Cada época tiene sus anhelos y miedos, lo que se puede verificar en sus obras literarias. En el romanticismo se exaltaba el sentimiento y la figura del héroe, así como la intensidad de las emociones; en el post-romanticismo esta visión cae y es reemplazada por el realismo social, el cual pretende ser prácticamente una imagen fidedigna del mundo, incluso llegando a poner en juicio valores dentro de las llamadas novelas de tesis. En la actualidad, predominan gran variedad de géneros, entre ellos la ciencia ficción, que se vuelve más rica y experimental, atendiendo una gran gama de problemáticas coexistentes en el presente. Podría decirse, que es la última vanguardia en cuanto a la literatura fantástica o ficción especulativa.

           Este grupo llamado ficción especulativa donde se incluyen tanto al terror, género gótico, fantasía, cuento fantástico y hasta el realismo mágico. ¿Y cuál es el criterio para enmarcarlas bajo este término?

            Según parece, contrario a la literatura «realista» o «seria», la ficción especulativa, como su nombre lo dice, especula con elementos no propios de la realidad inmediata. Cosas que no existen, tanto personas, animales, mundos y fenómenos naturales o sobrenaturales.

           Muchas teorías científicas en su momento fueron una ficción especulativa por la falta de pruebas experimentales y las limitantes tecnológicas para llevarlas a cabo. Algunas resultaron erróneas y podrían considerarse tópicos exclusivos de la fantasía, como el caso de la generación espontánea, las proteínas como material genético o el ADN con tres hélices propuesto por Pauling

            Si alguien escribe una obra donde es posible editar los genes y al cabo de los años se hace realidad (como lo sucedido con el relato Música en la sangre de Greg Bear), eso significaría que el elemento especulativo deja de existir y… Música en la sangre ya no es ficción especulativa, ¿sino simplemente ficción?

            Cabría considerar que tanto la literatura «realista» como la literatura «especulativa», tienen algo en común: cuentan historias. Su diferencia estribaría en cómo retratan la realidad y qué aspectos quieren que se vean de la misma.

           Tanto Raymond Carver como Philip K. Dick o incluso Stanislaw Lem, nos cuentan historias y nos presentan personajes capaces de sentir, pensar y reflexionar sobre asuntos humanos que nos involucran a nosotros (porque somos humanos, claro está). Claro la comparación podría ser extravagante, teniendo en cuanta que Carver escribía el llamado «realismo sucio», mientras que Philip. Dick y Stanislaw Lem escribían «ciencia ficción». Pero, al final de cuentas, las obras de los tres pueden ser leídas y uno a su vez puede aprender algo de ellas. De Carver las emociones humanas y situaciones de tensión cotidianas; de Dick los retos de la humanidad a nuevas tecnologías y sus implicaciones morales, espirituales y políticas, y de Lem los retos de nuestra especia al enfrentarse a lo desconocido.  

           Si leemos una epopeya griega, una novela pastoril del renacimiento, o una de las historias de Voltaire, escritas muchos siglos atrás, encontramos personajes que nos transmiten preocupaciones, que, a pesar del tiempo, siguen vigentes. A pesar de los elementos fantásticos o la verosimilitud de la realidad narrada, en el fondo estas historias nos muestran algo, pudiendo utilizar metáforas y simbolismos que representan virtudes o carencias humanas. Ya sea en la forma de dioses, dragones, magos, gigantes o tecnologías que no existen. En el fondo se trata de metáforas con un significado.

           En nuestra época este tipo de elementos metafóricos o simbólicos, que nos permiten hacer hipérboles de situaciones actuales, son los progresos en la ciencia.

            Hace siglos, el elemento especulativo era menos «científico», sobre todo si consideramos que el método científico como tal no existió hasta después del siglo XV. Muchas historias, anteriores al método científico como lo conocemos actualmente, utilizaban elementos fantásticos o simbolismos, tal como Los viajes de Guilliver, donde Jonathan Swtif se burló de la sociedad inglesa, al igual que Micromegas de Voltaire, o incluso la Divina Comedia.

            Sobre esto, considero que la ciencia ficción, más que un género, sería una consecuencia del contexto histórico en la manera de relatar historias.

            Quizás, en unos siglos, cuando la ciencia encuentre nuevos horizontes, o surjan nuevas ramas del conocimiento para entender el mundo, los nuevos autores escriban obras de «filosofía científica ficción», «cosmología especulativa», «físicocuántico-neurobiología ficción» o «transdimencionalidad espacial especulativa»; entre otras posibles vertientes hipotéticas imposibles de imaginar para nosotros.

           Retomando lo anteriormente dicho, la ficción especulativa, y la ciencia ficción en concreto resaltan características humanas, lo que nos agrada y lo que no nos agrada. En algún tiempo las fábulas cumplieron este cometido, usando a los animales como alegoría de conductas; después, con el descubrimiento de América y el cambio total de paradigma sobre el entendimiento del mundo, las novelas de aventuras se hicieron populares (era habitual encontrar ficciones donde aparecían hombres gigantes y cíclopes y otras criaturas lejanas de la realidad, que no distan de muchas obras de ficción actuales en retratar el miedo humano a lo desconocido); con la industrialización apareció la ficción científica y sus vertientes que vinieran a cuestionar las prácticas de la época y el potencial de algunos inventos, tal como lo hiciera Mary Shelley y H.G. Wells.

           Mary Shelley, con Frankenstein, relataba su propia versión del mito de Prometeo, usando elementos especulativos de su época. De acuerdo con el biólogo Antonio Lazcano:

Detrás de esta manera ficticia de crear vida pensada por Mary Shelley al escribir este libro, hay toda una época de gran libertad intelectual, aún sin fronteras claras entre el ámbito filosófico y el ámbito científico (…) En primer lugar, la aceptación de una perspectiva temporal de la biología en la que los seres vivos podían evolucionar sin intervención divina, propiciado esto por la primera teoría evolucionista, o la última transformista, de Jean-Baptiste Lamarck. Y, por otro lado, la disolución de la frontera que solía separar nítidamente los procesos físicos de los biológicos

           Por su parte, cuando H.G. Wells escribió La guerra de los mundos, La máquina del tiempo y Los primeros hombres de la Luna, el autor inglés no pretendía entretener al lector con aventuras espaciales o especular sobre razas extraterrestres, mucho menos era consciente de estar escribiendo «ciencia ficción»: su cometido era advertir al lector sobre asuntos de su presente.

           En La guerra de los mundos, un ejército de marcianos, con tecnología avanzada, invade la Tierra y provoca un holocausto mundial. Sin embargo, no eran los marcianos lo que interesaban a H.G. Wells, sino la brutalidad de la sociedad europea en las colonias africanas en plena era industrial. En aquella época eran comunes leer en los periódicos reportes lejanos del ejército británico enfrentándose a tribus que terminaban exterminando y esclavizando. Bastante similar a lo que describe Wells con los marcianos. Claro que, si Wells escribía una novela donde literalmente denunciara las atrocidades de los colonizadores en los pueblos africanos, posiblemente se viera en problemas por disidente y antipatriota. Así que, cambió a los colonizadores por marcianos y a las tribus indefensas por la humanidad en general. Un cambio de elementos superficiales que en el fondo tiene la misma esencia. El lector, al leer la destrucción que ocasionan los marcianos, desea que eso no ocurra. Teme por su civilización y sus seres queridos. Imagina a los trípodes llegando a su ciudad natal mientras disparan a todos los edificios, calcinan personas y destruyen todos los vestigios de su cultura.

¿Qué terrible, ¿no?, ¡Sería una tragedia que algo así ocurriese en el mundo actualmente!

            Mientras tanto, en Los primeros hombres en la Luna, se narran las aventuras de unos astronautas ingleses en la Luna y la lucha que tienen con los selenitas (sus habitantes natales). Piensan en la explotación minera de nuestro satélite y el empleo de la mano de obra de los selenitas, en el caso de que haya más expediciones. Los protagonistas se plantean estos dilemas a lo largo de la obra constantemente. De nuevo, el autor oculta a la vista del lector la preocupación por el exterminio colonial y la explotación de los recursos naturales de sus territorios.

            La obra de Wells, por la particularidad de sus elementos en sus historias fue clasificada como «ficción científica», sobre todo por incorporar elementos como la tecnología futura, esto en sintonía con el optimismo en el progreso científico de la época. Sin embargo, Wells no era tan optimista, como pudo serlo Julio Verne, sino que se mostraba escéptico del camino que tomaba la ciencia y su uso por parte de una humanidad con una moral cuestionable; cosa que se vería en la primera y segunda guerra mundial.

            Ahora la ciencia ya no parecía la panacea, sino una caja de pandora de donde salían horrendos monstruos tecnológicos bajos la forma de armas mortíferas, como misiles, tanques, ametralladoras y bombas atómicas capaces de matar a más de cien mil personas en un abrir y cerrar de ojos.

            Es aquí donde la llamada ficción científica, o ciencia ficción, cobra su relevancia, al exponer peligros latentes en el instante en que la obra fue escrita. Así como preocupaciones, carencias y anhelos.

            No se trata pues, de predecir el futuro por el mero hecho de hacerlo, sino advertir sobre lo que ocurre y sus últimas consecuencias.

¿Y si toda la literatura es ficción especulativa?

            Hay cierta discusión sobre el nombre de la literatura que incorpora elementos externos a la realidad inmediata, la llamada ficción especulativa, que, por otra parte, autores como Alberto Chimal en México, emplean el nombre literatura de la imaginación, sin embargo, este me parece un término redundante y hasta confuso, si tenemos en cuenta que, para hacer literatura, sea realista o fantástica, se requiere imaginación. La construcción de diálogos e imágenes, desarrollo de personajes y la historia que se cuenta requiere imaginación, desde obras aparentemente tan dispares como Ficciones de Jorge Luis Borges hasta El Guardián entre el centeno de J. D. Salinger. Incluso en cosas que aparentemente no requieren mucho procesamiento de ideas, la imaginación está siempre presente: para pensar qué comer, a donde ir de vacaciones, qué ropa vestir y otras actividades como la ciencia, donde para la formulación de hipótesis y el diseño de los experimentos se requiere de imaginación.

            Sobre este último punto, ¿significa eso que debemos distinguir una «ciencia de la imaginación» y una «ciencia experimental post-imaginaria»? Creo que no.

           También creo también que el término literatura de la imaginación resulta en inevitablemente en la descripción de toda la literatura, hasta la que no corresponde a la ficción, como los reportajes, crónicas, artículos científicos y hasta los instructivos para armar una computadora. El ser humano es un animal de ideas, e inherentemente todo lo relacionado con su existencia tendrá gran relación con la imaginación.

            De acuerdo con el autor Alberto Chimal:

«Pero en los últimos 50 años, desde el primer gran éxito de la novela El Señor de los Anillos de J. R. R. Tolkien, las palabras “literatura fantástica” han sido secuestradas por los grandes consorcios editoriales, y reducidas: ahora nombran un “género” estrecho, la descripción “estándar” de miles de obras más o menos homogéneas, escritas casi siempre en inglés y luego importadas aquí. Para muchos lectores, lo “fantástico” ya no se entiende como tal si no trae dragones, magos con gorros o varas, castillos medievales y otros accesorios semejantes, y no merece consideración si está escrito por alguien entre nosotros. Y es una pena, porque aquellos autores del siglo XX, como muchos de hoy, deseaban usar la imaginación fantástica para reflexionar sobre la realidad de muchas formas diferentes y no para contar siempre, más o menos, la misma historia, con la misma ideología y la misma visión de las cosas.

   Por esta razón, muchos narradores interesados en estos asuntos están hoy (estamos) buscando otros nombres para esas historias. En el propio mundo de habla inglesa se habla de “weird fiction”, por ejemplo, y aquí de literatura de imaginación. Esencialmente es lo mismo: se trata de expresar ciertas experiencias humanas, sobre todo de nuestro interior –anhelos y temores, sueños y pesadillas– mediante imágenes en las que no creemos, para preguntarnos cómo definimos lo que es cierto, quién nos enseña a hacerlo, de qué otra forma imaginar no sólo un mundo ficcional, sino la vida cotidiana. Cómo cambiar lo que algunos creen, porque les conviene, nuestro “destino fatal”, nuestra “condena” a los males que ya sabemos» (Alberto Chimal, 2016»).

           De esto puede inferirse que el término literatura de la imaginación viene a ser la consecuencia de la saturación de obras superficiales, de baja calidad literaria, con elementos repetitivos o fórmulas calcadas y además plagadas de clichés, que han terminado por socavar la idea de la literatura fantástica, ahuyentando a los lectores «serios» de toda obra que se autodenomine «fantástica».

            Puede verse esto en el gran entramado de novelas juveniles de corte distópico y de fantasía tan de moda durante los últimos diez años, como Los juegos del hambre, Divergente, Cazadores de sombras, Percy Jackson y los dioses del Olimpo. Si alguien presenta un libro, serio, y dice que se trata de una novela distópica, lo más probable es que nadie la lea por asociar a la distopía con las obras comerciales antes mencionadas que han saturado el mercado editorial, tal como ocurrió con los libros de caballería en la época de Cervantes o las telenovelas dramáticas y sentimentaloides en América Latina.

            Literatura de la imaginación; parece ser, un término para distinguir la literatura fantástica seria, o que tiene una propuesta más profunda en contraposición con la literatura comercial y vacía.

            Esto se parece bastante a la situación con los términos de cine comercial y cine de arte o cine de autor. Claro que, en este caso, se trata de lo mismo: del cine. Cine de arte o cine de autor pretende dar más seriedad y asegurar que el consumidor verá películas supuestamente con de mayor calidad artísticas. Sin embargo, no puede negarse existen películas de cine de arte que son obras pretenciosas y que nunca terminan por contar absolutamente nada; y que así mismo, existen películas de cine comercial que son consideradas obras maestras.

            Lo mismo puede decirse de las obras literarias en general. Hay libros buenos y malos de tipo realista; como también hay libros buenos y malos en los de corte fantástico. Como también hay buenos y malos reportajes, reseñas, ensayos, artículos científicos (algunos llegan al plagio o a la falsificación de datos) y un sinnúmero de ejemplos.

            A todo esto, lo que juega en la terminología de la literatura y en muchas otras expresiones artísticas, son los mercados y no las obras en sí.

            Jonnathan Swift seguramente no se estuvo rebanando los sesos pensando en qué género enmarcar Los viajes de Guilliver, cuando bajo en el anonimato mandó el manuscrito de la obra a la imprenta de su ciudad. Él simplemente se enfocó en contar algo y publicarlo, sin estar pensando si su novela era del género de aventuras, o de corte fantástico o de ciencia ficción (sobre todo si tenemos en cuenta el episodio del libro donde se relata una isla flotante y se mencionan 2 satélites orbitando Marte).

            Lo mismo me parece que ocurre con Antoine de Saint-Exupéry al escribir El principito. Sobre esta obra, he oído muchas opiniones favorables de personas que afirman que les cambió la manera de ver el mundo y la vida. Sin embargo y lo más curioso, es que nunca he escuchado que se refieran a este libro como una obra de literatura fantástica o de ciencia ficción o de surrealismo; esto a pesar de que incorpora elementos como la existencia de planetoides habitados por personajes paródicos, o se narren aventuras por el espacio, o incluso, en el mismo personaje, que, bajo los términos de la ficción especulativa o ficción científica, se trataría de un extraterrestre. No. Nada de eso. La gente que me ha hablado de ese libro simplemente me lo recomienda porque le ha parecido bueno.

            Entonces, ¿es necesario un término para distinguir una buena obra con elementos simbólicos, alegóricos y fantásticos, de una obra que también los tiene pero que lejos de ser buena es muy mala y mediocre?

            Quizás la respuesta no sea acuñar nuevos términos cada vez más rebuscados y que más que ayudar a los autores los apartan; todo con el fin de separar cada vez más la ya de por sí separada literatura. Una buena obra sobresale por su calidad y el efecto que deja en el lector, sin importar si su género es de corte fantástico o realista. Ejemplos de obras que me parecen abrumadoras por parte de la ciencia ficción son 1984 de George Orwell, Solaris de Stanislaw Lem, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? De Philip K. Dicko La guerra de las salamandras de Karel Čapek; y no porque sus elementos científicos y tecnológicos sean exactos, rigurosos o muy «científicos», o hayan predicho el futuro, sino por la historia que logran contar, la profundidad de sus personajes y las reflexiones a las que llegan.  

            Imagínenos (Dios no lo quiera) que un día se publican de repente muchas obras mediocres catalogadas como literatura de la imaginación. ¿Qué pasará?, seguramente, que nadie querrá leer estos productos; por lo que los autores «serios» tendrán que buscar otro nombre para distinguir la literatura de la imaginación que, si vale la pena leer y la literatura de la imaginación que no vale la pena leer, y así poder publicar tranquilos sus obras sin sufrir el estigma causado por sus competidores.

            Y, sin embargo, no es el único término aceptado que me causa conflicto, resultando ser hasta innecesario. ¿Qué hay de la ficción especulativa?

            El término «especulativo» me resulta extraño, paradójico y contrapuesto, al igual que con la «literatura de la imaginación». Imaginar un diálogo que nunca tuvo lugar, estaría entrando en el terreno de la especulación, lo es incluso apostar por un equipo de futbol que aún no juega, predecir la elección de un candidato presidencial. Lo especulativo está dentro de nuestra vida cotidiana, por lo que decir que la ficción especulativa es exclusiva para los géneros más «fantasiosos», resultaría más que confuso y redundante.

            Muchos personajes de la literatura universal no existieron, o bien, pudieron basarse en personajes reales, sin embargo, sus palabras y acciones divergen de lo que realmente ocurrió. ¿Es, en este sentido, la literatura universal, una ucronía?

            Tal vez cada uno de nosotros somos ucronías andantes, especulando sobre nuestras acciones y pensamientos.

            Como ya lo he expuesto en varias ocasiones a lo largo de este texto, las clasificaciones de la literatura no vendrían a ser una necesidad misma de la obra en sí, sino una necesidad arbitraria para colocarlas en el mundo comercial y venderlas. Las librerías o incluso las plataformas de streaming tienen su contenido separado en tópicos que comparten características en común, así siendo más fácil identificarlas para el consumidor.

            Bajo estos términos los libros, cuentos, poemas, ensayos y toda la producción imaginativa hecha por los seres humanos, no son más que productos expuestos al mundo, los cuales se consumen y adquieren cierto valor. Quizás en estas condiciones literatura de la imaginación o literatura de la imaginación fantástica (variación del término que me parece más completa), cumplen su cometido al servir como etiquetas que ponen en primera plana sus productos, evitando así que se entremezclen en el denso mar de las publicaciones literarias.

            Ya si encontramos obras buenas y malas, y en consecuencia la invención de términos para distinguir entre su calidad y características particulares, eso podría deberse a las empresas editoriales y sus afanes de vender más que presentar nuevas propuestas originales y sustanciosas. Vender por vender.

            Volviendo a la ficción especulativa: todas las historias, sean realistas o no, son ficciones que especulan. Son ficciones con cierto grado o intensidad en cuanto al uso de elementos metafóricos o simbólicos; pero siempre compartiendo la característica de contar y enseñar algo.

            Por lo cual me pregunto lo siguiente:

¿Y si toda la literatura es ficción especulativa?

            A este punto, la ciencia ficción, la fantasía, el terror, las novelas románticas, históricas, novelas negras o policiales y las obras «realistas» y hasta costumbristas tienen el mismo valor y calidad y hasta me parece que no hay ninguna distinción entre todos estos géneros o vertientes.

            Lo ideal sería emplear sólo el término «ficción». Cosa difícil teniendo ya impuestas las etiquetas de géneros y subgéneros; en los que hay reglas específicas para «escribir» ese tipo de obras, aspecto que resulta limitante para autores que quieren darse a conocer, y quienes llegan fácilmente a la frustración por no encajar en los moldes comerciales y no ser reconocidos.

            De alguna manera, considero que los géneros, subgéneros, todas sus reglas y el ambiente editorial que los rodea, presentan cierto hermetismo característico de sectas o logias (cosa que no sorprende ya, y que no es un secreto).

            ¿Por qué no sentir la literatura simplemente?

            ¿Por qué no disfrutar de una obra, independientemente de su género y sentirnos plenos como lectores porque lo que acabamos de leer nos gustó?

Ciencia ficción: consecuencia de una época donde la ciencia es la respuesta a todo.

            La ciencia ficción, retomando las ideas expuestas anteriormente, sería solo una vertiente de este empleo de simbolismos y metáforas, consecuencia de una época donde la ciencia se ha convertido en una herramienta muy empleada por la sociedad y parte fundamental de la misma, siendo un claro referente en cuanto a la realización de los anhelos y temores humanos.

           Es quizás, junto a todo el resto de la literatura, uno de los mejores documentos históricos que existen para entender las sociedades presentes y pasadas.

           Bien lo demuestra la novela satírica La guerra de las salamandras de Karel Čapek, quien relata cómo unas salamandras inteligentes son sometidas como mano de obra barata por parte de las potencias europeas y cómo las mismas terminan en una guerra mundial por el control de los continentes y los océanos. Aquí a Karel Čapek no le interesaban las salamandras sino lo que significaban: el peligro de la Alemania nazi.

            Un sinnúmero de casos similares puede citarse, como las advertencias de George Orwell relató sobre el control autoritario por parte de la Unión Soviética en su novela 1984, denunciando las purgas soviéticas y las persecuciones políticas y la extrema vigilancia. Cosa que, actualmente está representada por el régimen chino y el espionaje que ejercen numerosas industrias de telecomunicaciones como Facebook.

            Cabe preguntarse algo ¿De qué nos advierten las obras de ficción especulativa actualmente?

           Tenemos la carta servida, con tantas obras actuales, en las que lo mejor que puede hacerse es leerlas y tener una mirada cautelosa, descubriendo bajo los adornos de los elementos especulativos una realidad palpable que está frente a nuestros ojos.