PRÓLOGO | 1.1 EL PESCADOR: TELÉMACUS | 1.2. EL PESCADOR: ARTHEMIS | 2.1 ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: TELÉMACUS | 2.2. ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: ARTHEMIS | 3.1. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: LÍANFAL | 3.2. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: ARTHEMIS | 4.1. ASALTO A LA FORTALEZA: TELÉMACUS | 5.1. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 5.2. ASALTO A LA FORTALEZA: ARTHEMIS | 6.1. CAMIONES: LÍANFAL | 6.2. CAMIONES: VELDRAM | ITERLUDIO. LA CANCIÓN DEL SILENCIO | 7.1. EL YERMO: ARTHEMIS
La cazarrecompensas conducía el segundo de los camiones, con el idor Logus apretujado en el asiento a su izquierda. Su altura y la extraña configuración de sus tres patas hacían que no pudiera sentarse como un humano normal, sino que estaba comprimido sobre sí mismo, un insecto con las patas encogidas. El doctor —así quería que lo llamaran— manipulaba con sus cilios la consola del salpicadero, accediendo al sapiencial del vehículo. Llevaba horas enfrascado en desentrañar los misterios de aquel chisme. Aquella tecnología se burlaba de él con el sarcasmo de lo que nunca podría volver a ser entendido en su totalidad; existía en los extremos de la temporalidad, fuera de lo que para los humanos eran los cálculos normales del tiempo. Y seguro que podía tener mil pensamientos en el tiempo que Logus lograba componer solo uno.
Aun así, no eres más que una herramienta, se burló el idor. Yo estoy al mando. Tú eres mi esclava.
—¿Contento con tu juguetito? —le preguntó Arthemis.
—No es un juguete, es una herramienta útil. —Las bolsas de órganos giratorias del idor se movían con rapidez, dándole un aspecto de autopsia con conciencia de sí misma. A la cazadora le daba un asco tremendo mirarlo—. El sistema incluye una herramienta de cartografiado automático del terreno, que he activado para los tres camiones. La lástima es que sus bancos de datos estén vacíos: si lográsemos encontrar algún viejo mapa podríamos alimentárselo al sistema, y hacer que el camión nos llevara por los caminos más seguros.
—No existen caminos seguros dentro del Yermo. ¿No has oído las historias sobre los monstruos mutados por el Metacampo?
—No… ¿Debería?
—Me extraña que un ser tan culto como tú no sepa de estas cosas. Los idor, los dravs y los ragkordi no fueron los únicos que cambiaron el día de la debacle. Esas fueron las mutaciones que surgieron a partir del genoma humano, pero cuentan que otros seres muy distintos a nosotros mutaron en el interior del desierto… y es mejor no saber en qué se convirtieron. Además, hay grandes áreas cubiertas de radiación provocada por las naves que cayeron de la órbita y cuyos motores explotaron a nivel de superficie. Y la radiación nunca es buena para mantener sana y sin cambios una línea genética.
»Dicen que hubo regiones habitadas en el Yermo, hace muchísimo tiempo. La gente incluso hacía viajes con un alto factor de rebote a los Hábitats de Armagosa y Behoieka, pero ya no queda nada de eso hoy en día. Vivimos sobre el polvo de nuestros antepasados. Los insectos se arrastran por la mierda.
—Qué gráfica.
Logus miró al paisaje que tenía delante, a lo que estaba en la lejanía. Las masas nubosas teñidas de añil giraban con una certeza suave y majestuosa, con un trueno implícito en la monumental graduación de su superficie cambiante. De repente, se le antojó que era un celaje que tapaba horrores sin nombre, hacia los que ellos conducían en línea recta.
—Es facultativa la opción de morir o de seguir viviendo, pero sobre la supervivencia a largo plazo, está permitida su inclusión o bien permitida su negación… —murmuró.
—¿Cómo dices, engendro?
—En tu idioma vernáculo, cazadora: que estamos bien jodidos.
Arthemis dejó escapar una carcajada. Estaba empezando a caerle bien aquel monstruito.
—Así me gusta, que hables claro. Logus es tu nombre, ¿verdad?
—Sí. Y agradecería que lo usaras en sustitución de epítetos malsonantes como «engendro».
—Vaya, se nos ha puesto fino, el aborto giratorio… Está bien, prometo tratarte con respeto si me prometes que, en caso de que algunos de nosotros, incluida yo, resultemos heridos en un combate, me atenderás a mí primero. Vendrás a curarme a mí antes que a los demás.
Logus la miró.
—En mi condición de médico debo tratar a los heridos por orden de gravedad, nunca según criterios de amistad, favoritismo o amenaza.
—«Amenaza» es una palabra de la que los cazarrecompensas sabemos mucho, engendro. Y nunca la empleamos en vano. —Lo miró de reojo—. Tarde o temprano, mis amiguetes Bloush y Tsunavi acudirán a ti para pedirte lo mismo, y no serán tan amables como yo. Ellos te lo exigirán o empezarán a rebanarte sacos giratorios de esos que tienes ahí solo por deporte. De hecho, me parece raro que Telémacus no te lo haya pedido. Aquí cada cual vela por sí mismo, es ley de vida.
—No, no me lo ha pedido —dijo Logus, estremeciéndose como solo podían hacer los de su especie. Se lo notaba «deontológicamente» cabreado—. Ni para él ni para su familia. Parece una persona mucho más íntegra que tú.
—¿Telémacus? —rio, al tiempo que giraba el volante para esquivar un obstáculo—. Sí, desde luego lo es. Pero también ha hecho cosas en el pasado que estoy seguro que nunca le ha contado a su precioso hijito. Aquí nadie se salva del horror, engendro, y menos si trabajas en mi profesión. Todos hablamos de lo buenos que somos y de los planes que tenemos para el futuro como si… como si pudiésemos ganar, no sé si me explico. Pero la única manera de triunfar en esta lucha es huir de ella, algún día.
—Corrígeme si me equivoco, cazadora, pero ¿no es eso lo que estamos haciendo ahora?
No siguieron hablando. Los dos se concentraron en el terreno hasta que este cambió y empezaron a ver cosas nuevas.
Como muchas otras rarezas de Enómena, lo de «desierto» era una pirueta lingüística para describir aquel erial, pues estaba de todo menos vacío. La región de Armagosa, que era la que estaban atravesando, debía la raíz de su nombre a un idioma que se había perdido y que servía para bautizar aquel océano de sol reflejado. Las aguas mansas de la atmósfera, vientos húmedos retrasados por nubes que apresaban el calor, se resistían a nacer a partir de la inercia de los sistemas térmicos en colisión. El viento y la erosión habían interferido en la recristalización continua de la sal para hacer que esta, que se hallaba por todas partes, formara pareja con los esquistos y destellase con una miríada de pequeños diamantes sin valor. Formaciones de roca de aspecto curioso se elevaban por doquier como gritos de piedra, y parecían los proyectos de un millar de artistas dejados a medias: aquí una mesa, allá una báscula, por el otro lado un busto humano…
Su principal prioridad sería encontrar agua potable para tanta gente. Telémacus lo tenía clarísimo y por eso se dirigía a los enclaves conocidos de los buscadores de antigua tecno. ¿Pero qué pasaría cuando hubieran rebasado esos caravanserai del desierto profundo y no supieran qué había por delante? Aaaah… entonces las cosas empezarían a ponerse interesantes.
Un destello hirió su vista: la explosión del sol sobre un montón de espejos geométricos. Ahí estaba el oasis de N’Alask, su primera parada. Parecía una luz suave, seductora a pesar de su palidez helada, un brillo como solo podía darlo la chatarra. Cuando se acercaron, Logus soltó un siseo de expectación al ver de qué se trataba: los restos de unos arcaicos edificios que surgían de la arena, medio enterrados, cuyas cimas estaban forradas de espejos. La mayoría estaban rotos o arrancados de cuajo por la violencia de las tormentas, pero seguían recordando las escamas de una cota de malla cristalina. Los buscadores de tesoros tenían una expresión para describir aquellas aglomeraciones de paneles solares: las llamaban «orillas de cristal».
Contaba la leyenda que en tiempos hubo una valla alrededor de aquel edificio, y hasta un cartel que ponía: «Atención, está usted entrando en un área de máxima seguridad. Estación de prospección mineralógica y seguimiento orbital». Pero de ese cartel solo quedaba un mástil agrietado por el óxido. Algún cazador se lo llevaría para extraer el metal que pudiera para fundirlo y venderlo. La mayoría de las ventanas habían sido arrancadas, y las pocas que quedaban estaban rotas. Los paneles solares seguían allá arriba, seguramente porque ningún buscador estaba tan loco como para trepar tan alto para arrancarlos. En general, el estado del complejo era de ruina total. Y eso que aún no lo habían visto por dentro.
Quién sabía cuántos secretos podía ocultar, cuántos ecos de la sabiduría panhumana o pansofonte del mundo de antes. Cosas que llevaran siglos esperando ocultas en la oscuridad a que ellos llegaran para sacarlas a la luz.
Arthemis aparcó junto al camión de Telémacus, y Bloush hizo lo propio. Los tres conductores se bajaron para reunirse ante la entrada principal del edificio, mientras la gente que iba en los remolques bajaba a tierra desorganizadamente y de mal humor. Llevaban horas encerrados allí, en aquellos contenedores amplios pero no acondicionados para llevar pasajeros. Estaban exhaustos, sucios y hambrientos. Eran pescadores acostumbrados a una vida en libertad, con los horizontes de los mares cero-g tentándolos para que fueran a explorarlos. Viajar encajonados en un remolque los hacía parecer aquello que nadie pretendía que fueran: pordioseros.
—Puede que este viaje exija demasiado de nuestra gente —dijo Liánfal al ver a qué pobres sombras, o sombras de sombras, había quedado reducida su gente.
—Estoy demasiado de acuerdo con eso como para estar contento —asintió Telémacus, y ayudó a un anciano al que le faltaba una pierna a bajarse del camión.
Arthemis hizo un par de flexiones en el suelo y unos estiramientos. Bloush y Tsunavi dejaron escapar unos suspiros largos e irregulares, en un alarde de mala educación. Telémacus, junto a su esposa y la místar de la tribu, hicieron visera con las manos para mirar los árboles de paneles solares, pequeños lagos de sol.
—Parece un milagro que todavía sigan ahí —comentó Vala.
—Eso es porque no han podido robarlos, no porque no quisieran.
—¿Cuánto szkab valdrá eso? —preguntó Veldram, haciendo pucheros.
—Ni idea, pero seguro que varios centenares. Y eso, con las herramientas y el conocimiento adecuado.
—Yo podría trepar hasta allí arriba y descolgaros alguno, si lo queréis. La ascensión no parece tan mala —se ofreció Arthemis. Telémacus la miró.
—Te gusta tentar estúpidamente a la suerte, ¿verdad?
—Sí. Debo de ser un hombre.
—Mirad, la puerta principal está barricada —señaló Vala—. Aunque no me imagino por qué, pues todas las ventanas del primer piso están rotas. Cualquiera podría entrar por ellas.
—Eso es justo lo que haremos —decidió su marido—. Hay que explorar el edificio. Si está libre de peligro, lo usaremos para descansar aquí esta noche. Además, creo que ahí dentro se halla el único pozo de agua que encontraremos hasta bien pasada esta región. Si no se ha secado o nadie lo ha envenenado, lo aprovecharemos.
—¿Y si es así? ¿Si no tenemos agua para abastecer a todos los civiles? —preguntó Arthemis.
—Entonces este éxodo se va a acabar muy pronto. —Consiguió que aquella afirmación artificial sonara triste y dramática al mismo tiempo. Cuando se adelantó para examinar la barricada, todos le siguieron en fila india, empezando por Vala. Arthemis eligió la retaguardia y preparó sus armas mientras rezongaba:
—Está claro que mis salidas dramáticas nunca salen bien cuando estoy contigo…
La barricada no resultaba muy práctica cuando justo al lado había una ventana abierta sin cristal. La usaron para entrar a un gran salón que en otro tiempo pudo haber sido bonito y elegante, pero que parecía una extensión más del desierto, con sus dunas y todo. Había un mostrador y varias puertas arrancadas de sus goznes. Las paredes estaban llenas de pintadas que expresaban pensamientos de los exploradores que venían buscando refugio a este lugar, y que tenían que matar el aburrimiento de alguna manera. La mayoría eran sentencias breves y groseras, aunque también leyeron promesas de venganza, incoherentes invectivas políticas, e incluso algunas divagaciones filosóficas.
—¿Os queda munición? —preguntó Telémacus preventivamente. Siempre se ponía a la defensiva cuando se enfrentaba a aquella clase de silencio, el de los edificios en ruinas.
Bloush sonrió como si le costara por falta de práctica.
—A mí sobre todo munición dura, para el dieciséis milímetros. —Palpó la culata de su arma—. Cartuchos coaxiales multiuso con núcleo de mercurio y camisa de uranio empobrecido veinte-diez. Sin sistema inteligente de guiado.
—Yo sigo teniendo a mi vieja Surly… —siseó Tsunavi, desenvainando un machete de metal hecho de células hexagonales que podían llenarse con un calor cercano al de una partícula de magma. Cuando se inflamaban, la hoja despedía un fulgor rojizo que recordaba al interior de ciertos volcanes—. Tiene hambre y está deseosa de cortar cabezas. —Lamió el filo de forma provocativa, sexual, y los demás se preguntaron cómo conseguía no hendirse la lengua cuando hacía esas cosas.
Arthemis acarició el ánima de su rifle láser de abanico.
—Este es mi compañero de penas y jolgorios. ¿Por qué lo preguntas, Tel? ¿Temes que se nos eche encima algún famélico buscador de tecno con más hambre que seso?
—No, pero no está de más tomar precauciones. En medio del desierto, cualquier lugar que ofrezca oscuridad y cobijo atrae a los animales como la miel a las moscas. Además, hay buscadores que están realmente locos. Quién sabe la clase de sorpresitas que nos tendrán preparadas.
—Purgarás tu miedo racionalizándolo, dice el vigésimo mandamiento.
—¿Los mandamientos de qué lista?
—Los del drav Bergkatse —sonrió la cazadora—. Ese al que yo misma incineré y convertí en un trozo de carbón ahumado.
—Pues muy útiles no debían ser si acabó así, ¿no?
—La inteligencia negativa no deja de ser inteligencia, querido.
La comitiva siguió andando por el enorme recibidor hasta que encontraron unas escaleras y un ascensor que, por supuesto, no funcionaba. Había algo atemorizador en aquellos metros de silencio. Una polvorienta mesa de recepciones había sido convertida en barricada añadiéndole alambres de púas y escombros de cemento. Un solitario monitor yacía apagado en lo alto de la barrera, como una especie de cabeza, pero sin pregonar sus advertencias como seguramente habría hecho años atrás. Detrás de la barricada vieron el primer cadáver, el de un buscador de tecno cuyo cuerpo parecía haber sido desgarrado por algún animal en lugar de quemado por impactos de láser. Eso les preocupó.
—Tu teoría de los edificios transformados en guaridas se confirma —dijo Arthemis mientras saqueaba el cuerpo. No poseía nada útil.
—Dudo que si hay animales aquí dentro estén muy alejados de las salidas al exterior. Volved fuera y decidle a la gente que no se separe de los camiones —ordenó a Vala y a Liánfal—. Bloush, acompáñalas y mata todo lo que salga del edificio y no seamos nosotros. Los demás seguiremos explorando el primer piso.
—Con respeto, solicito acompañarles en la exploración —dijo Logus, cuyas expresiones no podían ser anticipadas por el simple hecho de que no poseía cara—. Si encontramos antigua tecno, me gustaría estar ahí para identificarla.
—Es peligroso, al menos hasta que limpiemos el edificio, doctor —insistió Telémacus—. Por favor, salga fuera y espere. Cuando sepamos con certeza que no hay peligro le avisaremos. Aunque dudo que aquí encuentre algo que no haya sido desvalijado ya: este lugar es el primero al que acuden siempre los exploradores en su viaje a lo profundo del desierto, y ya debe de estar completamente expoliado. Este edificio es una demostración, no un experimento.
—A los experimentos hay que darles previamente estado de teoría, pero entiendo lo que quiere decir.
Admitiendo que tenía razón, el idor acompañó a las mujeres fuera. Los cazarrecompensas cargaron sus armas y siguieron explorando.
Telémacus tenía razón en lo del expolio concienzudo de la tecnología, pero había algo a lo que no se aplicaba ese vacío: los excrementos no humanos que unas criaturas misteriosas habían sembrado por doquier. Pequeños montoncitos marrones, petrificados, decoraban los pasillos y las salas devastadas. En varios de ellos distinguieron restos de algo metálico que brillaba a la luz de las linternas, como si las criaturas responsables de aquella digestión no hicieran ascos a tragarse cosas inorgánicas. En los pasillos el aire era viciado e inmóvil, y tan saturado de un hedor a podredumbre que resultaba casi irrespirable.
Telémacus se puso el casco de su armadura dragontina para que el filtro ayudara a depurar el aire. Los otros tampoco tenían problema con eso, ya que Arthemis jamás se quitaba el suyo y a Tsunavi parecía darle igual qué mezcla de gases respirar, con tal de que no fuese venenosa.
En un momento dado hallaron el cadáver de un hombre sentado en una esquina, en un vestíbulo que ofrecía una hospitalidad polvorienta de color caoba. Miraba con sus ojos vacíos a cualquiera que fuese el horror que lo había matado, años atrás. Sus piernas no eran más que un montón de ángulos mezclado con las sombras de los brazos. Los exploradores pasaron a su lado en silencio, observando su transición a cenizas.
Aquel pasillo desembocó en una puerta que había sido reventada por una bomba. Afiladas uñas habían marcado senderos en la ceniza cerca de los cierres. Al otro lado había una enorme habitación que se alzaba como un atrio hasta ocupar varios pisos, en cuyo centro descansaba una extraña máquina: parecía una media esfera de diez metros de diámetro cuya cáscara no era sólida, sino tejida a partir de centenares de aparatos pequeños, como cámaras de vídeo, enlazadas con un hilo metálico. Todas esas «cámaras» —o lo que fueran— apuntaban hacia el centro de la semiesfera, como si esperaran que algo o alguien se pusiera de pie allí. En el techo, algún artista hábil había pintado un fresco a partir de una escena mitológica, donde un ser de los mitos antiguos de Enómena —un empatauro, una mezcla de humano y toro con poderes mnémicos— abría las puertas del Metacampo para unas agradecidas tribus de pastores.
Además de ese artefacto, había otro elemento raro en la sala: el suelo no estaba hecho de baldosas, sino de láminas entretejidas de un material sedoso. Parecía orgánico, como la piel de una esponja de mar, lleno de pelusilla, pero era muy plano y ocupaba todo el suelo de la habitación. No poseía el tacto de picos montañosos y valles miniaturizados del áspero metal.
El silencio que emanaba de la sala los acarició con una tremenda energía. Brotaba de las vigas de sostén de aquella rara máquina; rezumaba de los inútiles colgajos que brotaban del techo para no sostener nada; se combinaba con la inefable sensación de tener unos ojos, áridos y reptilianos, clavados desde hacía un rato en ellos.
—Tengo un mal presentimiento sobre esto… —musitó Telémacus, y les hizo una señal para que esperaran. Si había alguna trampa montada por los paranoicos exploradores, ¿por qué no esperar que estuviese allí dentro? ¿Cómo esquivar la larga y sucia cadena de crímenes que podía llegar ahora hasta ellos, con el odio acumulado de décadas, si alguno de aquellos chiflados había decidido dejar un regalito para el siguiente incauto que pisara esas baldosas?—. No avancéis hasta que yo lo diga. Voy a acercarme hasta esa esfera a ver qué…
La última palabra quedó suspendida detrás de él, en el aire, cuando puso el pie encima de las baldosas con pelusilla y este se hundió como si pisara agua. Telémacus cayó cuan largo era sobre las baldosas, que resultaron ser las hojas de una multitud de plantas que crecían sobre el auténtico suelo, y que quedaban encajadas unas en otras perfectamente.
—¿Estás bien? —preguntó Arthemis.
—Sí… Herido en el orgullo, más que en el trasero. —Telémacus miró a su alrededor: se había caído en un sótano de un metro escaso de profundidad formado por aquellas plantas parecidas a hongos. Era como un mundo debajo del mundo, pues la luz era diferente, y el aire estaba lleno de esporas blancuzcas, y olía a una ionización altamente positiva—. Malditas plantas… Han formado una especie de entresuelo. Y está lleno de… ¡espera!
Había visto moverse una sombra, muy veloz; un objeto pequeño pero ágil que usaba la densa flora para camuflarse. El cazador alzó su rifle de pulsos y apuntó, dejando que el calibrador de la propia armadura le ayudara a afinar la puntería. En su casco de visión aumentada apareció un punto de mira triangulado.
Fueron las plantas de su derecha las que reventaron cuando el ser las atravesó, lanzándose sobre Telémacus. A este se le fue el dedo en el gatillo, del susto, y su arma disparó un fogonazo láser. El sonido rebotó contra los flancos de contrachapado de las paredes hasta que no tuvo ninguna fuente ni dirección, y solo fue un lúgubre lamento que llenó la sala. Unos ojos que eran racimos, más que globos únicos, se posaron en el hombre mientras la cabeza de insecto gigante a la que estaban unidos se balanceaba hacia los lados, pero no como lo haría la de un humano, sino circularmente, como la cabeza de un insecto.
Con un acceso de pánico, Telémacus alzó el rifle y golpeó con la culata a aquella monstruosidad que no era ni una cucaracha gigante ni un lagarto bípedo sino una horrible mezcolanza de ambos. Insectorraptores, le vino a la mente, porque había escuchado la palabra en boca de algún explorador borracho: lo que fuera que había jugado con la genética en aquel lugar había fusionado a las cucarachas comunes y las mantis con saurios dromeosáuridos de fuertes patas y plumaje pardo, para crear una quimera de un metro y medio de altura por tres de largo, con una larga cola emplumada y un torso superior acabado en un mesotórax y metatórax de insecto. Era la amalgama de dos órdenes de seres vivientes quizá no con lo mejor de ambos, pero sí con lo más letal.
Telémacus gritó pidiendo ayuda mientras golpeaba frenéticamente a aquella cosa. Las garras que tenía al extremo de sus patas delanteras arañaban sin mucho éxito la armadura del cazador, pero las patas traseras tenían fuerza, y lo estaban arrastrando por el suelo hacia atrás. De repente, una cimitarra incandescente descendió del cielo y la partió en dos limpiamente. Era la hoja ígnea de Tsunavi, con sus celdillas llenas de partículas magmáticas.
—¡Arriba, sal de aquí! —le ordenó, mientras otras criaturas similares salían del laberinto vegetal para rodearla. Telémacus no obedeció, sino que se limitó a ponerse de rodillas y abrir fuego: el aire se llenó de descargas de energía que vibraban con una asonancia líquida. Las plantas saltaron por los aires en estallidos de fuego, mientras los insectorraptores corrían para ponerse a salvo. La mayoría no lo consiguió, porque Arthemis barrió la sala con su abanico láser. Algunos disparos impactaron contra la semiesfera gigante, pero aparte de amputarle unos trozos de sí misma, no causaron ningún otro efecto.
—Dioses, qué criaturas más infectas —murmuró Telémacus, comprobando que las garras no habían podido traspasar su blindaje—. Pero esto me recuerda algo muy malo que escuché una vez.
—¿El qué?
—El explorador que me habló de estas cosas, medio borracho, me dijo que tenían una especie de nido donde dormía la Grande.
Tsunavi lució sus dientes de vampiresa.
—¿La Grande? ¿Qué felbercap es eso?
Lo supieron cuando la semiesfera tembló y se partió, arrojando gajos a los lados como si fuera una naranja, y del centro de la sala surgió una criatura que estaba emparentada con las pequeñas que habían visto hasta ahora, solo que si las pequeñas eran avestruces, esta parecía un paquidermo. Tenía seis patas musculadas de reptil en lugar de dos, y otras cuatro de insecto que se alzaban en una espantosa alegoría de la muerte por delante de su mesotórax. Su cabeza seguía siendo insectoide, pero a los repugnantes rasgos de las cucarachas se les unía una quijada de lagarto que se abría hacia abajo como una guillotina del infierno.
—Creo… que es buena idea ir pensando en una retirada —dijo Arthemis, intentando tragar saliva al mismo tiempo. Telémacus negó con la cabeza con furia.
—¡No! Ahí fuera hay civiles desarmados, ¡tenemos que detener a esa cosa aquí! ¡Lanzadle todo lo que tengáis!
La orden se transformó en un granizado horizontal de vectores de fuego y munición sólida, que impactó contra la criatura haciendo que aullara de dolor. El familiar perfume de los iones negativos brotó de sus armas para que quien quisiera lo aspirase con avidez. Pero no lo mataron: aquel insecto gigante era más duro de lo que parecía, y su piel coriácea solo era vulnerable a los explosivos o a la munición penetrante.
Telémacus empezó a retroceder hacia el corredor.
—¡Retirada, lo flanquearemos en el recibidor! ¡Arthemis, dile a Bloush que venga, necesitamos refuerzos!
—¡Ya lo estaba llamando! —asintió, y dejó que sus piernas la llevaran como si huyera de una avalancha a través del pasillo. Tsunavi y el cazador la seguían a corta distancia mientras la reina insecto avanzaba deformando las paredes. Su sistema digestivo, una especie de estómago-horno, irradiaba luz rojiza a través de las fisuras de sus anillos ventrales. Su cabeza subía y bajaba como una enorme calabaza incolora al extremo de su grueso tallo. El ser era sin duda un animal monstruoso y mutado, pero había un destello en aquellos ojos facetados que hablaba de algo más… Relucían con una anciana agudeza.
Llegaron al recibidor central, donde les esperaba Bloush. Cuando vio aparecer a la Grande, hasta sus ojos de la región suprahumeral de sus brazos se abrieron con miedo. Apuntó hacia su corpachón mientras retrocedía, y dejó que su rifle cantase todas las arias para cartuchos coaxiales con núcleo de mercurio y camisa de uranio que se supiera.
—¡Bloush, retrocede, voy a quemarlo! —gritó su jefa, encendiendo la llama de plasma de su incinerador, pero el ragkordi no la oyó. O no quiso obedecer, porque siguió retrocediendo lentamente mientras su arma de munición dura dibujaba tremendos fogonazos en el aire lleno de polvo.
—Este… cabrón… es… mío… —silabeó mientras disparaba. Por un instante, el insecto se tambaleó y pareció estar a punto de fallecer por sus heridas, pero entonces hizo algo que los cogió a todos desprevenidos: alzó el abdomen como si quisiera ofrecer un blanco más claro a sus atacantes, pero en él se abrió una fisura, una segunda boca que se contraía en forma de iris, con hileras de dientes encajados en las láminas de ese iris. Era una boca con un sistema de masticado radial y no paralelo, como la de los mamíferos. Cuando se abrió, una lengua tentacular, larga y telescópica como la de las ranas, se disparó hacia Bloush y lo atrapó. El mercenario se sacudió impotente mientras la lengua retrocedía y lo acercaba a la espantosa boca.
Arthemis trató de liberarlo, pero cuando se acercó la Grande escupió unos chorros de un líquido verdoso por su boca principal: uno le acertó en plena cara, en el casco, y lo hizo humear. Era un ácido molecular muy potente, por lo que la cazadora tuvo que desprenderse del yelmo antes de que una sola gota de aquello le tocase la cara.
—¡Disparad a la lengua! —ordenó Telémacus, intentando concentrar allí sus tentáculos. Pero el insecto lo golpeó con una de sus pinzas y el cazador salió volando hacia atrás, atravesó la ventana y cayó en el polvo de fuera del edificio.
La gente empezó a gritar al oír los disparos y al ver salir despedido a Telémacus. El golpe casi acabó con él, y se sintió calcificar, pero los servos de la armadura habían disipado parte de la inercia y evitaron que se rompiera la espalda. Aún tumbado, vio que la Grande salía al mundo exterior, descolgándose por la fachada y plantándose ante la puerta principal. Presa del pánico, la multitud echó a correr, pero Telémacus no tenía ojos ni oídos para ellos ahora mismo: toda su atención estaba puesta en el medio torso del desgraciado Bloush, que estaba siendo tragado por la bestia mientras sus dientes lo trituraban.
La Grande se inclinó sobre aquel simple humano que era Telémacus, haciéndolo partícipe de su amenaza, como dejando claro que a pesar del poder tecnológico de los hombres, ella y el nuevo orden natural que había surgido tras la extinción del Metacampo eran los reyes allí. El cazador miró su rifle, que había caído a unos metros, y se preguntó si tendría la más mínima oportunidad de cogerlo antes de que la lengua telescópica saliera disparada y lo atrapara. Resoplidos de aire caliente chocaban contra sus piernas.
Así que de esta forma ocurría, pensó, sintiendo que se le acababan las opciones; así es como moría yo.
El cielo se oscureció, pero no allá arriba, muy lejos, sino justo sobre su cabeza. Porque una masa metálica lanzada a toda velocidad que flotaba a un par de metros del suelo pasó por encima de Telémacus y embistió contra la bestia: era uno de los camiones, que alguien estaba conduciendo para usarlo como ariete. El resultado fue espectacular y sangriento. La Grande quedó triturada contra la fachada del edificio, convertida en una masa cartilaginosa de humus y sustancias orgánicas.
Telémacus rodó hacia un lado para salir de debajo del camión y, con ojos desorbitados, vio quién era el que salía de la cabina: su hijo Veldram. Este se fundió en un fuerte abrazo con su padre mientras el resto de los civiles y Vala regresaban corriendo.
—A esto era a lo que te referías con que no querías que compartiera tus aventuras, ¿eh, papá?
—¡Más o menos! —jadeó—. Dios, te debo la vida, hijo. No sé si enfadarme contigo o darte un abrazo como no te doy desde que eras niño.
—Ya me estás abrazando, no sé si lo has notado.
—Pues eso —sonrió. Su mujer también se unió a ellos, rematando el trío de congoja y alegría familiar. Una voz de mujer dijo, bromeando:
—Cómo me enternecen los reencuentros familiares. Pero no lograréis arrancarme ninguna lagrimita.
Miraron a Arthemis, que bajó de un salto del alféizar. Telémacus notó que había algo raro en ella, y no fue hasta un par de segundos después que se dio cuenta de que no llevaba puesto el yelmo.
—¿Qué le ha pasado a tu casco?
—Esa jodida cosa me lo ha derretido con alguna clase de ácido molecular. Creo que se me acaba de fastidiar el secretismo, al menos con los lumitas. —Con una especie de vaga dignidad, hizo un gesto con la barbilla como diciéndoles: «Esta es mi cara, asumidlo»—. Dime la verdad, ¿soy tan guapa como me recordabas?
—Tan guapa como un ave de presa y tan peligrosa como su nombre.
Ella rio. Un remanente de la pena por haber perdido a Bloush la golpeó en el pecho, pero lo ignoró como solo una comandante de mercenarios sabía hacer.
—¡Eres un adulador! Pero sabes tratar bien a las mujeres.
—¿Qué hacemos con esta cosa, nos la comemos? —preguntó Tsunavi, sin expresar el menor remordimiento por la muerte de su colega.
Logus se acercó al cadáver del monstruo y, tras examinarlo por encima, dijo con voz entusiasta:
—¡Esa masa gelatinosa anaranjada que veis por todas partes es grasa! Almacena agua en cantidad dentro de los nutrientes lípidos al estilo de como lo hacen los camellos en sus jorobas. Si la destilamos, podremos sacar de ella muchísima agua en estado puro, que daría para alimentar a nuestra gente durante semanas.
—¿Quieres decir… que esa asquerosidad acaba de solucionar nuestro problema con el agua potable? —preguntó Vala, arrugando la cara.
—¡Sí! Aunque no sé si dará para todo el viaje… ¿No podríais matar otra más igual que esta? Así tendríamos suficiente provisión de líquido para cruzar la primera mitad del desierto.
Todos miraron a Logus, inexpresivos.