PRÓLOGO | 1.1 EL PESCADOR: TELÉMACUS | 1.2. EL PESCADOR: ARTHEMIS | 2.1 ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: TELÉMACUS | 2.2. ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: ARTHEMIS | 3.1. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: LÍANFAL | 3.2. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA: ARTHEMIS
ARTHEMIS
El tóptero en el que viajaba la cazadora junto con el grupo de Tábanos de Bloush era un aparato pequeño y veloz, con grandes rotores que en lugar de hacer girar sus aspas las batían como si fueran alas de insecto. Con eso conseguía una buena sustentación —allá arriba sus alas tenían bastante aire que morder— y, lo que era más importante, discreción. El tóptero era un aparato silencioso, la típica sombra que te caía encima desde el cielo y que no veías venir hasta que era demasiado tarde. Eso era bueno para su profesión, y les resultaría útil sobre todo ahora, que se disponían a cobrar una presa que se conocía a la perfección todos los entresijos de su oficio.
Telémacus había sido el más talentoso de los cazadores en otra época, y aunque se hubiese marchado, Arthemis no iba a cometer el error de subestimarlo. Por los dioses, el hecho de que hubiese hundido nada menos que una barcaza de guerra habiendo sido sorprendido pescando, sin más armas que una barquita y una red, demostraba que seguía en forma. Si Arthemis había accedido a traerse a Bloush y a su gente era simplemente para usarlos como carne de cañón, en caso de que las cosas se pusieran feas.
—Ahí está ese poblado de pescadores cero-g —anunció, sobrevolando la línea de casas que se asomaban al acantilado. La salmuera, comprimida por las ondulaciones de antigravedad de la costa, se apelmazaba en las rocas formando una serie de circunvoluciones que desde el aire se veían como bellos anagramas, opacos y espesos como manteca—. ¿Estás seguro de que Telémacus vive ahí?
Bloush, el ragkordi, consultó un aparato con aspecto de rastreador grande y aparatoso.
—Sí. Y aún debe de tener escondida en alguna parte su armadura de randio, porque el material semiradiactivo me aparece claro en el escáner.
—Estupendo. Aterrizaré detrás de ese promontorio y nos acercaremos caminando. Que tus hombres se preparen.
El tóptero tomó tierra escudándose tras un contrafuerte tallado por la naturaleza como si fuera la cabeza de un crustáceo. Las alas se detuvieron dejando un movimiento borroso, zumbante y violento en el aire, y la comitiva de cazadores salió corriendo del aparato. Ocuparon posiciones estratégicas sobre el promontorio que dominaba el poblado y lo barrieron con sus gafas de seguimiento cinético en infrarrojo. Arthemis fue la primera en sorprenderse ante la febril actividad de sus habitantes, que corrían de una cabaña a otra empacando cosas y sacándolas fuera, cada familia haciendo su propio montón.
—Parece que tienen prisa por irse a alguna parte —dijo la cazadora. Bloush asintió.
—Sí… creo que no les gusta que los dravitas hayan entrado en modo reclutamiento. Como los pillen haciendo eso, los van a fusilar a todos.
—Démonos prisa, pues. ¿Te llega más clara la señal del randio?
—Parece proceder de esa choza de techo alto, la novena empezando por la izquierda. —Se dirigió a los Tábanos—. Preparad microgranadas aturdidoras. Modo rebote elástico. —Él mismo preparó cinco de aquellos proyectiles, que podían rebotar contra cualquier superficie hasta siete veces buscando firmas de calor, para liberar sobre ellas una carga aturdidora estática de alto nivel. Bastarían para derribar a un solo hombre… o no, si previamente había tenido tiempo de ponerse su coraza. Pero Arthemis no pensaba concederle el menor cuartel a Telémacus. Era un hombre demasiado peligroso.
La señal del randio llegaba fuerte y clara. Era un material con el que se fabricaban armaduras reactivas kinéticas, o lo que es lo mismo, blindajes que reaccionaban al impacto de cualquier objeto acelerado a velocidades letales endureciéndose justo en el punto del impacto, y disipando esa energía en forma de calor. El residuo térmico se acumulaba en las placas internas de la armadura y servía como escudo ablativo contra láseres y otras armas de energía, por lo que el blindaje era polivalente. No solo protegía a su portador contra la balística tradicional, sino también contra la munición energética más usada, como el plasma o los campos de nulificación atómica. El material era levemente radiactivo, pero eso era lo de menos: ningún cazador había vivido tanto como para sufrir en sus carnes las consecuencias de esa desintegración. Solían morir de maneras expeditivas mucho antes.
—Bajamos a la aldea, ya, ya, ya —ordenó la cazadora. El grupo se desplegó.
Por fortuna para ellos, parecía que los pueblerinos estaban demasiado ocupados preocupándose por su propio pánico como para fijarse en aquellas siluetas que avanzaban amparándose en las sombras. Uno de los zepelines blindados de los dravitas cruzó por la vertical de la aldea, arrojando su ominosa sombra sobre el litoral, pero no se detuvo sino que siguió de largo hacia la ciudad que estaba más al norte. Otros tópteros zumbaban a su alrededor como un nervioso enjambre de abejas.
Arthemis respiró el aire que traían aquellos vientos, tan distinto del de la ciudad, y se llenó de un optimismo despreocupado y vertiginoso. Tal vez fuera la fragancia afrutada de los cultivos de esponjas de mar, que cubrían con una elegante pelusa naranja la costa, pero lo cierto era que en aquel oxígeno había un componente que le recordaba a su niñez. La hizo sonreír. Si algún día se cansaba de su profesión y decidía ocultarse en alguna parte, como había hecho Telémacus, este podría ser un buen sitio.
A los pocos minutos de reptar sigilosamente estuvo frente a la casa de la que surgía la señal del randio. Seguramente sería la vivienda de Telémacus y su familia, si que es que tenía alguna. Vio a Bloush colarse por un callejón lateral y le hizo una señal afirmativa con la cabeza. Iba a entrar. Pero primero echó un vistazo rápido por la ventana, que no tenía cristal sino una cortina. En la penumbra de la habitación había tres personas afanadas en empacar cosas en maletas: una mujer de unos treinta años vestida a la usanza de los pescadores, un chaval que tenía un cierto aire en sus rasgos al propio Telémacus, y un hombre gordo sentado de espaldas cuyo rostro no podía ver. ¿Era el cazador, tanto se había descuidado físicamente? Desde luego, pensó, la vida sedentaria le puede a uno…
En el callejón, Bloush se situó bajo otra ventana y sacó de su bolsillo el puñado de bombas de rebote, listo para arrojarlas dentro. Pero entonces, algo ocurrió: percibió solo parcialmente una sombra que caía sobre él desde el tejado de la vivienda, la cual siguió allí cuando el último y breve instante de dolor explotó en la base de su cuello y acabó con todo. Después, solo la oscuridad.
Arthemis no se dio cuenta de eso, sino que cargó su pistola de pulsos y se preparó para entrar. Una carga térmica en la cerradura ardió con más fuerza que el sol del mediodía, y la puerta se abrió, medio derretida. La mujer y el adolescente retrocedieron asustados, seguramente creyendo que eran las tropas de reclutamiento que venían a su casa, pero el hombre gordo no se movió. Se quedó en el suelo, frente a la maleta que estaba intentando cerrar, y alzó los brazos cuando sintió el arma de la cazadora apoyándose en su nuca.
—Bueno, bueno, pero qué tenemos aquí —sonrió Arthemis—. Así que haciendo las maletas. ¿Nos vamos a alguna parte, Telémacus?
—Sí, es que nos han invitado a tu funeral —dijo otra voz igual de calmada que procedía de su derecha. Y antes de que ella pudiera reaccionar, otro cañón se apoyó en su casco: el del arma de Bloush, que ahora se hallaba en las manos de otra persona, con un frío rubí de luz señalando que su carga estaba al máximo.
La cazadora, sorprendida, dejó de apuntar al gordo y alzó los brazos en pose de rendición. El hombre que estaba detrás de ella, fuera de su cono de visión, tenía la voz de Telémacus.
—Veo que he vuelto a subestimarte —gruñó ella—. Ya me parecía a mí que esta bola de grasa no podías ser tú.
—No, es un amigo que nos está ayudando con la mudanza. Gracias, Yûh, vuelve con tu familia. Aquí me encargo yo.
El hombre sudoroso se levantó y salió de la casa con un traspiés, dándole gracias con la mirada a Telémacus. La mujer y el niño salieron también, llevándose las maletas, de modo que los dos cazarrecompensas se quedaron a solas.
—Sé que tus hombres están ahí fuera, rodeándonos. Diles que se congelen o tú serás la primera en caer, Arthemis.
—Ya están quietos, están escuchando todo lo que hablamos por el canal de radio.
—Bien. ¿Me dirás ahora a qué debo esta intromisión? Creí haberle dejado claro al gremio que me iba, y que no quería volver. —Telémacus se sentó en una silla sin dejar de apuntar a la cazadora, y se puso a mirar el dedo que tenía apoyado en el gatillo como si no le perteneciera. Arthemis giró su casco cromado hacia él, y los reflejos hicieron toda una representación gestual mientras le hablaba.
—Hemos venido por cuenta propia, no por el gremio. Estoy aquí para proponerte un trabajo.
Eso le hizo mucha gracia al hombre.
—Venga ya. ¿En serio? ¿Y no habría sido más fácil enviarme una carta?
—Déjate de tonterías, Telémacus. Los dos sabemos que jamás habrías vuelto si nos hubiésemos limitado a pedírtelo.
—Y aun así has venido.
—Sí, porque creo que mi oferta te puede interesar mucho. No he venido aquí a matarte, sino a obligarte a escucharla. Y una vez lo hayas hecho, comprenderás por qué no puedes decirme que no.
Telémacus le dedicó una sonrisa sin sentido. Le gustaba la desfachatez de la chusma como Arthemis, su arrogancia implícita. Intentó recordar cómo era el rostro de ella, pues alguna vez lo había visto, hacía años… pero no tuvo éxito. Lo único que le venía a la mente cuando buscaba a Arthemis en su memoria era aquel casco plagado de reflejos sobre metal líquido. Telémacus no había cambiado mucho en los últimos años, por lo que para ella sí que sería un rostro familiar: aquella cara llamativa, ligeramente redonda y adornada con bigote y chiva, la boca firme y equilibrada por una nariz de base un pelín acampanada, y unos ojos oscuros siempre fijos en algo que estaba más allá. El rostro atractivo pero a la vez despiadado de un cazador.
—Habla —la invitó—. No sé si te habrás dado cuenta, pero estamos en mitad de un éxodo.
—¿Adónde te piensas llevar a tu tribu, a algún lugar donde no os encuentren los dravitas? Sabes que ese lugar, si existe, está muy lejos de aquí.
—Lo sé, y conseguiremos llegar. Pero eso no es asunto tuyo.
—Puede que sí lo sea. —La cara de Arthemis, sus ojos ahogados en intenso mercurio, se giró hacia él—. Si intentas llevar a tu gente a través del mar cero-g no llegarás lejos. Sé que los dravitas han desplegado todas sus barcazas por temor a que los del Kon-glomerado o el resto de los clanes los asedien desde tierra. Interceptarán vuestra columna de refugiados y os llevarán a todos a las mazmorras de la fortaleza, acusados de fugitivos y traidores al régimen. Pero hay otra opción.
—¿Cuál?
—Te necesito para que me ayudes a entrar en la fortaleza móvil del drav Bergkatse, del Kon-glomerado, a por lo que tú y yo sabemos que esconde dentro. Ya has estado allí y te la conoces al dedillo. Serás nuestro guía.
Telémacus tuvo que combatir el asombro con una buena pastilla de incredulidad. No podía creer que le estuviese diciendo aquella barbaridad en serio.
—Estás de broma.
—Yo nunca bromeo con estas cosas. Dentro de la fortaleza hay vehículos aeroflotadores suficientes como para cargar con toda tu tribu y sus pertenencias, y llevársela muy lejos. Camiones repulsores enormes en los que cabría toda tu tribu. Bergkatse tiene esa tecnología. Con esos camiones podrás atravesar el Yermo de Bering y salir por el otro lado, en las tierras pacíficas del este. Nadie os perseguirá allí.
Telémacus afiló los ojos. La idea podía parecerle descabellada a cualquiera nada más oírla, pues el Yermo de Bering no era lo que se decía un prado alegre. Se trataba de una extensión desértica de más de tres mil kilómetros cuadrados que delimitaba por el este los litorales cero-g, y que se extendía como un desierto tierra adentro, hacia las profundidades del continente. Era justo el camino en sentido contrario al mar que tenían como única alternativa, si no se arriesgaban a navegar. Pero no era una opción fácil. Circulaban muchísimas leyendas sobre los peligros que aguardaban a los incautos que se arriesgaban a atravesarlo, pues muy poca gente —tan solo los exploradores que iban en busca de reliquias tecnológicas— se aventuraba en aquellas vastas desolaciones. Y aun así, muy pocos regresaban con vida.
El desierto tenía sus secretos, como casi todo en aquel planeta. Y no deseaba compartirlos con los seres humanos.
—El camino del Yermo es un suicidio —gruñó Telémacus, sabiendo que decía una obviedad.
—Lo es si no tienes el equipo adecuado, pero con los camiones de Bergkatse tendréis una oportunidad. Una vez estéis al otro lado de los barrancos de Devianys, ya no os perseguirán. Esas tierras lejanas no les interesan a los clanes.
Telémacus se lo pensó bien antes de contestar. Realmente, opciones había pocas. Lo que ella le acababa de contar sobre el despliegue de las barcazas dravitas seguramente sería cierto, no un farol, y si eso era así, entonces el camino del mar estaría cerrado. Ir por allí sería un suicidio para su gente. ¿Pero acaso el Yermo no lo era? ¿Es que ya no se acordaba de los cuentos que contaban los viejos en las tabernas sobre criaturas mutadas por extrañas energías que habitaban las estepas de fuego, o las tormentas de psicoprobabilidad, o los géiseres de tiempo estocástico? ¿Acaso no le ponían los pelos de punta las historias sobre cementerios enterrados en la arena de soldados androides de la última guerra, cuyos huesos descansaban como tibias quemadas bajo aquel sol abrasador, y que se levantaban como zombis cuando algo vivo pasaba cerca?
Sí, el Yermo de Bering era una auténtica frontera natural que separaba los dos lados del continente, y los clanes no estaban interesados en conquistarlo precisamente por la poca relación que había entre costes —elevadísimos— y beneficios —magros como ellos solos—. Si los lumitas lograban atravesarlo y llegaban ilesos al otro extremo, quién sabe lo que encontrarían allí… pero seguro que no sería lo mismo que tenían aquí, y que ya estaba poniendo sus vidas en peligro. Esa incertidumbre era un premio en sí misma.
—Está bien, acepto el trato —dijo con un siseo—. Pero añade esta condición: te ayudo a entrar en la fortaleza móvil y a recuperar la Llave de Iridio, y a cambio tus chicos y tú no solo me ayudáis a traer hasta aquí los camiones aeroflotadores del Kon-glomerado, sino que tú, en persona, me ayudarás a conducirlos por el Yermo.
Arthemis se tensó. Por un momento olvidó su condición de rehén, de persona que se encuentra en el lado equivocado del arma, y se puso en pie, indignada.
—¿¿Qué?? ¡Ni hablar, amigo! Yo te proporciono el material, los vehículos, y tú te las arreglas para conducirlos. Ese es el trato.
—No, no lo es. Yo solo no puedo, y aquí no hay nadie más que sepa hacerlo. Lo tomas o lo dejas, belleza de nariz cromada: te daré la llave, convirtiéndote en la mujer más poderosa de Enómena, y tú me ayudarás a conducir los camiones. Es eso o nada. Si no te interesa… ese agujero de la pared se llama puerta.
Ella apretó los puños hasta que sus nudillos se pusieron blancos bajo los guantes. Un estallido de argot por fuera de la casa les indicó que los aldeanos ya estaban listos para partir: todo el mundo había sacado lo mínimo indispensable de sus hogares y lo habían empacado para salir por pies en cuanto fuera posible. Adónde irían, era harina de otro costal.
—Está bien, capullo —claudicó Arthemis, lustrosa como una orca, su casco acariciado por ondas de mercurio—. Conduciré tu maldito camión. Pero como se me coma un insecto mutado gigante en medio del desierto, te vas a enterar.
Telémacus sonrió.
—¡Genial! Me encanta hacer tratos con gente tan voluntariosa. Venga, reúne a tu gente y despierta a ese imbécil de Bloush, que está tirado en el callejón de atrás. —Su rostro adquirió un aire triste—. A mí me queda por delante lo más difícil: contarle todo esto a mi mujer y a mi hijo, y sobrevivir. Seguro que no les va a hacer la menor gracia.
Nunca se pronunciaron palabras más proféticas que esas en la historia de aquella aldea. Pero eso el cazador ya lo sabía. Aun así, como dijo un explorador de la antigüedad, «la auténtica valentía es tener miedo, y ensillar de todas formas».
Y aquel día, Telémacus Olfhen ensilló su caballo, aunque no supiera exactamente adónde iba a llevarle. Ese día se dedicó, antes de salir, a un plato de gachas que le había preparado su hijo, denso y humeante y con olor a un lugar muy lejano.