PRÓLOGO | 1.1 EL PESCADOR: TELÉMACUS | 1.2. EL PESCADOR: ARTHEMIS | 2.1 ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: TELÉMACUS | 2.2. ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: ARTHEMIS | 3.1. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: LÍANFAL | 3.2. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: ARTHEMIS | 4.1. ASALTO A LA FORTALEZA: TELÉMACUS | 5.1. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 5.2. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 6.1. CAMIONES: LÍANFAL | 6.2. CAMIONES: VELDRAM | ITERLUDIO. LA CANCIÓN DEL SILENCIO | 7.1. EL YERMO: ARTHEMIS | 7.2. EL YERMO: LOGUS | 8.1. PERSECUCIÓN: VELDRAM | 8.2. PERSECUCIÓN: ARTHEMIS |8.3. PERSECUCIÓN: TELÉMACUS | 9. LO QUE HAY EN LAS PROFUNDIDADES DEL MUNDO: SERENAY | 10. UNA PAUSA PARA TOMAR ALIENTO | 11. EN LAS ESTEPAS DE FUEGO | 12. ENCUENTRO EN OFIUCHI | 13. UNA SIMPLE CUESTIÓN DE COSTES Y BENEFICIOS
KAR N’KAL
La tierra temblaba bajo el paso acompasado de los ejércitos. La costa del mar cero-g había quedado atrás, y la larga columna de efectivos del clan Raccolys avanzaba a través del lecho reseco de un río que, visto desde arriba, parecía una cremallera que fisuraba la región más plana de la meseta. Las cuencas de unos lagos en los que apenas quedaba agua dormitaban somnolientos y despreocupados entre colgantes espesuras de espino, sin prever que en cualquier momento podrían convertirse en las improvisadas trincheras de una guerra.
El Intérprete de los Muertos Kar N’Kal contemplaba el flemático avanzar de la columna desde lo alto de su andador de batalla, un antiguo CK26 de patas combinadas, que visto desde fuera parecía un puño con muchos dedos flexionados que se fuera arrastrando sobre ellos. Era el vehículo más pesado que quedaba en el arsenal del clan, y Kar había decidido que en la batalla que se aproximaba contra esos desgraciados del Kon-glomerado sería su castillo, su fortaleza móvil. El aspecto que presentaba visto desde lejos era impresionante, con sus veinte metros de altura y el trío de torretas láser pesadas que flanqueaban en triángulo la estructura. Lo que nadie sabía, ni él dejaría que se enterasen, era que en su interior el vehículo presentaba un preocupante número de anormalidades: el reactor atómico que le proporcionaba potencia tenía fugas, de lo viejo que era, y los ingenieros designados para trabajar en él lo hacían a punta de pistola, turnándose en ciclos de no más de veinte minutos. Además, los cojinetes y los actuadores de las patas rechinaban como si sus pistones de tendón hidráulicos estuvieran a punto de partirse, y el vehículo pudiera empezar a dejarse patas por el camino.
Nada de eso le importaba, eran minucias. Kar deseaba que sus enemigos supieran que no iba a andarse con chiquitas. Ambos clanes podían considerarse huérfanos del mismo padre, los drav que los guiaban con mano sabia y que habían sido asesinados recientemente. Dos imperios decapitados. Sin la potencia de cálculo sobrehumana de sus cerebros, esta guerra sería muchísimo menos eficiente de lo que podría haber sido, pues había quedado en manos de simples hombres. Pero eso tampoco era importante: el gasto de recursos, tanto materiales como humanos, era un factor secundario cuando el premio a ganar era nada menos que el control sobre las tierras de los Kon, un reino apetitosamente anexionable que ya estaba haciéndolo salivar. Era justo que todos los terrenos disponibles para cultivar pertenecieran a un solo amo, que estuvieran bajo una única bandera. ¿Qué sentido tenía parcelar la tierra a base de fronteras, darle un nombre y dejar de amarla donde el nombre cambiaba?
Miró a sus tropas, aquel hervidero de salvajismo pseudotribal, aquel revoltijo de individualidades vigorosas, pendencieras, sobre el que se posaba la mano firme de la autoridad. Cada soldado era una entidad movilizable, sin apenas compasión a la que pudiera apelarse. Eran depredadores alimentados con miedo, cuando no el del enemigo, el suyo propio. Sus armas asomaban enhiestas de los racimos de hombres como catalejos orientados hacia los males de un mundo en agonía. Kar sabía que toda aquella locura tenía lógica, y que su consecuencia inevitable era la tiranía. ¿Pero por qué oponerse a esa idea, si la palabra tiranía provenía de un vocablo que no implicaba nada malvado, sino que significaba «buen señor, gobernante seguro»?
Si la prosperidad tenía un opuesto, este era la guerra. Felicidad y conflicto nunca eran ideas coincidentes. Pero había veces en que no quedaba más remedio que abrir la caja de los truenos, y dejar que resonaran a lo largo y ancho de la tierra. Él conocía esa terrible verdad, y al mirarlo de frente, sin tapujos, se sintió bendecido por todo ese odio.
Kar llevaba mucha carne de cañón reclutada en las ciudades y aldeas fieles a Raccolys, que sería la primera en avanzar. Serviría para probar la potencia de fuego del enemigo, de modo que las tropas veteranas que vendrían después no sufrieran tantas bajas. En una ocasión había estado meditando sobre el modo en que operaba la mente humana, y llegó a la conclusión de que no se regía por la lógica: el hombre no era para nada un ser lógico, aunque sí racional. Si se dejara gobernar por la lógica no consumiría estupefacientes, ni haría cosas que pusieran en peligro su salud o su estabilidad emocional a largo plazo, a sabiendas de que esas actividades eran nocivas para su cuerpo. La mente era más bien un continuo tira y afloja de costes y beneficios, una lucha eterna entre qué quiero conseguir y qué me cuesta a cambio, que se aplicaba de manera logarítmica: desde los detalles más nimios del día a día —sé que no debería tomar un trago de esta bebida cada vez que me despierto por las mañanas… pero es que si no, no rindo— hasta los planes a largo plazo —¿qué profesión escogeré, qué trabas me pondrá y qué me ofrecerá a cambio?—. A la guerra, como producto directo del pensamiento humano y una de sus más complejas creaciones, también se le aplicaba esta ley.
Todo era un gigantesco problema de costes y beneficios. Haber salido en el día de hoy a luchar era lo que él, como dirigente provisional del clan, entendía como la maniobra perfecta para acabar de un plumazo con aquel problema y dedicarse a cosechar beneficios.
A salvo tras el cristal blindado tintado de rojo de la cabina del andador, capaz de deflectar andanadas láser y munición pesada de alto calibre, el Intérprete se reclinó en su sillón como si estuviese recostado en un triclinio. Miró hacia delante, a la lejanía, y vio cómo se perdía a lo lejos la columna de efectivos, con los tópteros de combate y los zepelines proyectando sus negras sombras sobre ella. Había camiones aerodeslizadores reconvertidos en máquinas de guerra, y armaduras unipersonales tan grandes que parecían tanquetas con ruedas, pero que podían adoptar forma bípeda para disparar. Por debajo de ellas en el escalafón… solo la tropa, y las brigadas de choque de cazarrecompensas, que creían, en su ingenuidad, que les iba a pagar las barbaridades que le habían exigido cuando todo acabara. Claro que sí, que siguieran soñando. Ojalá las bombas enemigas hiciera una buena limpieza entre los de su clan, para que los que quedaran tuvieran más botín a repartir y dejaran de quejarse. Eran un grano en el culo, los de ese gremio. Pero también buenos luchadores, y en estos momentos tenía que sacarles partido.
(Costes y beneficios).
Lo que Kar más temía, en realidad, era el arma secreta de los Kon: esas reliquias del mundo antiguo, los hecatonquiros. Había rumores de que todavía quedaba alguno que otro dormido en los búnkeres de aquellos malnacidos, y aunque activarlos suponía un peligro para los dos bandos, porque ni siquiera el estúpido de Padre Addar sabía cómo controlarlos, ponerlos en juego sobre el tablero podía ser su último as en la manga si la batalla iba mal. Kar no creía que su homólogo fuera tan idiota como para usarlos, arriesgándose a desatar una fuerza incontrolable en el campo de batalla, pero todo era posible. Si había una verdad demostrada en este universo era que, comparando la inteligencia con la estupidez, solo una de las dos era infinita.
Un esquife de exploración se le acercó y se acopló a la bahía de atraque que el CK26 tenía a seis metros sobre el suelo, bajo el intercambiador térmico que aliviaba la enorme cantidad de calor que generaban la patas. Un espía entró en el vehículo y subió en un ascensor hasta la torre de mando, donde le esperaba una escuadra de guardias armados. Kar N’Kal no se fiaba de nadie, ni siquiera de sus propios espías.
—Habla —ordenó cuando el agente, un idor, se detuvo frente a los soldados—. ¿Traes noticias del Kon-glomerado?
—Sí, mi amo —siseó el idor, su masa de órganos rotatorios emitiendo un débil sonido por debajo—. Saben que vamos, y están reuniendo sus tropas en el Cruce de los Vientos para interceptarnos. Traen una fortaleza móvil para que encabece el ataque.
Cómo no, imaginaba que harían algo así, pensó Kar con aire ceñudo. Al fin y al cabo, él habría hecho lo mismo.
—Eso ya me lo imaginaba, estúpido. Más te vale que aportes alguna información útil o tus servicios ya no serán necesarios.
El idor tembló ante el subrayado que los soldados le pusieron a esa frase, amartillando sus rifles.
—El… el comportamiento de los Kon es extraño, impredecible. Parece que algo ha debido de ocurrirle a su Intérprete, el Padre Addar, porque hay ventisqueros de rumores por todas partes.
—¿Rumores de qué tipo?
—De que partió en una expedición de caza tras unos fugitivos y no ha regresado todavía, ni se tienen noticias de él. Al parecer, ocurrió un desastre cerca de los barrancos de Devianys, con una fuerte pérdida de vehículos y personal… pero no hay nada confirmado.
Esas palabras turbaron profundamente a Kar. Empezó a pasearse como un león enjaulado de una esquina a otra del centro de mando. Los Intérpretes de los Muertos tenían fama de haber domesticado y entrenado el presentimiento, aunque no por ello le habían dado mayor exactitud.
Una idea inquietante le erizó los pelos de la nuca.
—¿Se sabe quiénes eran esos fugitivos a los que perseguía?
Dos de las tres rodillas del idor se doblaron hacia dentro, como en un gesto de impotencia: su equivalente a un encogimiento de hombros. Su debilidad física confería al temor del espía un aire de protesta quejosa.
—Los rumores apuntan a que era un pueblo de nuestra región, unos pescadores que huyeron hacia el desierto para no ser reclutados. Iban en unos camiones robados al Kon-glomerado, quizá por eso los perseguían.
—Unos camiones… —Los ojos se le volvieron redondos y planos—. Espera, ¿quién los lideraba? ¿Hay nombres, algún rumor en concreto?
—Un superviviente que cuentan que logró regresar a Múnegha describió a una mujer con un casco cromado y a un tipo con una armadura de dragón. Pero podría estar delirando. Llegó moribundo tras cruzar el desierto.
El Intérprete llegó a una conclusión que no le gustó nada. Unos segundos después, como si se hubiera emborrachado con la química corporal de su cuerpo, señaló a sus subordinados y ladró:
—¡Preparen una expedición de castigo! Tiene que partir inmediatamente hacia el este, más allá de Devianys. Que esté fuertemente armada y se mueva en vehículos rápidos, con especialistas en seguir rastros. No hay tiempo que perder.
—Señor, ¿una expedición… ahora? —se extrañó su lugarteniente, una ex-cazadora entrada en años llamada Mésalon Dee. Un entramado poco profundo pero ramificado de cicatrices le cubría el rostro, como si el dibujante que la diseñó se hubiese olvidado de borrar los trazos del esbozo—. ¿Cuando vamos a entrar en combate?
—Hazme caso, Dee: ese grupo al que perseguía Addar tenía que ser extremadamente peligroso si él mismo decidió participar en la cacería, y aún más si no volvió… Además, recuerdo perfectamente la armadura que describe este desgraciado. Solo había un cazador en todo el gremio que portara una coraza con aspecto de dragón: Telémacus Olfhen, el que hundió la barcaza de Radhus Sfilgam usando como arma una maldita barca de pesca.
»Hacia el este, en el desierto, hay muchos sitios que es mejor que un rebelde de la clase de Olfhen no llegue a visitar nunca. Reductos escondidos de antigua tecno. Si hay alguien en este planeta que puede sobrevivir al viaje y hacerse con ella, es Telémacus.
—Lo entiendo, mi señor —asintió la teniente—, pero prescindir de buenos guerreros justo ahora…
—¡Obedece! —Golpeó con el puño una consola de mando, haciendo que tanto el operario de la consola como Mésalon dieran un respingo—. Prefiero no arriesgarme con algo así. El nombre de ese traidor tiene valor propio. —Ahí estaba citando una de sus sentencias ecuménicas.
La oficial dio las órdenes pertinentes y, al cabo de un rato, varios vehículos y armaduras potenciadas partieron rumbo al este, separándose del grupo. Los que los vieron partir sintieron una profunda envidia, aunque supusieron que andarían metidos en alguna misión secreta e importante. Y si era importante, seguramente sería muy peligrosa.
No se equivocaban.
Mientras la expedición de castigo se alejaba, los ejércitos se miraron las caras y se aproximaron al lugar conocido como el Cruce de los Vientos, la extensa meseta plana donde se decidiría su destino. Menos mal que estaban en la estación cálida, pensó Kar N’Kal, y no en la época de las lluvias y el frío, porque por mucha tecnología que los protegiera, lo peor que podía haber para un soldado era luchar inmerso en un gélido caldo de aguanieve. Pelear y morir en un mundo que se iba fabricando a sí mismo a base de ráfagas de viento y hielo.
Los Kon ya habían llegado. Esperaban con sus efectivos desplegados junto a enormes colmillos de piedra que brotaban del suelo. Era una de las características geológicas más llamativas de aquella región, dientes de granito limados por eras de viento, del mismo color amarillo que se licuaba hasta parecer blanco allá en el desierto; un amarillo suave que los ojos no podían medir.
Pero lo que llamó la atención de Kar no fueron las bellezas naturales, sino un mechón de humo negro que se acercaba en lontananza. Procedía de un cubo que desplazaba agónicamente su peso por las dunas, aplastándolo todo a su paso con sus titánicas orugas: era el palacio rodante del drav Bergkatse. ¡Esos bastardos se lo habían traído a la lucha! Su mole cuadrada se alzaba como una montaña, el humo brotando en jadeos de unas bocas ardientes que se abrían en su tejado.
Eso fue un duro golpe para la moral de Kar. Estaba muy ufano pensando en la superioridad que le daba el tamaño y la contundencia de su carro de combate multípodo… y ahora resultaba que el castillo enemigo era diez veces más alto y masivo. Al desplazarse iba dejando unas huellas larguísimas que podían leerse desde el aire: «Muerte, muerte», escritas a todo lo largo de un país.
—Señor, ¿qué hacemos? —preguntó Mésalon.
Kar apretó los puños, acordándose de un mito dravita de la creación: ¿por qué los hijos de los dioses, a pesar de su poder y su majestad, siguen sometidos a horrendos peligros vayan a donde vayan? Pues porque la Muerte entró en casa de sus padres disfrazada de pedigüeño, y ahora les pisa los talones.
—Da la orden de avanzar, quiero un ataque envolvente desplegado a partir de una carga frontal. —Sus palabras parecían brotar de un hondo silencio—. Esa fortaleza móvil no fue diseñada para soportar fuertes impactos en sus orugas: ese será nuestro primer objetivo. Después, quiero que las brigadas trepen por sus paredes e intenten colarse dentro. Pero ojo con dónde disparan: los reactores nucleares que la mueven son un peligro tanto para ellos como para nosotros… y los muy hijos de una hiena lo saben.
—¿Es buena idea atacar, entonces? Quizá deberíamos replantearnos la estrategia con un poco de calma… Calcular mejor las probabilidades.
—El honor y las probabilidades nunca se han llevado bien. Yo no estoy siempre en lo cierto, pero siempre tengo razón.
Mésalon Dee transmitió las órdenes y en pocos minutos estalló el caos en la meseta colmilluda: empezó con el estallido de fuerza láser de los cañones, que llenó de vectores horizontales y estelas de rubí la llanura. Cuando llegaron los rápidos destellos secuenciales de los rifles, las ametralladoras y los morteros, la claridad del campo de batalla despareció tragada por una nube de polvo. Al igual que pasaba en las guerras de la Antigüedad, en las modernas era una utopía esperar que la visión se mantuviera impoluta durante la refriega: las explosiones de las bombas y la fuerza combinada de los rayos no tardaron ni cinco minutos en sembrar el terreno de hongos de polvo y bosques de humo. Los soldados se encontraron de repente sordos, ciegos y abandonados en un mundo sólido de partículas marrones. Un mundo donde los disparos dibujaban caminos de fuego sólido en medio de esas densidades de humo.
Desde su atalaya, Kar N’Kal distinguió breves escenarios de acción, momentos de la refriega que quedaban casi en seguida ocultos por el humo: el avance de los soldados haciendo que sus disparos agujerearan la nube como cascadas de alfilerazos; el cruento gemido de metralla de una bomba que surgía del fondo de un agujero, tan apelmazado e inexpresivo como sucio de sangre; los resplandores filtrados de las explosiones, color miel, que se expandían en oleadas cálidas y brutales, despojando a todas las cosas de su color e imponiéndoles el del fuego; las conversaciones cruzadas entre los mandos de la tropa por los canales de radio, sus palabras como secas inhalaciones de terror; las áridas visiones caóticas de hueso, carne y acero; la reducción de una pelea al cuerpo a cuerpo cuando la munición se había agotado, y solo quedaba que las bayonetas golpearan los petos con sonidos semejantes a escoplos arañando tocones de madera.
La guerra moderna consistía en no ver dónde estaba el enemigo que te mataba con solo pulsar un botón; en caer ante la furia eléctrica vomitada por algún cañón de plasma, con una única palabra que se rendía ante la indefensión, un orgasmo de dolor vomitado:
—Socorro…
…al que nadie le prestaba la menor atención. Eso era la lucha. Y a Kar N’Kal le encantaba: le gustaba su belleza plástica, su intensidad execrable. Siempre que la viera desde lejos, por supuesto, bien protegido tras su plexiglás.
—¡Ordena el avance a todas las unidades, incluyendo la reserva! ¡Tenemos que aplastar a esos bastardos antes de que nos rodeen! —Era un plan grandioso, igual que su visión. La única pena era que no existiera un superlativo para «grandioso», porque si no se lo habría aplicado también.
Las estelas de polvo de las unidades motorizadas trazaron amplios arcos, tratando de ser más rápidas que el enemigo, intentando rodear por el exterior antes de ser rodeadas a su vez. Era como si medio país estuviese siendo cardado por esas líneas de humo, paralelas como los dientes de un peine. En el aire, los tópteros y los zepelines se disputaban una supremacía aérea que casi no existía. Eran aviones demasiado lentos para esquivar los vectores de luz letal que se alzaban desde la tierra, buscándolos, incinerando las nubes y llenándolas de rayos en busca de cualquier tóptero oculto. Aquellos desgraciados pilotos solo podían aspirar a soltar sus bombas y regresar a toda prisa antes de que los artilleros los derribasen.
Kar vio que uno de sus zepelines estaba envuelto en una escarapela de llamas, pero en lugar de caer a tierra fue a estrellarse contra la fachada del palacio rodante, explotando en una nube de fuego que resbaló con resplandores líquidos por sus paredes. El azul de los proyectores de campos de fuerza de la torre de Bergkatse resplandeció, vagamente esmeralda, contra el resto de la formidable masa de cemento. Una sombra de ambición e indeterminado deseo se desvaneció del rostro de Kar en cuanto fue consciente de que aquel era el último zepelín que les quedaba a los Raccolys. Se sintió cansado y solo.
—¡Estamos teniendo un gran número de bajas! —avisó Mésalon, harta de que la tratasen como si no estuviera allí—. ¡Tenemos que ordenar retirada!
—¡Ni hablar! —exclamó Kar, mirándola por primera vez como si realmente estuviera allí—. Usaremos hasta la última unidad de carne de cañón que nos quede. Que las tropas de choque vayan directas al centro de mando del enemigo. ¡Hay que detener a esa mole!
Los aldeanos reclutados por la fuerza recibieron orden de correr en línea recta hacia el enemigo, y más les valía que lo hicieran, pues los artilleros de su propio ejército estaban apuntando sus cañones hacia ellos. ¡Así se estimulaba la obediencia! De pronto, un blindado enemigo apuntó su cañón lineal hacia el CK26 y abrió fuego, proyectando un haz de energía trapezoidal que fue a impactar con mucha buena suerte en la cabina de mando. Fue como recibir el empellón de una gárgola que vomitara arcadas de versos de fuerza pura, de calor radiante. El plexiglás supuestamente irrompible se hizo añicos, y la bola de fuego entró arrasando con medio puente de mando, incluyendo a Mésalon Dee, que se deshizo como un espantapájaros de paja al que un niño le hubiese prendido fuego por los pies.
La onda expansiva arrojó a Kar detrás de una consola, lo cual le salvó la vida, dejándolo con quemaduras superficiales. Su toga estaba ardiendo, así que se la quitó y se quedó en paños menores. En circunstancias normales habría sido un duro golpe para su ego —no es que el Intérprete de los Muertos tuviera un ego grande, es que las estrellas más cercanas tenían que echarse hacia atrás para hacerle sitio—, pero estaba tan aturdido que ni se dio cuenta.
Observó la llanura a través del agujero. El palacio rodante seguía entero, aunque con la piel tatuada de cráteres negruzcos. El monstruo se resistía a caer, desintegrándose en un conjunto indenominable de incógnitas.
—No vais a poder conmigo, malditos bastardos… ¡Soy inmortal! —(Gritándolo en paños menores, qué deleite, aquel barítono grave matizado de seductoras inflexiones).
Por un momento sintió la tentación de hacer que el escuadrón de castigo que había enviado a los barrancos de Devianys regresara para ayudar, pero descartó la idea. Según el radar de largo alcance, el pequeño puntito que era el escuadrón se aproximaba a la zona donde supuestamente había desaparecido Padre Addar.
Les dejó seguir. Su curiosidad era mucho más fuerte que su instinto de supervivencia. De todas las noticias que podrían alegrarle el día, incluso más que la de la victoria en la meseta, que sus hombres encontraran el cadáver de Addar destrozado en alguna parte sería la más sublime de todas.
Costes y beneficios.
EL ICARIA
Había fenómenos cósmicos que estaban ocurriendo tan lejos que ninguno, por violento que fuera, podría quitarle el sueño a nadie en aquella región del Brazo Espiral. La gran orquesta del cosmos tocaba una rapsodia celeste, enviando su obra mediante pulsaciones de fuego a todos los infinitos universos a la vez. El lejano palpitar de un quásar se convertía en el motor lírico de un grupo local de estrellas en explosión. Se rumoreaba que el fenómeno tenía algo que ver con la poesía.
La nave Icaria vigilaba desde la órbita, pero no el espectáculo maravilloso del fondo cósmico, sino el planeta que tenía justo debajo. Le llamaba la atención la región del continente de donde provenía el eco de activación del Tapiz de Sílice… pero no exactamente en sus coordenadas, sino cien kilómetros más atrás, donde se estaba desplegando toda una fiesta de luces.
Sobre esa región diminuta del mundo ardía un palio de fuegos opacos: por su intensidad y distribución estadística, eran los efectos de una batalla. Alguien estaba peleando allá abajo usando munición energética y bombas convencionales. Eso no le gustó a la sensonave, ahora la mente que gobernaba el Icaria. La guerra entre humanos siempre era una mala noticia, pues implicaba el fracaso de muchas cosas. Ella quería ayudar a aquella colonia perdida a salir adelante, a prosperar, no a autodestruirse por algún motivo estúpido. Normalmente, en todas las guerras la falta de recursos y la ansiedad por controlar los disponibles eran lo que desataba el conflicto —ya se sabía que el mejor momento para preparar bien una guerra era en tiempos de paz, mientras los recursos aún disponibles eran agotados—. ¿Sería eso por lo que se estaba peleando aquella gente? ¿O habría otro motivo que ella ni siquiera podía adivinar? ¿Habría llegado el ser humano a concederle a la palabra «enemigo» una precisión total, libre del lastre de contradicciones lógicas?
Deseaba más que nada comunicarse con ellos y gritarles que cesaran las hostilidades, pues la trasformación del convoy de naves en sensometal ya estaba casi acabada. En cuanto estuvieran todas, las haría descender sobre los enclaves habitados más importantes para que se transformaran en los puntos neurálgicos de la futura prosperidad de Enómena. No habría motivo para que nadie se peleara más por los recursos, pues con su tecnología se volverían prácticamente infinitos. Se acabarían para siempre los problemas del hambre, de la producción de energía, de la minería, de la ingeniería avanzada, de la salud… Enómena daría un salto de mil años hacia el futuro. Y nadie tendría que matarse nunca más.
Esa era la teoría.
Una opción que había valorado era la de enviar una nave pequeña, en plan emisario de paz, para hablar con aquellos líderes que se empecinaban en no escuchar sus emisiones de radio. La verían llegar como un espíritu eléctrico sobrevolando las eléctricas aguas. Sin embargo, al detectar el despliegue de energía de la batalla, se lo pensó dos veces: no sabía cómo reaccionarían los líderes militares en una situación así, si de repente veían descender del cielo una nave desconocida. A lo mejor se dejaban llevar por el pánico creyendo que era un artefacto enemigo, y reaccionaban disparándole unos cuantos misiles.
No, sería mejor andarse con cuidado hasta que las cosas se calmaran.
Lo que hizo fue separarse del convoy, con su gigantesco cuerpo de nave semillera, y acercarse a aquella torre que cortaba como un bisturí las auroras del amanecer. El Icaria se aproximó al extremo superior del Hilo y lo observó, pero sin atracar en él. Como había supuesto, estaba coronado por una estación de atraque naval. Tenía forma de orquídea, en concreto la de una Sobralia altissima, con un labelo amplio que hacía las veces de pista de aterrizaje, y racimos de sépalos con abrazaderas para naves de menor tamaño.
Lo más curioso era que había una pinaza atracada en él.
No era una nave con un diseño estándar. Más bien parecía haber sido ensamblada a partir de material refinado siguiendo un diseño muy básico, al que se le había acoplado un impulsor, una cabina con capacidad para el mantenimiento de vida y un corrector de maniobra. Era un vehículo hecho a partir de chatarra, y por el nivel de radiactividad que emitía, la materia prima había salido de un planeta ferroso de elevadísima temperatura a nivel de superficie.
Icaria volvió sus ojos hacia el sol y vio pasar por delante la diminuta pelota de Rigolastra. En esa clase de planetas, en los sistemas solares colonizados por el Imperio, solía haber refinerías de elementos pesados y mucha minería robótica. Su intuición de IA le dijo que probablemente aquella nave había sido ensamblada en alguna de aquellas fábricas y luego pilotada hasta aquí. En su interior solo había espacio para un único ser humano adulto o para dos niños. ¿Algún minero intrasolar que logró escapar de esa prisión infernal para venir a un mundo más afín a la vida, saliendo del espacio real para refugiarse en el configurativo? ¿Un comerciante que arribó por fin a puerto, después de que la inmensidad del camino recorrido hubiese borrado hasta el último recuerdo del cielo que lo vio nacer?
Fuera quien fuese, no estaba dentro de la nave. La pinaza estaba vacía, y la estación-orquídea también.
El ascensor estelar no estaba muerto. La energía parecía proporcionársela un colector geotérmico que se hallaba varios kilómetros por debajo del manto del planeta —le que significaba que a sus 35.786 kilómetros de altura se le añadirían unos cien o doscientos más hacia abajo, en el subsuelo, que además de anclaje servirían para proporcionarle una energía virtualmente eterna—. Lo que ocurría era que estaba «apagado», en reposo, como si no hubiese nadie en su interior. Los enormes trenes que subían y bajaban por el tallo llevando mercancías y pasajeros, cada uno con quinientos vagones y dos filas de locomotoras, esperaban estacionados en la parte inferior de la «orquídea», muertos. O dormidos. Se notaba que nadie los había usado en décadas.
Las preguntas sin respuesta se amontonaban en el cerebro de la nave. Si todavía había gente habitando el planeta, y tenían cierto grado de tecnología, ¿cómo era posible que el Hilo estuviese vacío? ¿Acaso había algún punto de ese hemisferio desde el cual no se viera al coloso elevarse hasta los cielos? ¿Y cómo era posible que quien lo viera no quisiera acercarse a él, explorarlo, desenterrar sus secretos…?
No era lógico. Ni científico. No le encontraba explicación.
Se le ocurrió la idea de que, tal vez, uno de aquellos trenes constituiría un buen heraldo para ver qué estaba pasando a nivel de superficie. Se conectó con la torre, pirateó en un instante sus sistemas y tomó el control de la cognoscitiva. Ordenó a uno de los trenes que se pusiera en marcha y lo vio descender en completo silencio tallo abajo, reentrando tan suavemente en la atmósfera que apenas provocó calor de fricción. Doscientos vagones iban atados mansamente detrás de su cabeza bicéfala.
Hasta pronto, le dijo como si se tratara de un amigo que va a hacer un viaje muy largo. Treinta y cinco mil kilómetros en caída libre, nada menos. Varios días duraría su periplo. Con su movimiento de caída, como si fuera un ascensor convencional, tiraría hacia arriba de un contrapeso que subiría por el lado contrario de la torre, generando electricidad como una dinamo. Cuando el tren llegase abajo le avisaría por radio.
La nave se encogió metafóricamente de hombros y se puso a contemplar las evoluciones de la guerra. Reflexionó sobre el concepto de la verdad relativa y la realidad líquida. Juicios sintéticos a priori y razonamientos sobre la existencia in se, y las causas de tanta barbarie. Qué bellos colores, sí…
¿Por qué a veces lo horrible podía llegar a ser tan hermoso, si se lo contemplaba desde la suficiente distancia?