PRÓLOGO 1.1 EL PESCADOR: TELÉMACUS | 1.2. EL PESCADOR: ARTHEMIS | 2.1 ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: TELÉMACUS | 2.2. ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: ARTHEMIS | 3.1. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: LÍANFAL | 3.2. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: ARTHEMIS | 4.1. ASALTO A LA FORTALEZA: TELÉMACUS | 5.1. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 5.2. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 6.1. CAMIONES: LÍANFAL 6.2. CAMIONES: VELDRAM | ITERLUDIO. LA CANCIÓN DEL SILENCIO | 7.1. EL YERMO: ARTHEMIS | 7.2. EL YERMO: LOGUS | 8.1. PERSECUCIÓN: VELDRAM | 8.2. PERSECUCIÓN: ARTHEMIS |8.3. PERSECUCIÓN: TELÉMACUS | 9. LO QUE HAY EN LAS PROFUNDIDADES DEL MUNDO: SERENAY | 10. UNA PAUSA PARA TOMAR ALIENTO | 11. EN LAS ESTEPAS DE FUEGO

VALA

La noche había sido más bien húmeda, y aún la notaban en las articulaciones cuando se despertaron. Arthemis y Vala arrancaron los motores al romper el alba. La tormenta del sur los había esquivado y exhalaba su ira rumbo al oeste, depositando una lluvia de minúsculas perlas lechosas sobre el terciopelo de la arena. Un aire más frío de lo habitual marcaba una frontera de color en los límites de la bruma.

            Aunque no habían quedado en eso explícitamente, los camiones mantuvieron la misma formación: el de Vala y Veldram delante, abriendo paso, con Arthemis la segunda y Liánfal acompañada por el idor en retaguardia. El tóptero, escaso de combustible ya, descansaba con las alas plegadas sobre el techo del camión de Arthemis cual insecto gigante que se hubiese posado a dormitar. Lo primero que habían hecho los vigías nada más levantarse el sol fue otear por si había el menor rastro de vehículos o aviones en la distancia. Pero Arthemis tenía razón: no iban a seguir desperdiciando recursos con la que se avecinaba. Nadie les perseguía ahora, aparentemente.

            A medida que las tres moles de los camiones se iban alejando de los barrancos y se internaban en la llanura, el paisaje cambiaba más y más. Unas extensiones de hierba blanca empezaron a cubrir las dunas como una costra de salmuera, alfombras de tallos muy finos que parecían haberle robado sus colores a las lunas de Enómena para convertirlas en imágenes blancas como el hueso. Cuando examinaron de cerca esa hierba, notaron que uno de cada veinte tallos se parecía a una flor que en lugar de pétalos estuviera rematada por un diapasón. El viento depositaba notas musicales en ellas, y otras flores-diapasón cercanas respondían con un eco de la misma nota, y si la frecuencia armónica era la correcta, entraban en un proceso de fertilización acústica. Polen sonoro en lugar de físico.

            También se tropezaron con una manada de seres extrañísimos que ningún lumita había visto nunca, y que se parecían a resortes hechos de carne que se movían desplazándose a grandes saltos, proyectando su cuerpo en el aire tras comprimirlo hasta menos de un cuarto de su longitud. Pero lo más extraño era que cuando caían, cuando tocaban el suelo tras uno de esos largos brincos, siempre presentaban el mismo aspecto que antes de saltar, con la boca en la parte inferior del tallo y su único y ciclópeo ojo en la de arriba. Pero en el aire no giraban a mitad del salto, por lo que la conclusión era obvia: esos pedúnculos vivos no giraban al saltar, haciendo una acrobacia, sino que invertían su cuerpo, desplazando a todo lo largo del tubo su boca, mientras el ojo se movía en sentido contrario, de manera que una siempre estaba abajo y el otro arriba. Eran contrapesos vivos recubiertos por una piel corrugada. Tenían los colores típicos de los seres vivos nacidos durante el proceso del Antara, la tormenta de partículas que sacudía todo el sistema solar cada vez que el sol compañero, Thyle, regresaba de su órbita súper excéntrica y apuñalaba los campos magnéticos de su hermana mayor, convirtiendo sus cercanías en una fiesta de abalorios de oro macizo. Incluso los seres humanos se veían influenciados por ese periodo de estrés cósmico, pues se decía que los niños nacidos en esos días poseían extrañas marcas de nacimiento, y que estaban señalados por el destino.

            En un momento determinado divisaron una colina que en principio parecía un montículo normal, pero que empezó a moverse lentamente, arrastrándose por la llanura. Al examinarla con los prismáticos se dieron cuenta de que no era un accidente geológico sino un ser vivo: una especie de fortaleza quitinosa dividida en segmentos, que al moverse se replegaban unos dentro de otros igual que algunos invertebrados. Aunque de movimiento extremadamente lento, la sensación de invulnerabilidad y de poderío físico que transmitía aquel titán les convenció de no acercase a él, y Vala prefirió dar un rodeo de más de tres kilómetros.

            El Hilo estaba cada vez más cerca, se notaba en los sistemas nubosos que se formaban a su alrededor y que lo engalanaban con sortijas vaporosas. Visto desde allí tenía otro color, más cobrizo, y se distinguían detalles en el tallo que desde más lejos pasaban desapercibidos: ahora estaba claro que había tres líneas rectas más oscuras e infinitamente largas que recorrían de arriba abajo toda la longitud del hilo, y que eran interrumpidas cada pocas decenas de kilómetros por unos ensanches en forma de bulbos. La imaginación de los lumitas se disparó: ¿qué serían aquellos ensanches, edificios? ¿Pequeñas ciudades que colgaban a intervalos regulares del tallo, cada vez más alejadas del suelo y más cercanas a las estrellas? Fueran lo que fuesen, los humildes pescadores empezaban a entender las cifras que implicaba un objeto artificial de tal envergadura. Y eso los abrumaba. En ese Hilo cabría fácilmente toda la población de Enómena, repartida por los diferentes pisos, y aun así les sobraría tanto espacio que si no querían no tendrían por qué verse unos a otros. Sabían que era una ciudad vertical, pero la pensaban como indígenas en cuyas alforjas aún había demasiadas cosas que los conectaban con la existencia simple de antes.

            En la segunda mitad del día, cuando el crepúsculo estaba cercano y les dolían las articulaciones por llevar tantas horas conduciendo, Vala avistó la forma de un edificio que sobresalía de las dunas.

            —¡Allí! —le señaló a Veldram, que era quien conducía en ese momento—. ¿Lo ves?

            —¿Podría ser la estación Ofiuchi?

            No tenía respuesta para eso, pero a tenor de las dimensiones de la construcción, bien podía serlo. Una torre de un cristal tan etéreo que podía haber estado hecho de agua parecía flotar en el aire, conjurando a sus pies un montón de reflejos destartalados. La rodeaban centenares de objetos geométricos plantados en la arena como un ejército sitiador, en una especie de asedio cordial, obsequioso. El sol se partía en cientos de lanzas doradas y era devuelto hacia la torre por aquellos objetos geométricos, tejiendo en el aire un tapiz de luz intrincado y maravilloso. Vala tardó un poco en darse cuenta de que eran espejos, y la torre cristalina una especie de colector.

            Pero lo impresionante no era eso, sino la construcción de trescientos metros de altura que había justo detrás. La habían divisado desde la distancia, por supuesto, pues dado su tamaño era imposible no verla, pero una jugarreta de la perspectiva les había hecho proyectarla más hacia el fondo, haciéndoles creer que formaba parte del Hilo. Pero no era así: se trataba de un edificio mucho más próximo con forma de rampa ascendente curva, sostenida por pilares. Era solo la cuarta parte de una circunferencia, que se alzaba como un coloso que quisiera clavarse en las nubes. Vala se preguntó para qué habría servido en otros tiempos una construcción semejante, pues no parecía diseñada para que fuera habitada por personas.

            —Tiene que ser eso, no me cabe duda. Ofiuchi, «el lugar sobre el que no hay dos historias que coincidan» —dijo Vala, y pulsó con frustración algunos botones en el salpicadero—. Felbercap, la radio sigue estropeada. Asómate y hazle señas a Arthemis. Dile que vamos a parar.

            Veldram asomó medio cuerpo por la ventanilla y le hizo aspavientos al segundo camión. Este le picó las luces para darle a entender que había comprendido. Pero entonces, Vala frenó bruscamente, y Veldram se dio un golpe contra la puerta.

            —¡Ay! ¿Qué pasa, se ha acabado el mundo o qué?

            —Sí… —dijo su madre, y señaló hacia delante.

            El camión se había detenido delante de un obstáculo que ninguno de ellos esperaba, y que había aparecido de improviso tras un cambio de rasante. Los otros camiones también se detuvieron junto al de Vala, y todo el mundo se apeó, incluso los lumitas que iban en los remolques. La muchedumbre se agolpó junto aquella frontera donde, como bien había descrito Veldram, el mundo moría.

            Acababan de tropezarse con el único obstáculo que los camiones aeroflotantes no podían cruzar: agua. Un lago enorme se extendía a lo largo de varios kilómetros en ambas direcciones, el líquido color metálico surcado por un débil oleaje. Era un agua oscura, muy fría, que a los lumitas les dio un poco de miedo, pues nunca habían visto tanto líquido junto —sus mares cero-g estaban secos, no contenían agua—. La brisa sorteaba los serbales y los espinos de la orilla en busca de pequeños moluscos y otros animalillos perdidos entre las piedras, como si fuera la voz de la madre lago que los llamaba de vuelta a casa.

            Los dos edificios de la estación Ofiuchi, la torre de cristal y el que parecía un cuarto de circunferencia, estaban en una isla que había en medio del lago; una isla sin embarcaderos, sin puentes, sin accesos. Seguramente sus constructores habían confiado en una tecnología que ya no existía para entrar y salir de ella. Eso frustró mucho a Liánfal.

            —Vaya, con esto no contaba —dijo la místar, apretando los puños—. Pero hemos hecho bien en venir. Fijaos en lo que hay en lo alto de la torre.

            Vala y Arthemis clavaron sus ojos allí y la vieron: una antena parabólica que giraba en lentos círculos, de manera regular y siempre a la misma velocidad, lo cual confirmaba que no es que fuera una veleta mecida por el viento.

            —La estación tiene electricidad, está operativa —comprendió Arthemis—. ¿Estará habitada?

            —Ni idea, aunque si lo está, es probable que ya nos hayan visto. Tenemos que llegar hasta allí, es la única forma de averiguar qué les pasa a nuestras reliquias.

            —…Y de repostar combustible para los camiones —añadió Vala—. Están casi secos, y al tóptero no le queda nada, ¿verdad?

            Arthemis asintió.

            —Está casi seco. Podría volar unos pocos minutos, pero nada más.

            —¿Y cómo hacemos para cruzar el lago? —preguntó Veldram, con el tono fatigado del viajero que se pregunta si no estaría dejando más en aquel desierto de lo que recogía de él—. Estos camiones no flotarán sobre el agua, ¿verdad?

            —Verdad. Necesitan suelo bajo sus suspensores o se hundirán como piedras.

            —¿No podrías alcanzar la isla con el tóptero, tú sola, y ver si hay algún tipo de embarcación? —le preguntó Vala a Arthemis.

            —Uhm… supongo que podría, pero si resulta que no hay ninguna y que la isla está deshabitada, me quedaría varada allí para siempre, yo sola. Puede que el tóptero tenga fuerzas para ir, pero seguro que no las tiene para volver. —Miró con sorna a los lumitas—. No quiero que continuéis vuestro viaje dejándome atrás en plan náufrago.

            —Es una postura razonable —convino Liánfal—. Maldita sea, haber llegado hasta aquí y no poder seguir por culpa de un simple lago…

            —¿Y si lo rodeamos y seguimos hacia el tallo? —sugirió Veldram, pero se dio cuenta del problema antes de que nadie lo mencionara: no tenían combustible para eso. Si no repostaban en Ofiuchi, los motores se les pararían en mitad del desierto, y entonces sí que estarían metidos en un lío.

            Liánfal golpeó el suelo con su bota.

            —¡Somos mujeres inteligentes, maldición! Sortearemos cualquier obstáculo y resolveremos cualquier problema que se nos presente. Para eso la naturaleza nos dio un cerebro.

            Los aldeanos se habían acuclillado junto al agua y estaban bebiendo de ella. Tenían sed, y aunque probar aquel líquido podía ser peligroso, muchos ya habían decidido que merecía la pena el riesgo. El agua parecía estar buena, pues los que la probaron sonrieron e incluso se metieron de cuerpo entero. Muy pronto todos los lumitas estaban bañándose. A Liánfal no le gustaba eso, pues no sabía si podría haber microorganismos que les hicieran daño a la larga, o depredadores ocultos allá abajo… pero no se atrevía a ordenarles que salieran.

            Logus se aproximó y, sin tocar el agua, señaló con sus tentáculos a la estación Ofiuchi.

            —Esa torre de cristal es un colector de energía solar, lo que se llama un campo de espejos. La torre entera está hecha de un material cristalino semilíquido que recoge los reflejos y los conduce al almacenador central.

            —¿Y eso que parece una rampa gigante…? —preguntó Veldram.

            —Oh, es una pista de despegue. Un acelerador magnético que propulsa hacia arriba objetos tales como naves espaciales o cargamentos de mineral, para ayudarlos a alcanzar la órbita baja. Se volvieron obsoletos cuando los antiguos construyeron el Hilo, pero muchos siguieron funcionando por toda Enómena porque salía más barato hacer despegar las mercancías desde allí que acercarlas centenares o miles de kilómetros hasta la base de la torre.

            Al muchacho le brillaron los ojos. ¡Tirachinas para arrojar objetos pesados fuera del planeta! Cada artefacto que encontraban en el desierto era un panegírico tan deslumbrante del Mundo de Antes que amenazaba con robarles a los habitantes del ahora su vanidad cuidadosamente erigida, su orgullo de pueblo superviviente, incluso su confianza en el futuro. Pero allí estaban, elevándose como argumentos incontestables.

            —¿Crees que la estación está funcionando, Logus? —preguntó Liánfal, señalándole la antena que rotaba.

            —En teoría tiene energía infinita procedente del sol, así que no me extrañaría. Que esté habitada o no… ya es otra cuestión.

            Mientras los demás se bañaban, Arthemis paseaba alrededor de los camiones examinándolos con detalle. Parecía interesada particularmente en los remolques, y en cómo estaban unidas las planchas que hacían de paredes. Vala se acercó a ella cuando la cazadora se subió en el techo de uno para comprobar si las uniones de esas planchas se podían separar, o si estaban soldadas.

            —¿Qué miras?

            —Compruebo una teoría. A ver si es posible algo que se me ha ocurrido.

            —¿El qué?

            Arthemis miró pensativa los otros remolques.

            —Yo tenía razón, estas planchas no están soldadas. Se pueden separar. —La cazadora se apeó de un salto—. Podemos desarmar los remolques y juntarlas de modo que formen una especie de balsa.

            —¿Una balsa? ¿Y cómo la mantendremos a flote?

            —Con eso. —Señaló los tres camiones—. Los desenganchamos de los remolques, usamos estos para fabricar una balsa lo suficientemente grande como para que quepa tu tribu y enganchamos los camiones a los laterales pero de modo que los morros apunten hacia arriba. —Trazó un lazo con un dedo que envolvió varias nubes—. Ponemos sus repulsores orientados hacia atrás, de modo que toda su fuerza se dirija hacia el fondo del lago. Serán como chorros de aire que empujen hacia arriba la balsa, manteniéndola a flote. Al menos… —hizo un mohín— hasta que el agua empape los motores y los fastidie para siempre.

            —P… pero… ¿cómo conseguiremos que avance la balsa? ¿Remando?

            —No. —La cazadora hizo un gesto con la barbilla al tóptero—. Nuestro amiguito tirará de ella. Espero que aguante hasta llegar a la isla, o nos quedaremos flotando a medio camino.

            Vala miraba de hito en hito a la cazadora. El plan era tan extremo y tan absurdo que casi, casi… sonaba plausible. Estaba claro que a una mujer práctica —como Vala— jamás se le habría ocurrido algo así de arriesgado. Había que estar un poco loca para que el cerebro de una pariera semejantes ideas.

            —Vamos a consultarlo con los demás —dijo la cazadora—. Este tipo de cosas merecen un sufragio universal. Al fin y al cabo, toda la tribu se va a jugar el pellejo al mismo tiempo. Tienen derecho a opinar.

            —¿Sabes? No lo esperaba de ti.

            —¿El qué?

            —Que llegaras tan lejos a nuestro lado.

            —Hay que seguir avanzando, volver atrás es siempre una mala opción. Yo motivé esta guerra iniciando una cacería por mi cuenta, porque creía que el sistema necesitaba un revulsivo que pusiera las cosas patas arriba… pero fue un error. Hay que avanzar. Por eso los seres humanos fuimos hechos con los ojos en la parte frontal de la cara, para que mirásemos siempre hacia delante.

           —Supongo que es cierto, pero estaba convencida de que, por un motivo u otro, te perderíamos mucho antes. Que no nos serías fiel.

            Arthemis esperó que su repentino gesto de frotarse el mentón pareciera espontáneo.

            —Je je, no me tientes, que aún estoy a tiempo…

           El plan de la balsa fue aprobado por mayoría simple, aunque con reluctancia y muchas preguntas de por medio. Todos comprendían lo que se estaban jugando si no accedían al islote donde estaba la estación Ofiuchi; sabían que aquel edificio era su única posibilidad de encontrar combustible y comida. Habían logrado atrapar algunos saltapogos —los niños habían bautizado así a los seres-resorte—, pero cuando intentaron cocinarlos tuvieron que escupir la carne. Era espantosa. Otra opción era pescar, a ver si había peces en el lago, pero eso no solucionaba el tema del combustible.

            —¿Y si llegamos al islote pero el agua destroza los motores de los camiones? —preguntó uno de los miembros del concejo—. ¡Entonces de nada servirá que encontremos combustible!

            —Lo sabemos —asintió Liánfal, mirando el círculo de cabezas reunidas del cónclave—, pero Logus ha estudiado la idea de la cazarrecompensas, y parece factible. Los camiones aguantarán, no se estropearán, o eso afirma él. En teoría.

            —¡En teoría! —exclamó otro anciano—. ¿Y si no es así? Entonces perderás algo más que la amistad del concejo, estimada místar.

            Dios mío, todo el mundo piensa que su amistad vale algo, pensó Arthemis, pero se quedó callada. Estaba sentada en una piedra, junto a la orilla, jugueteando con una brizna de hierba mientras oía discutir a los notables. En el fondo sabía que no tenían otra opción más que aceptar su idea, pero les dio tiempo para que se desahogaran. Así trabajarían con más ahínco.

            Cuando se hartó de escuchar sandeces, alzó la voz. Todos se callaron y la miraron.

            —¡Ya está bien! —gritó—. Entiendo que tengáis dudas, y que os dé miedo hacer esto, pero mirad el sol: está a punto de anochecer, y aunque no los veamos, tenemos a los dravitas detrás. Si perdemos un día entero discutiendo para acabar llegando a las conclusiones que todos conocemos, será un día más que los perros de Bergkatse tengan para oler nuestro rastro. —Descargó una mirada despiadada sobre ellos—. Sabéis que mi plan es el único factible, y tenemos que ponernos manos a la obra antes de que anochezca. Así que ya estáis levantando vuestros grasientos culos de donde los tenéis y dividiéndoos en cuatro grupos. Hay mucho trabajo por hacer, y se necesitan músculos.

            Los del concejo, cuya sonrisa era como un felpudo de bienvenida ante una casa abandonada, endurecieron sus rostros. La mitad de ellos soltó una nota gutural de sus gargantas, aguda la de la otra mitad, y ese zumbido se alzó como el rugido de una manada de fieras soliviantada. Pero ninguno osó protestar: sabían que la cazadora tenía razón, así que le dieron permiso a su gente para que formaran cuatro grupos. Arthemis cogió esos grupos y los dividió según las fases de la tarea que los aguardaba: unos desmontarían los remolques, colocando las planchas junto al lago; dos más las irían acoplando de nuevo pero formando una superficie plana, mientras el último sellaba las junturas con un engrudo hecho con aceite de motor y arena del desierto, bien apelmazada. Vala y Liánfal la miraban mientras Arthemis daba órdenes y dirigía con mano firme las cuadrillas, y opinaron que era un buen general. Quizá en otra vida, antes de que vendiera sus talentos por dinero, fue una líder respetada.

            Una vez estuvo ensamblada la balsa, llegó lo más difícil: enganchar los tres camiones con el morro apuntando hacia arriba, y sus repulsores traseros hacia abajo. Todos echaron de menos en esta fase la ayuda de Telémacus, que seguro que con su destreza habría podido resolver el problema en poco tiempo, pero a nadie se le ocurrió mencionarlo en voz alta por respeto a Vala.

            Fueron Arthemis y Vala quienes condujeron los camiones dentro del agua, en la orilla, y les obligaron a levantar el morro para que las cuadrillas los engancharan con las cuerdas. Logus, con sus cálculos matemáticos, supervisó todo el proceso. No había tiempo para hacer soldaduras, así que el tinglado era un poco endeble, pero tendrían que conformarse con eso. En un momento determinado, cuando estaban a punto de enganchar el tercer camión, Veldram señaló la orilla opuesta del lago y gritó:

            —¡Mirad allí! ¿Qué es eso?

            Había dos objetos muy peculiares acercándose a ellos, aunque por fortuna no iban muy rápido. Su extrañeza y su alieinidad los dejaron con la boca abierta: era como ver dos grumos de carne legamosa de tres metros de diámetro que flotaran a una decena de metros del suelo, hinchándose y contrayéndose a un ritmo perverso. Estaban recubiertos por un engrudo alquitranado, una especie de icor brillante que segregaban a partir de unos tentáculos gomosos. Al flotar emitían un ruido que recordaba una corriente de aire atravesando un zapato agujereado, un cántico empalagoso que gorgoteaba entre toda aquella mucosidad. Quién sabía si era una llamada de apareamiento o un obsceno desafío.

            Los dos seres se aproximaban el uno al otro desde orillas opuestas del lago, y lo más extraño era que, a media que se acercaban, sus latidos aumentaban en frenesí, y un aura formada por líneas de campo magnético se hacía visible sobre ambos, vistiéndolos con una especie de armadura de líneas de fuerza. Esa armadura, translúcida, despegaba arena del suelo con la que volvía aún más visibles lo que parecían no ser más que unos escudos eléctricos.

            —¿Qué son esos engendros? —se asombró Liánfal.

            —Ni lo sé ni quiero saberlo —gruñó la cazadora—. Todo el mundo a la balsa. Vala, enciende los tres motores. Yo pilotaré el tóptero.

            —¿Puedo ir contigo? —preguntó Veldram, emocionado, pero ella negó con la cabeza.

            —Pesas mucho y hay que ahorrar hasta la última gota de combustible. Lo siento, chaval —le dio una palmadita en el hombro—, dejamos para otro día el viaje divertido.

            El pueblo se subió a la balsa, con Liánfal en el extremo delantero, abrazada a los que más miedo tenían. La gente estaba aterrorizada, pero sabían que no había más remedio. Vala y su hijo se subieron a los camiones y los arrancaron, colocando el selector de potencia en el máximo nivel y redirigiendo su fuerza de empuje. Unos remolinos blancuzcos se pintaron en el agua a su alrededor, roturando la superficie del lago, llenos de espuma y fiereza. Arthemis arrancó el tóptero, rezando porque las pocas gotas de combustible que quedaban en el tanque dieran como mínimo para elevarlo del suelo. Hubo suerte y el pequeño avión voló, tirando del cable que lo unía a la balsa. Lentamente, su fuerza hizo que esta se separara de la orilla y que los lumitas se abrazaran unos a otros entre sollozos y expresiones de miedo. Eran un pueblo de pescadores, pero dadas las características de los mares donde salían a faenar, ninguno de ellos sabía nadar.

            Las aguas espesas no permitían ver lo que se ocultaba bajo ellas, por lo que imágenes espantosas de depredadores que los golpeaban desde abajo e intentaban hacerlos volcar llenaron sus cabezas. Vala, abrazada a su hijo, intentó llenar su mente de ideas un poco más amables: puede que hubiese vida allá abajo, sí, pero en lugar de pensar en ella como algo agresivo, ¿por qué no imaginarla con una complejidad maravillosa, como la de los saltapogos o la hierba-diapasón de la llanura? ¿Por qué no pensar en sirenas que usaran un idioma al que la densidad del aire volviera imposible de pronunciar fuera del agua, en lugar de tiburones con dientes aserrados?

            Arthemis oyó crujir el tóptero a su alrededor, quejándose en cada oxidado centímetro cuadrado de su ser, y pensó que visto desde fuera tenía que ser todo un espectáculo: aquella renqueante máquina voladora tirando como un buldózer de una balsa que llevaba encima todo el pueblo lumita, revolviendo las olas de un lago embravecido mientras dos seres alienígenas que parecían corazones de carne con cuerpos hechos de electromagnetismo se les acercaban con intenciones aviesas.

            Enrólate que verás mundo, decían…

TELÉMACUS

Estaba enfadado, pero no tanto por los profundos cambios que implicaban las palabras de Serenay como por el entramado de engaños que había regido su vida. ¡Así que todo era falso, todo lo que le habían contado desde que era niño! El Metacampo no se había extinguido, seguía existiendo, solo que era más difícil acceder a él. Y si los evoanimales podían conseguirlo gracias a aquel milagro biológico, aquel árbol telepático, lo más seguro era que en un universo con billones de seres sapientes en planetas lejanos hubiera más gente que lo hubiese conseguido. Era muy presuntuoso pensar que él sería el primero.

            ¿Habría resucitado un nuevo Imperio Gestáltico allá afuera, de las cenizas del anterior? ¿Sería tan grande y omnipotente como su predecesor, un auténtico creador de mundos y de mitos, o solo una sombra? ¿Estaría siendo cruzada la galaxia ahora mismo por millones de naves metacuánticas en un intento por recuperar la red de conexiones entre planetas? Y si era así, ¿cuánto tardaría una cualquiera en acordarse de que Enómena existía?

            Las antiguas profecías parecían hacerse realidad. El mítico gran contacto con el Allá sobre el que teorizaban tantas religiones y tantos sistemas filosóficos podía llegar a hacerse realidad. Y él tenía la clave.

            Guiado por los simios, se tumbó en el suelo junto a las raíces del árbol y colocó una mano sobre ellas. Serenay y sus colegas navegaban por la sala como veleros atrapados en un vendaval. Tenían prisa: el tiempo constituía el más precioso capital en su cuadro de referencias. Dejó escapar un largo y reflexivo suspiro, y Serenay le tocó el hombro a modo de pregunta.

            —Estoy bien —confirmó Telémacus—. Listo para lo que sea.

            —Recuerda que cualquier experiencia nueva siempre da un poco de miedo, hasta las que son agradables. Quizá estas den más miedo que las otras, de hecho.

            —¿Qué me espera al otro lado?

            —Espera solo unos minutos y dínoslo tú. Vas a ser el primer ser humano en entrar en contacto con un Id en siglos. Espero que comprendas el honor que se te hace.

            La sonrisa de Telémacus le encuadraba la boca bajo el arco de la nariz. Alrededor de sus ojos se marcaron arrugas.

            —Espero no arrepentirme.

            Se colocó de pie frente al árbol. Acarició las raíces que sobresalían de la tierra, sintiendo la tracería de su corteza, la fuerza de sus nervaduras. El diseño de sus finos huesos arbóreos. Podía ver el paso del tiempo dejando su marca segundo a segundo sobre aquella piel dura. ¿Escondería tecnología biológica artificial en su interior, inducida en su diseño por los taelon? Imaginó funciones electrónicas que solo podían conseguirse mediante la manipulación enzimática de la materia, con formas delicadas y artísticas como solo una civilización superior podía conseguir. Artistas más que técnicos. Quizá los taelon fueran la fusión perfecta de ambos conceptos.

Serenay le había explicado que lo sedarían, y que su mente, al entrar en contacto con el campo telempático de la planta, haría el resto. Así que se dejó narcotizar; recibió el sueño con gratitud, dispuesto a disfrutar de los paisajes que aparecieran en él.

            Eres un ser vivo, compartió con el árbol. Albergas la conciencia de un ente celestial en tu interior. Ábrete a mí. Muéstrame cómo ves el mundo a través de tus ojos

            De

            Repente

           Cayó hacia…

            …Un limbo hecho de oscuridades entrelazadas, orgánicamente ilógico, donde la silueta de un árbol gigante se exhibía como el plan perfecto para crear un organismo fabuloso. Telémacus permaneció inmóvil y extendió los brazos mientras volaba, intentando no pensar, no interferir en cualesquiera procesos que estuvieran sucediendo a su alrededor, como si el menor movimiento pudiera sacudir su delicado asidero a los sentidos.

            Cayó y cayó, hasta que el viento eliminó los rastros parciales de su cuerpo y solo quedó su mente. Se posó con suavidad en un suelo invisible que se convirtió en un espejo hipnótico. Sintió una energía derivativa compitiendo con su estupor para formar otra cosa, para obtener otro resultado psíquico más manejable, reducible a ecuaciones.

            —¿Hola? —le preguntó al vacío. Sintió una respuesta sugerida en forma de idea pura, abstracta, pendiente de asimilación por un cerebro consciente: que el inconsciente por el que caminaba empezaba justo en ese lugar y terminaría donde lo esperaba la mente del árbol. El Id. El dios de aquel pequeño universo onírico.

            Empezó a andar. Aquella esfera psíquica parecía tener un propósito, el mismo de cualquier otro pensamiento: la continuidad, el compartir energía con una ideoforma anterior, la sustancialidad, la morfoherencia.

El compás de pensamientos que en ese momento creaba al ser conocido como Telémacus procedía de la intuición y de una lógica heredada de una serie de pensamientos anteriores. E c c c c o, H o m m m m m b r e, Y o o o o .

            Cayóhacia…

           G

           W

           W

Telémacus dijo un día que estaba alegre:

            —Bueno, el sueño siempre comienza igual. Con una mano de niño metiéndose de golpe en mi campo de visión, llevando unas flores de color violeta agarradas en sus deditos.

            —¿Violetas?

            —Sí… creo que son de esas, no estoy muy seguro. Es de noche y los colores no son lo que eran. La manita se pasea por delante de mis ojos y me guía hasta un campo abierto y sin árboles. El cielo es plomizo.

            —¿Hace frío?

            —No. Bueno, sí que lo hace, pero no me molesta. Es más, creo que… me gusta estar en el frío. Es como una manta que me recuerda que estoy allí, y me protege contra las sensaciones de otro tipo de sueños. Los cálidos, ya sabe.

            —Entiendo. ¿Y qué hace allí, solo?

            —¿Solo? No, nunca he dicho que estuviera solo. Hay un hombre al fondo, vestido con un uniforme militar. Siempre está de espaldas a mí, así que no puedo verle la cara. Pero (creo que este detalle es importante) siempre mira hacia poniente. Lleva su gorra en el regazo y está muy quieto, como si…

            —¿Temiera que lo castigasen?

            —No. Como si recelara de algo que viene desde el horizonte. Algo indescriptible.

            —¿Y qué hace usted?

            —La manita del niño me pasea por la hierba mientras va desgranando sus flores en pétalos, que vuelan en alas de la brisa. Algunos pasan junto al militar y se le quedan pegados en la chaqueta, pero él no les hace caso. Creo que, pase lo pase o haga lo que yo haga, jamás se volverá hacia mí.

El día trece, el último enemigo murió de un disparo en la sien. Eso era algo que todos los que presenciaron la ejecución comentaron con sincero gozo. Las cámaras habían llegado hasta el campo de batalla, en aquel lejano desierto de nombre impronunciable, y habían enfocado al soldado desconocido. Éste se había adelantado, quedándose atrapado entre sus líneas y las del enemigo dentro de un camión cuando comenzaron a caer las bombas.

            El hombre aguardó en el interior del vehículo mientras el mundo se hacía pedazos. Inasequible al desaliento, fue lo que dijeron de él después. Charlie se lo imaginaba tiritando de frío y cagándose de miedo mientras el vagón temblaba por las ráfagas de las bombas, pero eso no habría sido comercial. Los asesores de imagen lo edulcoraron un poquito para conseguir un efecto más potente, y lo enfocaron nítidamente cuando salió de su ataúd de hierro.

            ¿Qué iba a hacer este hombre sino lo que todos hubiéramos hecho en su lugar? Era un soldado, y ese era su trabajo. Así que cuando el último de los Enemigos de la Patria salió de su trinchera para alzar su bandera en dirección al grupo de periodistas, para vanagloriarse de sus ideales defendidos heroicamente a golpe de metralleta, el soldado desconocido se le acercó por detrás y le voló los sesos.

            Telémacus lo celebró aquella noche. Sus familiares y amigos y vecinos salieron a la calle y aullaron a la luna. Descorcharon cientos de botellas y disfrutaron de la última cogorza de su vida, antes de que las prohibieran y la nueva ley seca entrara en vigor. De todas formas, fue mucho mejor así: aquel último acto de rebeldía les recordó horas más tarde, durante el sueño cargado de pesadillas de la resaca, que ningún placer se logra si no es tras sufrir un pequeño dolor.

           Ya sé que no entiendes nada, pero sigue escuchando.

           Telémacus dijo un día que estaba triste:

            Vi a la chica asomarse entre gotas de lluvia. En su rostro maquillado, el fantasma de una sonrisa brillaba como el cartel de neón de un motel barato. No tenía nada que ofrecer que curas y monaguillos no hubieran visto ya más de mil veces, pero exhibía y contoneaba las tetas como si fueran péndulos de oro arrugado. Me hizo gracia porque se parecía mucho a mi hermana.

            Las campanas de la iglesia tronaban de fondo contra la bóveda del nuevo día. El sol era una enorme berenjena que partía pulcramente con sus rayos las nubes de mantequilla. Un hombre se acercó a la joven —creo que fui yo— y se la llevó aparte.

            La violó. Rudamente, sin cariño, sin preguntar qué más podía obtener de él aparte de la promesa de una sonrisa tatuada en una guirnalda de plata. Ja otra vez. Me reí de ella mientras la penetraba por detrás, escuchando sus gemidos de placer y sus gritos de piedad, y no sé cuál de los dos estaba escrito en un papel. Yo era sacerdote, venía de ofrecer la bendición a docenas de fieles, enseñándoles a ser buenos pero presumiendo por encima de todo que habían sido malos. Como me habían enseñado. En fin, pensé mientras me abría camino hacia su lubricado interior: si de todas formas nos vamos a arrepentir de algo…      mejor tener algo de lo que arrepentirnos, ¿no?

           Telémacus conocía perfectamente aquel desvío a la derecha. Estaba justo a la salida del túnel, y siempre era un riesgo para los que querían girar a la izquierda. Había que sortear unos raíles de tranvía —bang pum, dos vibraciones consecutivas que le provocaban un cosquilleo gracioso en la entrepierna—, y tener cuidado de los que venían en sentido contrario. Aquella mañana hacía frío, pero un inesperado golpe de suerte le permitió avanzar rápido y no tener que esperar a que pasara el vagón junto a los raíles mojados. Una mujer le hizo una señal con la mano y él pisó el acelerador. Tal vez, si esto no hubiese ocurrido, si no hubiese ahorrado alegremente aquellos veinte metros de terreno que se le resistían cada mañana, no hubiese atropellado a la muchacha. Solo la vio durante medio segundo, resbalando sobre su capó y mirándolo tétricamente mientras caía hasta la calzada. Luego dejó que otros se hicieran cargo de ella.

            Estacionó a un lado y esperó con el motor apagado hasta que la ambulancia llegó, y los enfermeros, ágiles y eficaces y contentos por hacer su trabajo, se abalanzaron sobre el cadáver, lo recogieron y lo metieron velozmente en su camioneta. Un guardia de tráfico le tomó sus huellas, y localizó sus credenciales en la pequeña computadora que llevaba en el cinturón. Se sorprendió un poco al leerlas, pero en seguida recobró la compostura y, saludándole militarmente con una sonrisa en los labios, le franqueó el paso obligando a los mirones a apartarse. Telémacus siguió conduciendo en silencio el resto del camino hasta el Palacio de Justicia, donde iba y volvía de trabajar a diario, sin que circunstancias tan horrendas tuvieran lugar. Que él recordara, había cruzado muchas veces aquellos raíles y nunca antes había matado a nadie.

            —¿Ya te contaron lo que me pasó al venir, en la calle de los tranvías?

            Nek sorbió haciendo ruido de su taza de café y lo miró de soslayo.

            —No, aún no he tenido tiempo de corretear por los pasillos. Las paredes del archivo no son tan porosas para los chismes como las vuestras. ¿Qué te pasó esta mañana?

            —Maté a una mujer. —(Con la mirada perdida)—. Justo tras el paso del tranvía, el de…

            —Bang pum, ya.

            Nek apuró el café y, siguiendo una asquerosa costumbre que sin duda su mujer no le dejaba practicar en casa, lamió el fondillo de azúcar hasta que la porcelana quedó limpia. Su compañero miró a través de la ventana.

            —Le vi los ojos mientras resbalaba por el capó. Lentamente, con tiempo. Tardó en caer casi un segundo entero. Pupilas verdes. Supongo que debió ser muy guapa.

            —¿Llevaba el pelo largo o corto?

            —Corto —decidió, no muy convencido.

            Una alarma sonó en sus avisadores de muñeca, iluminando un led de color verde. Pierre abandonó la taza en la mesa y agarró el dossier que llevaba preparando concienzudamente desde hacía tres meses. Sus forrados en plata combinaban a la perfección con el azul de su traje y los furibundos reflejos de su fijador de pelo.

            —Es la hora. Venga, guardando la compostura y como lo hemos ensayado, con el mentón ni muy arriba ni muy abajo, sino todo lo…

            La casa de los Ecos estaba raramente geométrica esa mañana.

            Había expandido su jardín hasta casi salirse de las parabólicas de sus ecuaciones máximas, lo cual resultaba muy peligroso para el resto de su arquitectura: si los jardines no respetaban las reglas, ¿cómo esperar que el travieso salón lo hiciera? ¿O las habitaciones?

            Avanzó por la llanura perfectamente plana esquivando los ríos y afluentes asintóticos, imposibles de cruzar a menos que uno tuviera un fractal donde guarecerse, y se acercó a una singularidad: era un camión, un juguete de niño que esperaba abandonado junto a un montón de agujeros y una pala. La casa frunció dos ventanas.

            —¿Qué eres tú? —preguntó con esa voz gutural que siempre le sale desde la chimenea. El camioncito no respondió, para su sorpresa. Estaba tirado y sucio y le faltaba una rueda. Quien sí lo hizo fue un muñeco de plástico con forma de soldado que se ocultaba debajo.

            —Hola. Soy el último defensor de la patria.

            La casa se inclinó sobre él, monstruosa, proyectando seis sombras superpuestas.

            —¿Y qué haces ahí, abandonado?

            —Acabo de matar a mi último enemigo. Está ahí, muerto. —Señaló a otro muñequito de plástico decapitado que yacía a unos centímetros—. Lo he hecho yo, con mi pistola —concluyó orgulloso.

            —¿Has matado a un semejante y te sientes bien por ello?

            El soldadito la contempló despreciativo.

            —Pues claro. ¿Acaso tú no sirves para nada más que vagabundear por aquí? ¿Por qué crees que el antimonio es de color azul?

            De repente hubo un planarsismo que la cogió por sorpresa. Generalmente las tormentas de geometría pasaban raudas como huracanes cartesianos sobre la llanura, y la casa sabía dónde y cómo guarecerse de ellas. Pero esta la sorprendió, y la lanzó al espacio.

            Allí había tres líneas infinitas e increíblemente distantes que se unían en un punto y se alejaban durante toda la eternidad, cada una guardián de un sentido universal. Los arcángeles de la tridimensionalidad, X, Y y Z, el homosexual. Campos de hielo, azules batallando con negros; una segunda escena. Laberintos de cavernas corales.

            La casa cayó y se exfolió y se separó en sus partes fundamentales. Cuando logró volver a unirse, había abandonado el estilo clásico georgiano; ahora era un elegante y aséptico piso parisino de finales del veinte. Lo agradeció: había muchos pensamientos nuevos a los que no podía acceder en su antigua forma. Ahora que ya no vestía el estúpido jardín como un tutú, se dio cuenta de que había cosas en la vida que no parecían tan disparatadas si se las consideraba con detenimiento. Sintió llegar un ramalazo de vanguardismo desde su ático: el muy desvergonzado se había quitado todos los cuadros y se paseaba desnudo por las dependencias, compitiendo con el sótano por ser el lugar más bajo de la casa. El autocompadecimiento estaba de moda.

            Cerca, una mujer con un tul de seda rascaba sobre la luna con largas uñas plateadas. Se las pintaba con polvo del satélite al tiempo que las desgastaba. Cráteres y circos, mineros y payasos; canales selenitas, más largos y profundos que los marcianos. Vigilando al vigilante, tomando en consideración el sueño del hombre que construye el muro. En el sueño, una mujer rasca la luna, que pierde su integridad y cada vez se asemeja más a una calavera. Hay que esperar a que la tierra se deje quemar por el sol para que su sombra encuentre el perfil más agraciado del satélite. Todos saben que la luna no es más que un manicomio, lleno de dementes, poetas y estúpidos suicidas enamorados. Nadie entra en ese enorme sanatorio si no es con buenas credenciales. La gente paga fortunas por una invitación a su fiesta de fin de año.

            Por encima, el albatros vuela haciendo migrar el cosmos. Las estrellas lo siguen, adoran el cadencioso batir de sus alas. La Casa de los Ecos se suma a ellas, boqueando como un pez moribundo. Su salón aspira polvo estelar y las porcelanas se quejan; antes estaban limpias, ahora cubiertas por trocitos de gigante roja. No les gusta.

            Un hombre toca un gong. Toda la perspectiva en este universo acaba de irse a tomar por el culo.

Escucho música lisérgica, me tomo la pastilla para la tos. ¿Por qué he venido aquí? Este es un lugar de mi mente que no suelo visitar. Alguien comenzó contando una historia hace un rato, pero ya no hay ni rastro de ella. No queda nadie volando alrededor del sol.

            La casualidad actúa, te conozco una noche en la entrada del metro. Dos destinos colisionan: pérdidas muy fuertes, graves daños en la estructura de la realidad: tu nombre me suena: Mónica: Mónica, he conocido muchas mónicas, pero ninguna con mayúsculas: ahora todo es profundo, verde y submarino. Una luz extraña rebota en laberintos aferentes hasta mi cerebro. No puedo interpretarla… ¿se ha hecho de noche?

            Música, sonidos cósmicos. Floto en el aire entre islas de plancton nebuloso. Mónica. ¿Es esto lo que se siente cuando se está enamorado? Dios mío… disculpa, no te vi pasar. Tú también vienes de la luna, ¿no? ¿Se está bien encerrado allí dentro? Este Yahvé… no tiene conciencia social. Gira a la izquierda sin preferencia. Sólo sabe lanzar plagas sobre Gomorra. ¿Y todo por qué? ¿Porque es malo lo que hacen? Naaaa… Es simplemente porque se están divirtiendo sin él. Nadie le ha invitado a la fiesta. Envidia sideral, eso es lo que impulsa este universo, no la moral.

            La causalidad actúa. Te veo pasar, cariño. Estás desnuda y montas una escoba con pelos de fibra óptica. Gozas del roce contra el viento y los corales de estrellas. Lanzas una ventosidad y eso impulsa la escoba por encima de la velocidad de la coherencia. ¡BANG! Turbo afterburner, ruptura de la barrera de la cordura. Daño cerebral.

            Me quedo sin ti. Te has ido sin siquiera darme un beso. Te odio, mas no puedo parar de amarte con locura. Dios se descojona de fondo. Construyo puzles en el suelo del salón, las porcelanas manchadas con polvo de gigante roja.

            .Còsmicos…socimsóC.

            Sonidos cósmicos.

Lo siento, chaval: alcanzaste el secreto demasiado pronto.

Sigue escuchando. Escucha el silencio. Está ahí, aunque no haga nada por hacerse notar. Es sabio y sabe que hay gente que le tiene miedo. Miedo. El silencio es miedo, es un vil gusano que se arrastra en la oscuridad.

Telémacus dijo un día en que no estaba allí:

—Las manos de aquel niño seguían sosteniendo las violetas, aunque sus pétalos habían volado. A su lado cayó una casa.

            —¿Cayó?

            —Sí, del cielo. Un apartamento de cinco habitaciones absurdamente geométrico. Creo que fue lo último que vi antes de que cayera la bomba.

            —Explícame eso.

            —No hay mucho que explicar. De su interior surgió una mujer con pinta de haber sido atropellada. Miró a su alrededor y arrancó un poco de hierba del suelo. Luego desapareció. No estoy muy seguro, porque no sé si lo estoy recordando al derecho o al revés. Tal vez fue que la joven escupió hierba al suelo, luego se metió en la casa y salió volando con ella.

            —Y cayó la bomba, ¿no?

—Tras el horizonte explotó una luz muy intensa y hermosa, y todo el mundo desapareció. Creció un hongo nuclear (o un árbol, no sé por qué todo el mundo se empeña en llamarlo «hongo», a mí siempre me ha parecido más un abeto). El militar de la chaqueta marrón se cubrió la cara con la gorra, y al instante fue calcinado. La onda expansiva arrasó el campo y las flores. Y al niño que agarraba las violetas.

            —¿No quedó nada?

            —Bueno… sí, algo sí quedó. Aunque yo ya había muerto en el sueño, todavía podía ver. Bajo las ruinas de la casa había un pequeño camioncito de juguete medio derretido.

            —¿Qué hacía allí?

            —No lo sé. Tal vez… esperar la próxima ocasión en que alguien viniera a jugar con él.

[La experiencia había sido comparable a los mejores sueños: vívida, tangible, pintoresca y llena de una malévola belleza. De modo que para comprenderla, pues no había otra manera, se obligó a sí mismo a creer que había sido algo más que una alucinación. Una profecía, tal vez.]

           Cayó hacia…

            …Otro estadio más de la (sub)consciencia. Poco a poco, una forma empezó a configurarse en las profundidades de verde-fondo marino. La piel de la nuca se le erizó con un escalofrío de reconocimiento: era él. El Id. Brillando como una fruta de luz colgada de las ramas. Pensamiento al compás, intuición, morfoherencia, ortocontinuidad.

            Los agudos rasgos de Telémacus se nublaron con la duda. ¿Debía hablarle, referirse a él de alguna manera? ¿Llamar su atención? El fruto parecía dormido, aletargado en sus cábalas. No sabía si debía quedarse quieto y esperar a que madurase, o arrancarlo de la rama y comérselo… Todo acto realizado en ese entorno onírico tendría significado más allá de sus consecuencias. La cosa es que ni Serenay ni ninguno de los otros le había dado un libro de instrucciones.

            Telémacus se sentó debajo de la rama y esperó. Intentó relajarse, escuchar las plácidas vibraciones de luz que brotaban del Id. Psinergía esparcida que no corría peligro de colapsarse sobre sí misma. Era la personificación del Delph, la fuente en la negrura del desconocimiento. Una deriva del buceo en profundidad dentro de sí mismo.

            —¿Hola? —repitió.

Tampoco le respondieron esta vez.

            A lo mejor, el Id le rechazaba. A lo mejor no lo consideraría digno. Esa era una posibilidad abierta, la de que el experimento saliera mal. En un mundo gobernado por las leyes del caos y la estocástica, el fracaso siempre era una opción, aun cuando las posibilidades de hacer cualquier cosa eran del 100 %. Era como intentar convertir una antipatía personal en una colectiva.

            Telémacus esperó lo que se le antojó una eternidad, y soñó con camiones de juguete abandonados tras guerras atómicas en campos devastados.