PRÓLOGO | 1.1 EL PESCADOR: TELÉMACUS | 1.2. EL PESCADOR: ARTHEMIS | 2.1 ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: TELÉMACUS | 2.2. ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: ARTHEMIS | 3.1. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: LÍANFAL | 3.2. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: ARTHEMIS | 4.1. ASALTO A LA FORTALEZA: TELÉMACUS | 5.1. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 5.2. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 6.1. CAMIONES: LÍANFAL | 6.2. CAMIONES: VELDRAM | ITERLUDIO. LA CANCIÓN DEL ILENCIO | 7.1. EL YERMO: ARTHEMIS | 7.2. EL YERMO: LOGUS | 8.1. PERSECUCIÓN: VELDRAM | 8.2. PERSECUCIÓN: ARTHEMIS |8.3. PERSECUCIÓN: TELÉMACUS | 9. LO QUE HAY EN LAS PROFUNDIDADES DEL MUNDO: SERENAY
SERENAY
Hubo un momento de inconsciencia al que siguió una sensación de caída libre. Y calor. Mucho calor.
Logró ponerse de nuevo el casco, al menos había ganado eso. En qué momento exacto lo hizo, no lo recordaba, pero sucedió durante la pelea con aquel bruto. El dolor es una poderosa memoria impresa: los instantes de aquella melé estaban grabados a fuego en cada hematoma. Sus propias heridas se solidarizaban con su miedo. A pesar de estar herido de muerte por el empalamiento que le había causado Arthemis, el bruto se defendió bien. Rodó con Telémacus hasta la bodega del tóptero, intercambiaron argumentos en forma de puñetazos, cabezazos, patadas… Y de repente aquel salto, una frenética turbulencia, y los dos cayeron por la borda hacia el vacío. Hacia las profundidades de la sima ardiente.
Telémacus se golpeó la cabeza contra la barandilla y su conciencia se esfumó. Regresó al cabo de poco como una fotografía a la que lentamente se le van añadiendo colores: se vio a sí mismo cayendo en cámara lenta, pintando estelas en la ceniza; vio cómo esta se acumulaba en las placas de su armadura hasta teñirla de negro. El cuerpo del bruto, sin vida ya, se inflamaba hasta convertirse en un cometa. Y abajo, muy abajo… palpitaba el océano de llamas que se lo tragó.
Acicateado por la lujuria de haber matado, inflamado por el recuerdo de haber estado a punto de morir —¡aún lo estaba!—, Telémacus tuvo una epifanía. No supo durante cuánto tiempo estuvo cayendo, si fueron segundos o largos minutos. Ya estaba demasiado abajo como para que ni el tóptero ni ninguno de los esquifes pudiera recogerlo. Su armadura se puso al rojo, lamida por lenguas de fuego, pero el diamadio era muy resistente y protegió a su ocupante.
—Creo que quiero despertarme ya… —susurró, haciendo frente a las marejadas de dolor que hacían temblar su organismo.
Mientras caía, descubrió que el desaliento tenía voz. Y que estaba intentando expresarse. Desde que le concedió esa potestad, la de hablar en alto, llevarse bien con él fue un juego de niños. ¿Hacia dónde estás cayendo, mercenario? A la nada, las profundidades del mundo… ¿Y qué piensas hacer allí cuando llegues? Pues montar un restaurante de comida rápida, no te fastidia…
Titánicas estructuras pasaban a su lado mientras caía. Edificios apilados como juguetes rotos en una guardería, fuselajes abrasados de viejas naves… Cosas que había tirado el viejo mundo. Los fosos ardientes se sucedían uno tras otro, mostrándole portales que llevaban a edificios ya vacíos. Solo faltaba la típica jauría de perros que saliera de detrás de los oxidados soportes, persiguiéndole como una brisa espectral desde un agujero al siguiente.
Chocó contra una superficie de hormigón y rodó por ella, siempre hacia abajo, identificándola como la chimenea de una arcaica central nuclear. Rodó como una hormiga hasta que cayó por el borde, y siguió bajando, bajando, bajando… cada vez más rojo, cada vez más intenso, como si fuera un planetoide siendo absorbido por la superficie del sol. Su armadura estaba al rojo blanco. Por dentro de las grebas, la espuma de nanocirujanos con malla redundante de plaquetas curaba superficialmente su piel al tiempo que la protegía de las llamas. Pero eso no duraría mucho.
Vala… dónde estás. Te he fallado, no he conseguido seguir a tu lado.
Como el trueno, su percepción de las cosas llegó demasiado tarde como para recordar la luz. No se dio cuenta hasta que pasaron unos segundos de que «algo» lo había atrapado como un pez abisal. Con una lentitud infinita, más despacio de lo que tarda el planeta al envejecer, Telémacus giró la cabeza para analizar lo que le estaba pasando. Ya no caía: flotaba dentro de lo que parecía un campo de fuerza esférico. La máquina que lo generaba era una especie de robot sonda flotante con forma de medusa, que creaba el campo en su panza y con él atrapaba objetos. A través de la neblina de su casco, Telémacus vio una docena de robots similares que, como aves rapaces, pululaban por aquel infierno discriminando entre la basura y las cosas útiles.
Él había sido clasificado como cosa útil. Por eso uno de aquellos robots se lo estaba llevando. A dónde, era la pregunta del millón.
Veldram, escúchame… así es como acaba todo. Me preguntaste cómo era el desenlace de un guerrero, el punto y final de todas las cosas. Pues aquí lo tienes: sin gloria ni recompensa.
El extenuado cerebro del cazador reunió fuerzas para hacerse más preguntas: ¿qué eran aquellos robots, a quién pertenecían? ¿Cómo podían sobrevivir en aquel entorno? ¿Cómo era posible que allá abajo, donde se suponía que no había nada, también hubiese actividad, lucha por la supervivencia… vida?
Su capacidad de sorpresa se vio ampliamente rebasada cuando vio el lugar a donde lo estaban llevando: se trataba de una especie de ciudadela invertida, protegida por una cúpula puesta boca abajo, dentro de la cual colgaban edificios como si fueran estalactitas. La parte superior del complejo era plana, y no parecía tener más función que la de mantener el hábitat flotando en el aire. Pero debajo estaba aquella cúpula, y aquellos edificios que sin duda estaban habitados, porque muchas ventanitas destellaban con su propia luz.
Era un hábitat orbital de pequeño tamaño —los ancianos contaban, en sus canciones, que en el mundo de Antes los orbitales podían tener el tamaño de lunas—, solo que alguien lo había enterrado allí, en las entrañas del planeta. ¡Y estaba funcionando! ¡Había gente viviendo en él, o eso parecía!
Demasiados descubrimientos inesperados, demasiadas preguntas sin respuesta. La castigada percepción de Telémacus no pudo soportar más maravillas, y se dio por vencida por aquel día. Mientras el robot cargaba con él hasta el complejo, le dio la bienvenida a la inconsciencia. El sonido de su desesperanza, al que hacía un rato le había concedido voz y voto, se rio de él y lo acunó cantándole una melodía.
Gradualmente, el temor y la furia se abrieron paso, y un grito desfigurado se revolvió en círculos cada vez más amplios a través de su pecho. Se desmayó.
—¿Hola? Sí, parece que se está despertando.
Unas pesadas cortinas se apartaron de encima de sus ojos, y la agradable luz envolvió a Telémacus. Estaba en un entorno controlado de presión y temperatura, e incluso un olor agradable matizaba el ambiente. Era como estar de regreso en casa, solo que sabía perfectamente que eso era imposible.
—¿Dónde estoy…? —Alerta, prodigio de originalidad. La verdad era que se sentía muy bien, reposado y tranquilo. Toda la fatiga muscular y el dolor remanente de la lucha habían desaparecido, como si una larga siesta reparadora hubiese puesto las cosas en su sitio.
Dio un respingo cuando vio a quién tenía a su lado: eran dos simios altos y de columna vertebral recta, como la de un humano, que vestían ropas de científicos. No usaban calzado para poder tener libres las manos de las extremidades inferiores, y su piel —al menos la que estaba expuesta en las zonas donde no tenían pelo— parecía artificial, hecha de unas celdillas hexagonales separadas entre sí por delgados espacios vacíos. La que había hablado era una simia, una hembra, y miraba al cazador con ojos curiosos mientras apuntaba cosas en una tableta. Mascaba una especie de palillo con el que jugueteaba con sus prominentes labios de mona. A su lado había otro de su misma especie, indudablemente macho, que también lucía esa piel en mosaico, y que al igual que ella parecía un científico, aunque sus poderosos brazos daban la impresión de poder aplastar al humano en cualquier momento.
—¡No te asustes! —le pidió la hembra con voz amable—. No tienes por qué tener miedo de nosotros, no te haremos daño. —¿De verdad estaba hablando, y además en su idioma?
Telémacus no tardó en configurar un esquema táctico de la situación: no llevaba puesta la armadura sino una especie de bata de hospital. Todas sus heridas habían sanado y no le quedaban ni siquiera moretones. Tampoco tenía armas a mano, aunque la especie de enfermería donde lo habían metido estaba llena de objetos punzantes que podría usar en el eventual caso de una pelea. Su entrenada mente de guerrero no tardó en buscar una salida rápida de aquel lugar, por si acaso. Pero intentó mantenerse tranquilo y seguir hablando. La primera regla para ganar una pelea era evitar que empezara.
—¿Qué es este lugar? —preguntó a la defensiva. Sentía la saliva densa, pastosa, con sabor a nanocirujanos.
—Ante todo, las presentaciones de cortesía: somos el colectivo Taelon, una raza de animales ciberevolucionados que lleva viviendo aquí desde lo que vosotros, los del mundo de la superficie, llamáis «el Día del Apagón». De eso han pasado exactamente 387 rotaciones de este planeta. Mañana empezamos la 388.
—Taelon… nunca oí hablar de vosotros…
—Nadie en el mundo de arriba nos conoce. Somos muy celosos de nuestro secretismo —sonrió ella, pasándole un escáner al humano por las piernas y el torso. El aparato soltó pitidos y lucecitas, y ella pareció satisfecha—. Bien, tu cuerpo no ha absorbido ninguna dosis de radiación letal. Me tenías preocupada, pues estuviste fuera mucho tiempo.
—¿Fuera?
—Cayendo por la grieta. ¿No viste mientras caías una especie de resplandor muy hermoso, lleno de arcoíris, que hay más abajo, en las profundidades del manto? Es radiación de alto nivel que ioniza el aire y las partículas del fuego, creando esos hermosos pero letales efectos lumínicos. Los Antiguos tiraron a las grietas muchos motores que funcionaban con energía nuclear, y la mayoría siguen ardiendo. De hecho, lo harán durante los próximos diez mil años.
Telémacus se acercó a un ventanal. Se encontraba en uno de los edificios-estalactita, mirando hacia la cúpula que protegía el hábitat. Más allá de ella… los fuegos salvajes de la creación. El misterio de la vida y la muerte podía hacerse evidente para cualquiera al contemplar la manera de andar de un niño, o cómo se curvaban los labios de una mujer al sonreír. Pero allá abajo era el violento baile de los neutrones lo que patentizaba toda belleza.
Se volvió hacia sus anfitriones. Tenía la incómoda sensación de que allí se estaban realizando pruebas de laboratorio, y que él era la cobaya.
—Así que sois evoanimales, ¿eh? ¿Creados para ayudar en estas instalaciones?
El macho asintió.
—Así fue en su día, hace siglos. Pero ahora somos dueños de este lugar. Hemos proseguido con las investigaciones de nuestros creadores, aun cuando ellos ya no están. Son cosas muy complicadas que quizá los tuyos no recuerden: combinaciones estequiométricas para analizar pautas de cristales tónicos, propiedades laberínticas en el principio de la propagación electromagnética, la demostración de que el pensamiento existe en forma de cuantos paraversales, y cosas así. —Tomó aire, inflando sus grandes pulmones de orangután—. Te ruego que, si no quieres faltarnos al respeto, nos llames por nuestro nombre genérico: taelon. Y no uses la palabra «animal», que es ofensiva.
—De acuerdo. En modo alguno querría importunaros, u ofenderos —se apresuró a decir Telémacus—. De hecho, os doy las gracias por salvarme, amigos taelon. —Se miró la piel de los brazos—. ¿Por qué me siento como si hubiera dormido cien días seguidos?
—En realidad, solo has estado en periodo de sueño nueve horas. El resto lo han hecho los nanobots que te hemos inyectado para que aceleraran tu proceso curativo. No te preocupes, no son nocivos: los eliminarás mediante el sudor y la orina en un plazo de setenta y dos horas.
Al oír esa cifra, nueve horas, el cazador se preocupó. Pensó en la caravana de camiones, en su mujer y su hijo, y en lo lejos que estarían ya de allí. Bueno, al menos no les estarían persiguiendo los dravitas: los misiles del tóptero habían hecho un buen trabajo con eso.
No recordaba haber soñado durante su periodo de convalecencia, lo cual era bueno. Últimamente, hundido en el amasijo de mantas en el que solía dormir, era presa de pesadillas y su ralea de formas aullantes, muchas de las cuales se parecían sospechosamente al drav Bergkatse.
—Te rescatamos porque nos pareció increíblemente inusual que alguien de las razas de la superficie consiguiera llegar hasta aquí —dijo la hembra. Su rostro, agradable a pesar de lo animalesco, estaba enmarcado en un halo de pelo ambarino—. Sentimos la lucha que había arriba, y cuando te vimos caer pensamos que eras otro cadáver. Pero entonces te moviste, y comprendimos que estabas vivo. Así que mandamos a uno de nuestros robots sonda para que te trajera. Tu armadura es algo prodigioso: logró protegerte no solo de las oleadas de radiactividad, sino también de un calor de trescientos grados.
—Pero ¿cómo es posible esto? —Telémacus hizo un gesto extensivo al hábitat—. ¿Lleváis aquí abajo desde hace siglos, manteniendo y usando tecnología de los Antiguos? ¿Por qué no os habéis dejado ver…?
A ella pareció entristecerle la pregunta.
—El mundo de arriba es salvaje y peligroso. Está lleno de tribus humanas involucionadas hasta un estado de barbarismo técnico, y de especies desconocidas para nosotros que no paran de guerrear entre sí por los pocos recursos que quedan. Si de repente saliéramos con un mensaje pacifista y os saludáramos al mando de nuestro hábitat, ¿qué crees que pasaría?
Tuvo que admitir que era una buena pregunta.
—Lo más lógico es que… los señores de la guerra de todos los reinos competirían por echarse encima de vosotros para esclavizaros y robaros la tecnología —suspiró—. Por desgracia, es así.
—¿Lo ves? Eres un humano inteligente. —Una gran sonrisa ensanchó su rostro de gnoma peluda—. Te das cuenta de las cosas.
—Me ha hecho gracia eso de «barbarismo técnico».
—Es la descripción que mejor se amolda a vuestro nivel de civilización. Poseéis tecnología avanzada, como campos de suspensión gravitatoria y rayos coherentes de energía. Posiblemente incluso fusión nuclear. Pero, por lo que hemos visto desde lejos, es como si vuestras estructuras sociales hubieran vuelto al feudalismo. No se puede razonar con mentes así de atrasadas.
—¿Desde lejos? —El hombre arqueó una ceja—. ¿Cuán lejos?
—Mucho —sonrió ella, enigmática. Y no quiso añadir más.
Los taelon tuvieron la amabilidad de devolverle la armadura, cosa que no se esperaba. No parecían tenerle ningún miedo. Quizás, pensó observando el nivel tecnológico de aquellas salas y pasillos, no tuvieran por qué tenerlo. A lo mejor eran capaces de matarlo solo con chasquear dos dedos, bien de las manos o de los pies, tuviera él la armadura puesta o no. A lo mejor mientras dormía aquellos nanobots habían hecho algo ilícito dentro de su cuerpo.
Con una vivacidad fingida, tan hábil como poco convincente, la simia lo agarró del brazo y lo invitó a seguirla. Fue detrás de sus anfitriones hasta una sala de observación mucho más grande. Se cruzó con bastantes evoanimales de diversas especies, todos mamíferos. Los que por naturaleza no tenían pulgares oponibles los suplían con ingeniería genética o apéndices cibernéticos. Se preguntó si la tecnología de elevación de las capacidades físicas y del pensamiento funcionaría también en reptiles, o en insectos, y de ser así por qué no había ningún ejemplar a la vista. A lo mejor, los mamíferos los exterminaron en algún momento de su historia para protegerse de posibles instintos, pensó. Mentalidad de manada. O puede que los insectos o los organismos de sangre fría no tuvieran lo que había que tener, en la carrera del ADN, para que sus cerebros desarrollasen inteligencia, por densos que fueran. Se acordó de la madre insecto que los había atacado en la estación. No supo por qué, en ese momento le vino a los labios la tonadilla que les había sugerido la cítara de Veldram.
Un cristal curvo como una geoda techaba aquella sala. Sobre él flotaban cortinas de datos con imágenes tanto de las profundidades del cañón —donde pudo ver un ejército de máquinas trabajando, desmantelando los restos de una nave antes de que se la tragase para siempre el manto— como de la superficie. Toda aquella tecnología se le antojaba más adelantada que la que había en Enómena, pero al mismo tiempo retenía un aroma a artefactos viejos, a la esencia de cosas ignoradas y dadas por perdidas. Si no decrépitas, sí lejanas.
En una de las holografías que mostraba lo que pasaba fuera del barranco, Telémacus se sorprendió al ver los restos de los vehículos dravitas, todavía echando humo, y lo que quedaba del palacio flotante de Padre Addar, estrellado contra el suelo y hecho una ruina. Pequeñas personitas salían de él y huían despavoridas hacia el desierto, puede que los esclavos cantores, que habían recuperado por las malas su libertad. Pero lo que más le sorprendió era que esas imágenes eran planos cenitales, tomadas desde arriba. Desde el cielo. Como si hubiese un ojo espía flotando allá arriba, a mucha distancia.
—Tenéis satélites… —se sorprendió.
—Sí, pero apenas funcionan ya, están muy estropeados. El control que ejercemos sobre ellos es muy limitado, pero nos permite mantener vigilada la superficie y ver si a alguno de vuestros reinos guerreros le da por intentar alguna barrabasada… —dijo el macho. Un seco «cállate» por su parte era lo único que Telémacus necesitaba para no seguir dialogando con ellos, pero por ahora no lo había dicho. Así que el hombre dedujo que tenían ganas de hablar. Mejor eso que haberme metido en una celda desde el principio.
—Este planeta en el que vivo cada día me sorprende más —sonrió Telémacus—. Arriba, bárbaros descerebrados organizando cacerías humanas por mera diversión, o para reclutar carnaza para sus juegos de guerra. Abajo, donde nadie ha mirado nunca, un reducto de… eh… científicos celosos de su secretismo. Es, como si dijéramos… un mundo arriba y otro abajo, ¿correcto?
La simia asintió.
—Lo has definido perfectamente. Y esos dos mundos, por seguridad, deben permanecer aislados el uno del otro, al menos hasta que el vuestro madure lo suficiente como para dejar atrás el barbarismo y entrar en una fase de renacimiento cultural. Que nos haga sentirnos seguros a nosotros, más que a vosotros.
—Te entiendo, y estoy de acuerdo. Pero tal y como están las cosas allá arriba… —Telémacus dejó escapar un suspiro— creo que vamos a tardar mucho en alcanzar un nuevo renacimiento. Por cierto, ¿puedo haceros una pregunta que lleva intrigándome desde hace un rato?
—Inténtalo y veremos si tiene respuesta o no.
—¿Por qué tenéis la piel así, como dividida en celdillas? Decís que sois evoanimales, pero esa no parece la piel de ningún animal.
—Porque es piel presurizada celularmente, un regalo póstumo de nuestros mentores. Creyeron que podían hacer extensiva nuestra actividad al vacío espacial, y nos protegieron con un blindaje dérmico parecido a un traje de vacío. Se puede cerrar uniendo las células en forma de barrera poliédrica. Incluso los ojos y los oídos se nos recubren con una película de monómeros transparentes. Por cierto, mi nombre es Serenay —dijo la mujer—. Y este es Marghol, mi compañero. Te oímos hablar en sueños mientras te recuperabas. ¿Es Telémacus tu nombre?
—Sí. El mismo que mi padre, que a su vez lo heredó de su padre.
—Qué raras costumbres tenéis los humanos… —rezongó el macho con una media mueca que podía haberse ahorrado. Señaló la pantalla donde se veían altas concentraciones de calor, fotografiadas en infrarrojo, sobre ciudades y estructuras que desde el cielo el humano no sabía reconocer—. Como eso que están haciendo tus tribus ahora. ¿A qué viene esa inusual concentración de vehículos e individuos en los mayores centros de población?
La vista de Telémacus se paseó por aquella miríada de puntitos, por aquellas nubes de colores cálidos acampadas alrededor de los palacios… y tragó saliva.
—Se preparan para una guerra. A gran escala, por lo que parece.
—¿Vuelve a haber escasez de recursos? —se extrañó Serenay. El fruncimiento de su morro tuvo una especie de severidad histérica. El palillo que mascaba pasaba con celeridad de un lado de la boca al otro—. ¿Por eso se pelean?
—No. Lo hacen por el poder. Dos de nuestros líderes más poderosos han sido asesinados recientemente, en un breve intervalo de tiempo, y esa pelea de fieras es por ver cómo queda configurado el nuevo mapa.
—Reyes muertos, sin descendencia. Antigua historia.
—Los dravs no pueden tener hijos. —La guerra… el subconsciente de Telémacus le pedía convertir ese asunto en un tema puramente genérico, pero no podía. Y menos al ver aquel despliegue militar en las pantallas, mayor que el que recordaba de épocas anteriores—. Si como decís hicisteis un seguimiento de nuestra huida a través de la llanura, habréis deducido que mi tribu y yo estábamos escapando de ese horror. Pero nos persiguieron. Tuvimos que defendernos, y yo acabé aquí. Supongo que no hay suficientes matemáticas para describir casualidades como esta.
—No te creas, con las ecuaciones se puede describir cualquier cosa, hasta lo más inverosímil. De hecho, es mucho más sencillo analizar la posibilidad de que haya un humano bueno y decente entre un billón de hombres crueles, y que sea precisamente él quien caiga sobre nuestro techo, que describir a otro que solo sea decente durante un rato y luego se vuelva perverso sin justificación.
El cazador se fijó en un cubo muy azul —el color del calor, de la radiación térmica, así que tenía que estar muy caliente— que estaba plantado sobre dos líneas rectas y finas, paralelas. Esas líneas llegaban hasta dos ciudades que también emitían chispazos de calor. Comprendió lo que estaba viendo: era un plano cenital de la fortaleza rodante de Bergkatse, con las ciudades gemelas de Darysai y Múnegha en los extremos. Alrededor de ese cubo zumbaban como abejas centenares de tópteros, toda la flota aérea del drav.
—Eso es la región del Kon-glomerado. En breve, sus tropas colisionarán con las del país vecino, Raccolys. Los emperadores están bajo tierra, pudriéndose. Son los príncipes quienes compiten por las migajas.
—¿Por qué tu gente huye hacia el este por el desierto? —preguntó Serenay—. ¿Qué pretendéis encontrar?
—Soledad. —Telémacus se sacudió de encima la congoja que le habían dejado aquellas imágenes como un abrigo de mucho peso—. Aislamiento. Hasta que pase la tormenta.
—Vais directos hacia el elevador estelar. ¿Es a propósito?
—¿El elevador? ¿Qué queréis decir con…?
La pantalla enfocó lo que la gente de aquel planeta llamaba el Hilo. Lo hizo desde mucho más cerca de lo que Telémacus había visto nunca… y pudo apreciar detalles que le sobrecogieron. Todo lo que imaginó siendo niño era cierto: ¡era una torre, no un cable! De una anchura que resultaba irrisoria en comparación con su altura pero que, a tenor de los elementos que había en el plano que permitían establecer una escala —¿esos agujeritos eran ventanas? Y si lo eran, ¿estaban a escala humana?—, le dejaron claro que el grosor de la torre debía rondar en torno a los doscientos metros. ¡Doscientos metros de anchura durante miles y miles de kilómetros, hasta desaparecer por encima del techo del cielo! ¿De dónde habían sacado los Antiguos suficientes materiales para edificar algo así? ¿Y para qué servía?
Serenay la había llamado elevador estelar, lo cual implicaba muchas cosas. De hecho, ¿acaso no parecían vías de tren verticales las tres franjas negras que pintaban de arriba abajo la torre?
—Así que servía para eso —murmuró.
—Es una vía de tren en vertical. Un ascensor. Servía no solo para subir y bajar cargas desde la órbita con un coste energético casi ridículo, sino que también había naves que despegaban desde el tallo. Era todo un invento. Pero como todo lo demás en este planeta, lo abandonaron, y fue olvidado.
—¿Por qué no lo usáis vosotros para escapar? ¿Por qué no subís a la órbita?
La simia hizo un gesto de impotencia con las manos. Lo gracioso es que lo hizo con las cuatro manos.
—¿Y luego qué, adónde iríamos? No tenemos una nave translumínica que pueda llevarnos hasta otro mundo. Y nuestro hábitat hace mucho que perdió su capacidad de volar por el espacio. Además, este planeta es levógiro, gira en sentido contrario al vector de su órbita, por lo que un hipotético efecto tirachinas no lograría sino arrojarnos al espacio profundo, a regiones donde nos congelaríamos porque este sol quedaría reducido a una estrella de tercera o cuarta magnitud. —Sacudió la cabeza—. No, hombre de la superficie… me temo que Enómena es nuestro hogar. Y que estamos tan atrapados aquí como vosotros.
—Comprendo. Pues creo que habéis tenido mucha suerte de que haya sido precisamente a mí a quien rescatasteis de la fosa, porque si llega a ser ese otro que cayó conmigo… —Su expresión se endureció—. Creo que habríais tenido serios problemas. Yo, sin dejar de ser lo que llamáis un hombre de la superficie, me considero bastante civilizado. Tengo principios morales y estoy abierto al diálogo. El que cayó conmigo, no.
—¿Quién cayó contigo? Nuestros drones no lo detectaron.
—Un asesino despiadado llamado Bestia. Por fortuna, está muerto. Lo vi arder como una tea a medida que caía. Pero es mejor así. Una molestia menos en este mundo de la que preocuparse.
—Pues parece que sí, que tuvimos suerte —gruñó Marghol mientras alimentaba datos en una consola. La sombra de una sonrisa cruzó su cara de orangután y la suavizó—. Los hombres acabáis de inventar el solipsismo involutivo retrofuturista. Uno nunca sabe qué esperar de estos dichosos humanos.
PADRE ADDAR
Padre Addar, todavía inconsciente, se pasó una mano por la cara sintiendo que los recuerdos se revolvían a un milímetro detrás de sus ojos. No eran agradables: los últimos segundos de vida de su palacio flotante; aquel tóptero traidor que bombardeó a sus tropas; el misil que intentó matarlo a él, a un dios encarnado, a un Intérprete de los Muertos, segundo solo ante la máxima autoridad, el drav…
Despertó dentro de aquella cápsula de salvamento que daba tumbos, cayendo sin control hacia… ¿dónde? El único lugar que podía justificar una sensación de caída tan prolongada era el barranco. El recuerdo que había quedado tras él, en la superficie… era el de una derrota. ¡Derrota! Qué espantosa palabra. En un par de míseros días, todo su mundo se había venido abajo: fuerzas enemigas habían asaltado el palacio rodante de su señor, asesinando al drav, y la partida de caza posterior había resultado un desastre. Si hacía una lista de acontecimientos, estos resultaban tremendamente lógicos, por mucho que a él no le gustasen. La lógica: la forma más desleal de argumentar.
La cápsula tenía una ventana circular a través de la cual vio lo que pasaba fuera: había fuego, y humo, y luz histriónica de radiación nuclear entretejiéndose consigo misma en estroboscópicas espirales. La cápsula cayó dando vueltas en medio de aquel humo y de aquel resplandor plástico, y de repente todo se oscureció. Sintió un potente golpe, y su vehículo se detuvo en seco.
La cápsula había caído dentro de lo que parecía un enorme cuenco, y yacía apoyada en ángulo contra las paredes. Addar quiso creer que aún lo protegería, pero estaba dañada: tenía muchas grietas e incluso un par de buenos agujeros por los que aquel calor tóxico se estaba filtrando. Pronto le mataría, era una certeza matemática, así que si se quedaba allí, esperando a que alguien lo rescatara, la cápsula sería su ataúd. ¿Qué alternativas tenía? La radio se había roto debido a los golpes y el escueto sistema de soporte vital también. ¿Salir fuera por sus propios medios y enfrentarse a aquellas condiciones que no eran adecuadas ni siquiera para los infiernos? Tampoco. Moriría en cuestión de minutos por una explosión de cáncer que lamería sus huesos.
En un lado estaban las profecías que aseguraban —¡iluso!— que un Intérprete de los Muertos no podía morir porque estaba protegido por los dioses. Y allí, en el otro, un nudo gordiano que requería una solución alejandrina. Addar se había esforzado por estar a la altura de su propia leyenda, y había amado a la noche, aunque ahora se hallara fuera de su alcance. La diosa fortuna le había sonreído en casi todas las etapas de su vida, y había dibujado angostas líneas de amor sobre su piel. Pero ahora lo había abandonado.
Tenía que salir de aquella ratonera. Prefería enfrentarse de pie a la muerte, cara a cara, que escondido como un caracol. Al mirar por la ventanilla dedujo que el «cuenco» donde había caído era la tobera de salida del impulsor de una nave espacial, que se estaba haciendo trizas como todo lo demás. Había tenido la suerte de caer dentro, como una pelota encestada en una canasta, y ahora la pared de la tobera le estaba ofreciendo un poco de cobertura. El siguiente razonamiento era obvio: puede que encontrase una manera de descender por el conducto de salida del plasma hacia el interior del motor, donde estaría aún más protegido. Desde allí, puede que una escotilla lo llevara al interior de la nave. Seguro que no encontraría nada útil después de tantos siglos de ser aplastada y consumida por los fuegos del interior de la tierra, pero ganaría… quién sabe, unas horas. Unos días. Una pizca de esperanza.
A nadie de los que habían preparado aquella cápsula de escape se le había ocurrido la brillante idea de incluir en el diseño un traje protector para condiciones extremas. Pensaron que serviría para salir volando de alguna situación apurada y ya está. Se acordarían de ese error, los muy desgraciados. En cuanto volviera cogería a todos sus ingenieros y los convertiría en su próximo coro de voces canoras.
Le vinieron a la mente unos versos de la Ribathán, la jaculatoria sagrada: «En este vasto tablero de noches y días / cuando la piel es fuego y el alma va surcando el oleaje / una canción despiadada / nos arrastra sin remisión hacia la noche».
Abrió la portezuela a patadas y se deslizó a duras penas por la ranura. El calor asfixiante y aquel aire lleno de partículas nocivas le hicieron toser y le irritaron los ojos. ¿Cuántos Roentgen estaría absorbiendo su cuerpo? ¿Cien, doscientos? ¿Miles? Estuvo a punto de echar los pulmones por la boca, pero encontró lo que buscaba, una fisura en el suelo por donde antaño surgieron los ciclones de plasma que impulsaron la nave, y se atrincheró dentro. Los infiernos de los que hablaban las mitologías creadas por el hombre existían, y él acababa de encontrar la puerta de entrada a uno. ¿Estaría plagado de demonios o de espíritus de fallecidos? ¿Tendrían su propio Intérprete de los Muertos? ¿Podían las inteligencias artificiales llegar a tener alma si se instalaban las suficientes actualizaciones, y habrían creado aquellas de comportamiento infame su propio rincón allá abajo? ¿Habría —tragó saliva— algún monarca de los infiernos que hubiese captado el olor de Padre Addar, y lo estuviese rastreando?
Sí. Los ojos casi se le salieron de las órbitas cuando lo vio.
Vio al príncipe de los infiernos, de pie sobre el borde de la tobera.
Mirándolo.
Era bípedo y con una altura sensiblemente superior a la de un humano normal. Sus ropas no tenían forma; parecían jirones del hostil vacío del cielo… si es que eran ropas y no simples trozos de oscuridad dúctil pegados a su piel. Había algo equívoco en su silueta, un temblor cuántico, como si su cuerpo escapase de toda ley física y fuera una bruma de principios de cohesión molecular mal expresados.
Padre Addar sintió que su cordura se astillaba. Quiso gritar, pero si abría la boca, marejadas de radiación ionizante resbalarían garganta abajo y pudrirían sus pulmones. Quiso correr, jugar a un desquiciado «a ver si me coges» con aquel demonio, pero estaba atrapado en la trinchera del motor. Había más de cien grados de diferencia en la temperatura entre estar dentro o fuera, así que no se movió.
Su tímida esperanza era pasar desapercibido, no ser visto por aquellos ojos imposibles… pero ya era tarde. El rey del Averno descendió de un salto hasta el interior de la tobera, paseó lentamente alrededor de la cápsula rota, como si la examinara con curiosidad, y andó en línea recta hacia Padre Addar. Este se fijó en un efecto cuántico que su cuerpo dejaba atrás a medida que avanzaba: se iban desprendiendo de él algo parecido a fotografías, instantes congelados en el tiempo que se quedaban formando una estela a su espalda, a intervalos. Como si los fotogramas de una película se negaran a desparecer o a ser actualizados por las imágenes nuevas, y quedaran allí, en el viento, como esculturas atómicas.
El engendro miró al humano desde sus imposibles tres metros de altura. Era el horror puro, un ser hecho de temor sólido, transfigurado por aquellos ojos brillantes en una presencia desnuda, inmóvil e irrebatible como el hielo.
Pero lo peor vino cuando Padre Addar lo reconoció. Había visto antes a aquel demonio, conocía su nombre verdadero.
—El hecatonquiro… —susurró.
Aquel horror que él mismo había liberado estaba allí. Parecía haber encontrado su lugar en un ecosistema donde encajaba bien. ¿Pero qué estaba haciendo? Le había dado orden de perseguir implacablemente a los asesinos del drav.
No tuvo tiempo de preguntárselo, porque el monstruo lo agarró por el cuello y lo sacó en volandas del refugio. Padre Addar se retorció, asfixiándose, pero entonces el hecatonquiro —siempre dejando atrás aquellas fotografías suyas en el aire, aquellos ecos cuánticos— acercó la cara de Addar a la suya, la contempló durante unos instantes…
…Y empujó el cuerpo del humano dentro del suyo propio, como fundiéndolos en una sola cosa. El torbellino de quarks en el que se desgajó aquel sólido antes conocido como Padre Addar no perdió nunca la conciencia, ni la percepción de su propio yo, pero sintió su desintegración hasta la última molécula, y cómo tanto su cuerpo como su psique se mezclaban en una nueva entidad con la de aquel demonio.
Cuando el proceso acabó, Addar había dejado de ser humano. Y estaba completamente loco. A su mente no le quedaba el menor atisbo de cordura. Pero había algo que sí recordaba: un día antes, cuando sacó al monstruo de su sarcófago, sus palabras exactas fueron: «Aprende de ellos todo lo que puedas… y mátalos».
Y eso estaba haciendo el hecatonquiro: fusionándose con un humano para aprender más de ellos. Ahora ya no eran una dualidad, sino una sola cosa. El monstruo absorbió sus recuerdos y la animadversión de Padre Addar. Compartieron a partir de entonces un solo impulso, un mismo odio. Addar le devolvió una sonrisa que el otro ni siquiera había esbozado, y lo hizo con una malicia tan alegre que el resto se convirtió en una mueca.
La caza proseguía. Solo que esta vez sería mucho más letal.