parir en otro día que no fuese el estrictamente deseado.

           Kar se metió en el interior del cubo, donde sus escuadrones de la muerte estaban ocupados limpiando los últimos conatos de resistencia. Los técnicos que cuidaban de las centrales nucleares se habían rendido o suplicaban piedad desde las almenas, agitando banderas blancas. El Intérprete paseó la vista por el laberinto de edificios y sonrió, dejando al descubierto unas ventanitas de dientes rotos. Deseaba alzar en el aire toda aquella estación gigantesca, como si fuera un recién nacido, para transmitirle un legado kármico: su gloria como estratega militar pasaría de esa manera a sus descendientes, y el misticismo siempre pendiente de profecías de su antiguo amo se volcaría sobre sus esclavos.

            —No está mal —dijo Kar N’Kal, amado por soldados, caciques opulentos y señores feudales, pero odiado por centrales nucleares estropeadas. Uno de sus hombres le hizo una señal desde lo alto de una de ellas.

            Subió hasta allí y vio una hilera de científicos arrodillados, las manos en la nuca y la cabeza gacha.

            —¿Qué ocurre, capitán?

            —Esto… no lo sé, señor. —El hombre sudaba a mares—. Creo… creo que debería ver lo que hay en este edificio. Me temo que algo está funcionando mal y que hay peligro de explosión nuclear, pero estos cerdos científicos no abren la boca. Ya he matado a cuatro intentando sonsacarles qué pasa, pero temo cargarme a más y que no demos con una solución. —Kar se dio cuenta de que la principal virtud de aquel subordinado era saber rendirse, o claudicar ante las circunstancias, sin dar la impresión de estar siendo derrotado.

            Maldijo por lo bajo. Con este problema no esperaba encontrarse. Había contemplado la posibilidad de que los del Kon-glomerado estuviesen tan locos como para, en el remoto caso de que la batalla fuese mal, poner en modo sobrecarga los cuatro o cinco reactores nucleares que pudiera haber allí dentro para que entraran en un colapso crítico —lo que los expertos llamaban fallo base del sistema—, y que el palacio se convirtiera en una bomba atómica. Contaba con ello, y confiaba en poder atajarlo haciendo precisamente esto, es decir, mandando a sus escuadrones a tomar los puestos de control de cada edificio.

            El Intérprete entró en la cámara principal de la central nuclear con una capa improvisada y un aire señorial que estaba dispuesto a destronar a su antiguo amo, el drav, como el más temido del lugar. Le extrañó ver un objeto grande estrellado contra su techo, una grúa multípoda que mostraba heridas de láser, como si alguien hubiese combatido con ella. La grúa tenía algo atrapado con su largo brazo: una caja que parecía una habitación móvil, arrancada de cuajo de sus raíles.

            La cámara de control no se diferenciaba demasiado de como uno podía imaginar el puente de una nave estelar: un sitio abigarrado lleno hasta lo imposible de botones y consolas virtuales y pantallas y aparatos. Había cuatro cadáveres en el suelo, entre charcos de sangre —los científicos ejecutados—, y un panorama sobrecogedor al otro lado de un ventanal: en la cámara anexa, de dimensiones mucho mayores, una mujer moribunda vestida con bata de ingeniera jadeaba en lo que ella misma sabía que eran sus últimos estertores. Seguía viva y apoyada desmañadamente en una consola, con un accionador manual en su puño derecho y una mirada de odio que podía derretir el acero.

            Pero lo más impresionante estaba a su espalda. Ocupando el fondo de la sala había una especie de órgano de catedral compuesto por casi quinientos tubos hexagonales, los cuales formaban una masa temblorosa que palpitaba con violencia, entrando y saliendo como una tormenta de agujas de un titánico contenedor que se alzaba tras ellos. Las quinientas agujas, cada una a su ritmo, salían disparadas hacia afuera y volvían a clavarse en la masa metálica a igual velocidad, en una sinfonía de caos como Kar N’Kal no había visto nunca.

            La científica estaba frente a ese maremagno, desangrándose. En la habitación no había otro movimiento aparte de su respiración y el baile frenético de las barras. Su mirada suspicaz no contenía el fulgor del respeto, sino el de la traición.

            —¿Quién es, y qué hace? —preguntó el Intérprete de los Muertos.

            —Es la directora de esta central. —El capitán tragó saliva—. Dice que como avancemos un paso más presionará lo que sea que lleva en la mano, y el reactor estallará.

            Kar emitió una risa tolerante. Intentó calmarse y que no se le notara la repentina ansiedad. Se acercó al ventanal e intentó que su enclenque figura todavía resultara enorme y ominosa.

            —¿Hola? ¿Me escucha?

            La mujer lo miró. Sus ojos estaban tan muertos como podrían estarlo los de una persona aún viva. Tenían el color de la lejía, pues las cosas que había visto habían destruido su mirada. Y dijo algo que él no entendió muy bien, pero que fue algo así como:

            —…Esto tiene pinta de gran error. Fue lo que dijo el primer colono que pisó con sus botas la superficie de Enómena. Lo dijo en un antiguo idioma que se hablaba en el Imperio Gestáltico y que no se parecía para nada a los que hablamos nosotros. Hay quien dice que en realidad lo que dijo fue «Hemos llegado al final del viaje», pero como lo soltó en plan siseo nasal incomprensible, los sonidos pudieron ser traducidos también como «Esto tiene pinta de gran error». Era lo que ocurría con aquellas lenguas extrañas, en las que captar la inflexión sibilante de un infijo no era tarea fácil. Por eso, el nombre de nuestro planeta, Enómena, significa «Gran Error» en la lengua arcaica…

            —¿Puedo saber cómo se llama usted? —le preguntó Kar a la científica. Esta tardó unos segundos en responder, en lo que empujaba las palabras esófago arriba.

            —Mi nombre no importa… Soy la que está permitiendo, por el momento, que usted y los suyos, malditos asesinos de mierda, sigan vivos.

            La ceja izquierda de Kar se arqueó como un acero probado por un maestro de esgrima.

            —¿Por qué debo creerla?

            —Esta central resultó muy dañada por sus hombres en la incursión anterior, y no nos había dado tiempo de repararla. Funcionaba en un estado de equilibrio muy precario cuando ustedes, los malditos militares, decidieron empezar con sus jueguecitos de guerra… Ahora ha alcanzado una masa crítica.

            —«Ustedes los militares» —se burló Kar. Por debajo del marco de la ventana, sin embargo, movía sus dedos frenéticamente impartiendo órdenes a sus hombres para que un comando entrara allí e inmovilizara de algún modo a la mujer, antes de que soltara el accionador manual—. No sé qué clase de educación habrá recibido en las escuelas de ingeniería de Bergkatse, pero esa palabra ya no designa a nadie en este mundo. Ya no quedan militares y civiles, solo amos y esclavos, los cuales se han acostumbrado demasiado fácilmente a mencionar ese fenómeno al que llaman dolor. Usted podría pertenecer a los primeros, pero ha decidido morir como los segundos.

            La científica se carcajeó.

            —Ay, dioses, jamás aprenderéis. Os hacéis llamar Intérpretes de los Muertos, como si las voces de los fantasmas del pasado fluyeran por vuestras bocas, pero no es así. No sois más que tiranos educados para creeros superiores a los demás, al pueblo llano. Nos despreciáis como si fuésemos cucarachas, y es por vuestra culpa que ya no queda nada del esplendor del pasado, solo barbarie y terror. Sois la plaga que consume Enómena —escupió ella, los duros planos de su cara suavizados por un trazo de azul cielo. Se colaba por una grieta del techo que también dejaba entrever la tormenta que arreciaba.

            —Venga, amiga mía. Estás a punto de morir, y aún no sé de qué hablas. ¿Otra incursión, dices? Si hubo alguna, no la ordené ni tengo conocimiento de ella. ¿Es la que provocó que se desplomara la grúa multípoda de fuera? —De reojo, vio cómo los tiradores se colocaban en posición. Los soldados estaban listos para entrar en la cámara, correr hasta la mujer y saltarle encima—. Te propongo una cosa: olvidemos el pasado. Eres una ingeniera competente, lo cual se deduce por tu cargo, y voy a necesitar gente como tú en el futuro. Te ofrezco el perdón e ingresar en nuestro equipo de comando con los mayores honores. Sanaré tus heridas y te convertiré en una mujer rica, miembro de pleno derecho de la casta dominante. Tú y tu familia seréis felices para siempre. ¿A que es un trato estupendo?

            En silencio, la juventud miró a la vejez. La vejez observó a la juventud. Se calibraron la una a la otra. Quizá un minuto más tarde, la voz queda de la mujer, inaudible, se movió en la habitación penumbrosa.

           —El pasado nunca desaparece. Le gusta esconderse en la música de las estrellas.

           —¿Qué…? —El Intérprete de los Muertos dejó escapar un bufido atrozmente civilizado.

           Las puertas reventaron y los soldados entraron en tromba, pero la científica soltó el accionador. Sus palabras quedaron envueltas en una nube de vapor y el tronar de los motores de fisión al activarse: hubo una última contracción hacia dentro de todas las barras de control a la vez, como si aquel terrible organismo de uranio estuviese conteniendo el aliento para gritar…

           Y gritó.

           Vaya si gritó.

           La reacción en cadena fue demasiado rápida como para que la lentitud de las neuronas humanas tuviera tiempo de procesarla. Así que el cerebro de Kar nunca procesó la luz celestial que lo envolvió en un capullo de fuerza ondulatoria, ni su cuerpo tuvo tiempo de sentir dolor en el escaso microsegundo que tardó en incinerarse y convertirse en un viento de átomos.

           La científica dijo «Hágase la luz», y mira por dónde, la luz se hizo.

TELÉMACUS

La mejor demostración de que un objeto tan gigantesco como el Hilo existía, y que no era una especie de espejismo que aparecía todos los días en el horizonte, era que cuando el sol estaba bajo proyectaba sombra. No era muy ancha, apenas un trazo negro infinitamente recto que recorría el país como una flecha, girando de oeste a este a medida que la estrella se desplazaba por el cielo. Pero su anchura no podía competir con su longitud. Cuando el sol estaba todavía a pocos grados sobre el horizonte, la sombra del Hilo cortaba en dos mitades todo el continente.

            Tres camiones EV, de Empuje Vertical. Aeroflotantes, como los llamaban los lumitas. Tres motas de polvo que seguían el canal de frescor dibujado por la sombra del Hilo en dirección a este, sus colas largos penachos de polvo. Al mirar hacia delante, a través del parabrisas, Telémacus vio la bolsa de luz mojada que era Amrá, el sol, alzándose perezosamente como si necesitara apoyarse en un andamiaje de nubes. Pero su aspecto cansado solo era una ilusión, pues en breve mandaría anchas olas de luz que inflamarían los colores de la llanura y convertirían el desierto en una sauna. Pero la larga carretera hecha de sombra seguía allí, y apuntaba como una lanza directamente al objeto que la provocaba: el ascensor estelar.

            Tras la batalla contra los dravitas y aquella cosa inhumana, el hecatonquiro, habían descansado unas horas. Luego, rescataron los camiones y no les costó ponerlos otra vez en marcha. Por fortuna, ni el agua del lago ni la tormenta de pasión galvánica de los pyghast los había estropeado. Telémacus durmió unas horas por orden facultativa de su esposa, y se despertó sin ningún otro motivo que el de haber soñado que el mundo se encogía de hombros a mil kilómetros de allí, lo cual había provocado un terremoto que se había tragado a Arthemis. Pero cuando abrió los ojos recordó la verdad, y esta resultó ser más increíble que la ficción. Desesperadamente, intentó aferrarse a lo que había visto en el sueño, a esa otra realidad que a su cerebro le habría gustado que ocurriera, pero la visión se fundió como un pedazo de hielo bajo el calor de la vigilia.

            Arthemis estaba muerta. Su última conversación había resultado más solemne de lo que su humor sardónico habría querido. Conociéndola, sin duda preferiría despedirse con una broma antes que con un discurso. Si Telémacus le hubiese dicho «Necesitas tomarte las cosas con calma», ella habría replicado: «Calma es una bebida que sirven en el bar de al lado».

           Ya no quedaban guerreros ni cazadores de recompensas a este lado del mundo, solo civiles asustados. Estaba él, claro… pero no sabía por qué, ya no le quedaban ganas de seguir luchando. Una vez, hacía años, Liánfal le había dicho que, si tenía suerte, un hombre normal enloquecía una media de cinco o seis veces a lo largo de su vida. Y que cada uno de estos cambios era bueno para él. Pero en esta ocasión Telémacus no estaba seguro de que enloquecer le ayudase.

           En algún lugar, él se caía desde alguna parte…

            Metal sobre arena, impulso sobre polvo, los camiones se deslizaban sobre raíles invisibles creyendo que iban en línea recta, pero recorriendo en realidad una enorme curva a medida que la sombra del Hilo iba desplazándose al capricho del sol. La batuta de un distante director de orquesta. Después de tantas aventuras, les pareció increíble que nadie les cortara el paso ni viniera pisándoles los talones. Lo cierto fue que aquella última parte del viaje transcurrió con mucha tranquilidad; ya era visible la base del Hilo, y se parecía a un edificio muy grande, o una acumulación de ellos, que se abría lánguidamente hacia los lados mientras su torre central se fusionaba de alguna manera con una especie de columna que sostenía la bóveda celeste.

            Pasaron cerca de unos cementerios de edificios de otra época, que surgían como lápidas de la arena. Árboles de Tule, hibiscos y lianas crecían con híbrida profusión por allí, acuclillándose para mirar por debajo de los restos de antiguos gabletes, y a través de arcos en proceso de convertirse en ventanas a medida que la mampostería se acumulaba en sus bases. El ciempiés de piedra blanca que había sido un antiguo muelle les sugirió que hacía mucho, muchísimo tiempo, podría haber habido un río allí, o incluso un mar, que hoy en día estaba seco.

            A medida que se iban acercando, el Hilo adquiría una dimensión más terrible, y se adentraba a pasos agigantados en el resbaladizo terreno del misticismo. Los lumitas que viajaban en el techo lo miraban con recelo, hacían gestos de protección y rezaban por lo bajo, sintiéndose aplastados no solo por el tamaño de aquella cosa sino por su imposibilidad, por lo difícil de creer que era a pesar de que la estaban viendo. Era el esqueleto de una divinidad que se sostenía en pie apoyado en un solo dedo. Un temor supersticioso fue haciendo presa en ellos, y tras enconadas discusiones muchos se preguntaron si no sería mejor dar la vuelta y regresar, si todavía estaban a tiempo.

            Una enorme navaja de sonido cortó el cielo por la mitad. La sintieron en los huesos, en la grasa amontonada sobre el músculo. Sobresaltados, los tres conductores pisaron el freno y el convoy se detuvo. Se apearon, y tanto ellos como los atónitos lumitas vieron que un fulgor blanco e intenso, que se había adelantado al sonido muchos segundos, se alzaba con una forma definida en el horizonte, en las tierras que habían dejado muy atrás.

           Primero se elevó como un tronco de árbol sin hojas, una bestia agotada y vieja que se erguía sobre sus patas traseras para relinchar. Luego, se desplomó sobre sí misma y se cubrió con una especie de capuchón de gas sucio, una seta de textura sedosa. Era una forma de más de un kilómetro de altura; el final de todas las cosas que giraba y daba vueltas para siempre mientras caía el telón.

            —Por los dioses… —tembló Liánfal.

            —¿Qué es eso? —preguntó Veldram, inocente. Su padre se paró a su lado.

            —Un hongo nuclear. Han hecho explotar un artefacto atómico en las tierras del Kon-glomerado, a juzgar por la posición y la distancia.

            Se oyó un silencio hecho de silencios. Uno que se podía coger con las manos. Uno en el que Veldram podía entrar y examinarle las tripas hasta descubrir alguna grieta.

            —¿Esa es la guerra en la que querían que combatiésemos? —Los ojos del joven eran conscientes de lo que implicaba esa idea. Lo que podía haber pasado si no se hubiesen marchado a tiempo del poblado. Quizás aquella nube que parecía la rúbrica de la muerte los tendría allí ahora mismo, bajo su ala, donde haría de telón de fondo para un destino final poco glorioso.

            Si se hubiesen quedado en la aldea, muy probablemente estarían al pie de aquel hongo, convertidos en chillidos de ceniza con forma humanoide. La locura de los dravitas había llegado al final de su carrera hacia ninguna parte… y había encontrado el único final posible.

            —Me temo que sí, hijo. —Lo miró con tristeza, aunque también contento. Había conseguido que la muerte, al volverse para mirar por encima del abismo de los años pasados, los pillara distraídos—. Me temo que sí.

            Los lumitas que habían estado discutiendo sobre si dar la vuelta o no, y regresar a su vieja aldea abandonada, se quedaron callados. Sus vigorosos asaltos verbales disfrazados de ingenio se habían convertido en un silencio culpable.

            —Solo podemos hacer una cosa, y es seguir adelante —dijo Liánfal—. La base del Hilo queda muy cerca ya. Si seguimos a este ritmo llegaremos hasta ella en solo dos días, estimo. Y luego… que sea lo que los dioses quieran.

            —Pues movámonos como si tuviéramos prisa —asintió Telémacus, y volvió a subirse a la cabina del camión—. Hemos agotado toda la comida que nos quedaba, y a la grasa de la madre insecto ya no le queda ni una gota de agua dentro. Solo tenemos los bidones que rellenamos en el lago Ofiuchi, pero ya sabemos que esa agua está contaminada por residuos de la propia estación, por lo que no es muy aconsejable beberla. ¡Así que adelante! ¡Recemos porque en la estación espacial alguien haya dejado provisiones, aunque tengan mil años!

            Todos intercambiaron miradas preocupadas, pero obedecieron. Sin provisiones ni agua no podrían aguantar los rigores del desierto, así que esto era una apuesta a todo o nada. El destino de la raza lumita había quedado en manos del giro de una carta favorable. Sabiendo lo poco que le gustaban los juegos de azar, Telémacus piso a fondo y dejó de preocuparse por las protestas de su gente. Aquellas personas siempre estaban quejándose por todo: el frío, la noche, el día, el calor, la lluvia, la sequía, el tiempo, la distancia.

            El sol había girado tanto en el cielo como para que la sombra del Hilo marcase como una manecilla de reloj una hora que quedaba muy lejos, hacia el sur, por lo que no podían remontarla más. No, si querían ir hacia la torre en línea recta y ahorrar combustible, así que el resto de ese día lo pasaron viajando bajo los rigores del sol. Los que estaban encima de los remolques se fueron turnando con los que iban debajo para aliviar no solo la quemazón de las pieles, sino el calor espantoso que pasaban los hacinados los remolques. Dentro, aunque estuvieran a la sombra, hacía más calor que fuera, por lo que la deshidratación era mayor.

            No supieron cómo, pero lograron sobrevivir a aquellos dos días prácticamente sin comida ni agua. La seta de la explosión acabó desvaneciéndose como un mal aliento, pero dejó una marca imborrable en el cielo, como si el color de este ya nunca más pudiera ser de un azul puro en el lugar donde estuvo el hongo. Era como si ambos, tierra y cielo, hubiesen llegado a la muerte por diferentes caminos, y la hubiesen fotografiado desde distintos ángulos.

           Cuando amaneció el tercer día de angustia y privaciones, con las gargantas resecas y las pieles quemadas y los ojos teñidos por el rojo de la desesperanza… la ciudad al pie del Hilo apareció delante de ellos. La gente soltó gemidos al verla; gritos de niños extraviados en una noche fría.

            —Hemos llegado —dijo Telémacus, y detuvo el camión en el polvo y el silencio.

            Vala, Veldram, Logus, Goeb, Liánfal, todos los demás, contemplaron atónitos una de las obras de ingeniería más colosales concebidas por la humanidad. No importaba lo mucho que hubiese volado la imaginación de cada lumita al intentar prever lo que hallarían una vez alcanzaran su destino, pues todos se equivocaron, ya que lo que encontraron allí se escapaba de sus sueños más salvajes.