PRÓLOGO 1.1 EL PESCADOR: TELÉMACUS | 1.2. EL PESCADOR: ARTHEMIS | 2.1 ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: TELÉMACUS | 2.2. ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: ARTHEMIS | 3.1. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: LÍANFAL

LIÁNFAL

No siempre había sido guardiana de las tradiciones, ni siquiera una mujer santa. Tenía un pasado, como todos allí, y al igual que todos, Liánfal era tan reacia a desvelar datos sobre él como a dejarse ver desnuda por la calle. No es que temiera que los demás pudieran usar ese conocimiento contra ella, sino que algunos podrían verse tan influidos por él que sus propias vidas cambiarían sin remedio. Y no quería eso. Deseaba que todo siguiera con la paz y la tranquilidad de costumbre, sin que nada cambiase.

            Sin embargo, una vocecilla le decía que hiciera lo que hiciera a partir de ese momento, eso ya no sería posible.

            A veces, cuando la campana del templo tocaba las horas o llamaba a cumplir con las abluciones, una parte de su pasado estallaba en su mente como una fotografía con cada martillazo del aldabón. No solía pedirle a ninguno de sus ayudantes que la tocara, sino que ella misma colgaba todo su peso de la cuerda y hacía sonar los tang, tang, tannnnggg tan reverberantes de aquella cosa que, pese a su tamaño y prepotencia, no dejaba de ser un instrumento musical.

Cada aldabonazo tenía una réplica en forma de recuerdo, bien fuera de su infancia en aquella gran ciudad cuyo nombre ya no recordaba —ella corriendo por las calles, medio desnuda, intentando encontrar algo que comer o poniendo cara de gatito abandonado para que algún paseante le tirase una moneda—; de su adolescencia en una casa de geishas en Tájamork —siendo usada para el placer de los extraños mientras sus ojos se perdían en los techos de las habitaciones, viendo cómo la luz que se colaba por los postigos hacía destacar los húmedos enyesados—; o cómo escapó de todo eso subiéndose a un transporte de mercancías que pasaba y que no tenía ni idea de adónde podría llevarla. Pero le daba igual, pues cualquier lugar del mundo sería mejor que aquel. A su espalda quedó para siempre la avenida de las caricias de Tájamork, yaciendo exhausta, sepultada sobre sí misma y oliendo a vino aguado.

            Los lumitas la acogieron cuando la vieron flotando en el mar cero-g como el despojo de un naufragio. La aceptaron como miembro de su tribu después de que les demostrase que tenía una habilidad especial para memorizar e interpretar las tradiciones. No le resultaba difícil, pues un credo religioso era tan fácil de recordar como las normas de una casa de citas, y tenía tantos giros y excepciones como aquellas, así que pronto se convirtió en aprendiza del templo, y de ahí fue escalando hasta la posición que ocupaba ahora. Sesenta inviernos tenía aproximadamente —ni siquiera ella estaba segura, pues nunca le habían dicho con seguridad en qué año había nacido—. Y muchos recuerdos de los que sentirse avergonzada, aunque no menos cantidad de otros que la hacían sentirse orgullosa.

            Como místar de la aldea había tenido que enfrentarse a ciertas decisiones peliagudas, incluyendo el arbitraje de casos difíciles de homicidio o de agresión por celos —era lo habitual en un entorno donde las religiones debían ser sobrias, solemnes y defensivas, y donde el diseño consciente del mito podía ser mucho más determinante que a la creatividad de su evolución natural—. Pero nunca se había encontrado con una situación tan drástica como la que se le presentaba aquella noche, en la que el concejo se había reunido en la casa consistorial. Estaban los ancianos, tan mustios como sus facciones y resignados a que el tiempo volviera débiles sus piernas e incierto su andar. También sus consejeros, jóvenes ambiciosos con un ojo siempre puesto en la silla de su maestro. Y ella, que como representante del clero tenía voz y voto en todas las áreas.

            Telémacus fue el primero en hablar, y aunque omitió el suceso de la reliquia del Tapiz de Sílice, fue bastante claro en todo lo demás. A medida que lo iban escuchando, tanto su esposa como los miembros del concejo ponían caras de inquietud más acusadas.

            —…Así que esta es la situación —dijo Telémacus para concluir su relato—: La mala fortuna quiso que los dravitas me encontrasen justo en aquel momento y que amenazaran a mi hijo, cosa que jamás toleraré. Tengo una deuda de sangre pendiente con ellos, y no cejarán hasta que la salde. Por eso —miró a Vala, su mujer— creo que el camino más sensato para mí y para mi familia es el del exilio.

            Hubo rumores que cruzaron la sala de un lado a otro como una marejada de sonidos. Telémacus supo entonces que el futuro le estaba acechando: que le aguardaba un desenlace, una consumación. Por más que intentara evitarla, estaría esperándole emboscada en cualquier parte del camino.

            Hay cosas en la vida de las que no puedes huir, solo enfrentarlas o dejar que te pisoteen. Y Telémacus no era un hombre acostumbrado a dejarse pisotear.

            —¡Así que nos has puesto a todos en peligro solo por salvar a tu hijo! —exclamó iracundo uno de los vocales del concejo—. ¡Sabías lo vengativos que son los dravitas, y aun así nos marcaste a fuego en sus mapas, cuando hasta ahora ni siquiera sabían que existíamos!

            Liánfal se puso en pie y dio un golpe con su báculo ceremonial en el suelo. Toda la sala se calmó.

            —Defender a un hijo nunca ha sido, ni será, motivo para la vergüenza o el arrepentimiento. Tú deberías saberlo mejor que nadie —le reprochó al vocal—, pues te he visto salir en defensa de tus hijos cada vez que fue necesario. Así que no le eches en cara a Telémacus que hiciera lo mismo. Es cierto, hermanos y hermanas, que el peligro nos acecha ahora más que nunca, pero no por lo que vosotros creéis. Aunque penséis que el terrible acontecimiento en el que se vio envuelto Telémacus es lo más extraño que ha ocurrido últimamente, no es verdad. Como muchos sabéis, porque lo visteis ayer con vuestros propios ojos, el Tapiz de Sílice ha hablado. Lo ha hecho por primera vez desde que los dioses decidieron que fueran los lumitas quienes lo custodiaran.

            Más murmullos y asentimientos de cabeza. El más venerable de los ancianos, que hablaba por boca de su ayudante pues ya no tenía fuerzas para alzar la voz, le susurró unas cosas al oído. Su ayudante se puso en pie y dijo con respeto:

            —El padre Pollexfen quiere hacer constatar algo, y también tiene una pregunta. Respecto a lo primero, desea recordar tanto a los presentes como a los dioses invisibles que nos están escuchando que los lumitas somos un solo ser, una sola alma. Y que aunque Telémacus Olfhen no naciera en nuestra tribu, se ha ganado su pertenencia a ella como miembro de pleno derecho. Gracias a su talento para la caza no morimos de hambre hace unos inviernos, pues encontró los caladeros de los tiburones blindados y nos enseñó a pescarlos. —Hubo murmullos de asentimiento, sobre todo de Vala y de su hijo, que abrazaron a Telémacus al oír aquellas palabras—. Así que su opinión es que si la familia de Olfhen está en apuros, entonces lo estamos todos. Debemos enfrentarnos a la amenaza como un solo ser, no como un cuerpo en el que la cabeza está enfadada con los brazos y estos a su vez con las piernas. Un cuerpo así jamás lograría ponerse en pie y andar, y moriría de hambre tumbado para siempre en el mismo sitio.

»Respecto a su pregunta, al padre Pollexfen le gustaría saber si la místar ha examinado las otras dos reliquias, y si ha encontrado alguna pista en ellas sobre lo que le pasa a su hermana mayor.

Liánfal meditó la respuesta. Conocía a su gente y sabía lo susceptibles que eran a los augurios y las profecías, por lo que tenía que tener un cuidado enorme con las cosas que les contaba. Cualquier mala interpretación de un prodigio podría empujarlos a hacer algo de lo que luego se arrepintieran.

Dejó vagar la vista más allá de la línea de cabezas. Si hacía un círculo con los dedos podría ver enmarcados en él los edificios de la aldea, agazapados como sapos en las estribaciones de la bahía. La amenaza estaba escrita en las volutas de humo que salían de las chimeneas, en las calles vacías y en los establos que albergaban a los animales. «CUIDADO», proclamaban las veletas que seguían el capricho de los vientos, construidas con fragmentos de desconocidas aleaciones que, de ser sometidas al fuego, se sublimarían en asfixiantes nubes de miedo. Todo en la noche advertía que algo malo estaba a punto de pasar, y que los lumitas, creyeran o no en la profecía, sufrirían sus consecuencias.

            —Respecto a lo primero, he de decir que pienso exactamente igual que el padre Pollexfen —dijo la místar—. Somos una sola piel, un solo ser, y si uno corre peligro, lo corremos todos. Nos enfrentaremos a los dravitas como una sola fuerza, y en el peor de los casos, si hay que huir… huiremos todos. En lo tocante a su pregunta, diré que sí, que he examinado las otras dos reliquias sagradas, pero no parecen haber sido afectadas por lo que le pasó al Tapiz. Este ha hablado por sí solo, y cualquiera que haya sido su mensaje, nos lo ha transmitido solamente a nosotros.

            Eso pareció gustarles a los presentes, que se sentían importantes porque una reliquia sagrada les hubiese hablado a ellos y a no a las otras reliquias. Un poco de chauvinismo tribal no les vendría mal en estas circunstancias. Lo que no les había dicho a ninguno salvo a Telémacus era que el Tapiz no había dejado de latir en ningún momento después de su activación inicial: seguía palpitando con una señal mucho más débil que la del día anterior, y que solo podía ser escuchada si uno pegaba el oído a la placa dorada. Pero ahí estaba. Fuera lo que fuese lo que había desatado la actividad en la placa de circuitos, seguía activo.

            Ella, precisamente por ser la sacerdotisa guardiana de los misterios, era quien menos relacionaba tales misterios con causas metafísicas. Los demás creían que las reliquias estaban de algún modo relacionadas con los dioses, y que eran objetos preternaturales. Ella no. Al igual que Telémacus, que también procedía de otra cultura más avanzada, sabía que aquellos tres pedazos de tecnología no eran más que eso, y que si uno de ellos había vuelto a la vida tras tantos años era porque algo lo estaba llamando. Algo que no tenía nada que ver ni con los lumitas, ni con los dravs, ni con ninguna de las culturas de aquel planeta. ¿Pero qué sería? ¿Y por qué se había puesto en funcionamiento justo ahora?

            De repente, un chiquillo entró corriendo en la casa consistorial con tensión en la mirada.

            —¡Cuidado, globos! ¡Vienen, se aproximan!

            Los reunidos salieron a toda prisa. No les fue difícil distinguir las siluetas de los aerostatos a los que se refería el niño: grandes y de aspecto amenazador, los zepelines de guerra dravitas parecían mucho más pesados que el aire, pero se elevaban como enormes ballenas azules. Eran lentos, pero su sola presencia en medio de un cielo por lo demás tranquilo nunca era un buen presagio. Como lentos paquidermos, se diferenciaban con su brillo metálico del fondo de nubes, y cruzaban el azul dejando estelas de un vapor azucarado como rocío de mar.

            Eran tres, y se acercaban a región de la costa donde no solo se levantaba el pueblo de los lumitas sino también otras ciudades como Tájamork o los enclaves comerciales del sur. Hacia allí se dirigieron los zepelines, cosa que tranquilizó por el momento a Telémacus. Si se trataba de un reclutamiento forzoso empezarían por los centros de mayor población, pero solo era cuestión de tiempo que los visitaran a ellos también. Ahora, más que nunca, estaban corriendo contra el tiempo.

            El antiguo cazarrecompensas cruzó una mirada preocupada con Liánfal.

            —Se nos acaban las opciones —murmuró, intentando añadir la cantidad correcta de inquietud.

            —Sí —asintió ella, sus labios comprimidos en una fina línea blanca. Telémacus sabía que no era una expresión neutral, pero no sabía cómo interpretarla—. Recoge tus cosas, partiremos en cuanto el pueblo esté en condiciones de viajar. Nos lo llevamos todo menos las casas.

            —Sin vehículos no iremos muy lejos.

            —Tenemos las barcas. Intentaremos atravesar el mar hasta llegar a las otras costas.

            Él sacudió la cabeza, taciturno.

            —Son demasiado lentas. Nos verán desde el aire y nos cazarán.

            —Si tienes algún plan mejor, dilo.

            —No lo tengo, pero pensaré en uno. Dioses, estas situaciones me recuerdan lo viejo que soy.

            —Hace tiempo aprendí, Telémacus, que las mujeres tienen fechas de nacimiento y los hombres «hacetantos». Hace tanto que no hago esto, hace tanto que no me preocupo por lo otro…

            Él sonrió.

—Muy agudo. Da la alarma, que todo el pueblo se prepare.

            —De acuerdo. Ordenaré empacar las reliquias. Se vienen con nosotros.

            La actividad fue frenética a partir de ese momento, pues todos sabían lo que significaba una leva de reclutamiento: los dravitas pasaban con sus máquinas volantes por las ciudades y los pueblos y se llevaban a todo hombre y mujer en edad de resultar útil para una de sus locas incursiones en el territorio de los otros clanes. Y eso nunca salía bien para ellos, para los campesinos y pescadores, pues normalmente los usaban como carne de cañón.

            Telémacus pensó que las palabras de la místar habían sido proféticas: «Somos una sola piel, un solo ser, y si uno corre peligro, lo corremos todos». Los temores de aquella mujer sabia se habían hecho realidad. Y había llegado el momento de que ese ser único moviera sus anquilosadas piernas y saliera de allí pitando.