ATENCIÓN: EL ARTÍCULO CONTIENE SPOILERS DE CONAN, EL BÁRBARO (1982). SE RECOMIENDA SU VISIONADO PARA UN MAYOR DISFRUTE DE LAS SIGUIENTE LÍNEAS.

El fuego y el viento vienen del cielo, de los Dioses del cielo. Pero Dios es Crom; Crom que vive en la tierra. Antes, los Gigantes vivían en la tierra, Conan, y, en la oscuridad del caos, engañaron a Crom y le arrebataron el Enigma del Acero. Crom se irritó ¡¡¡Y LA TIERRA TEMBLÓ!!! El fuego y el viento derribaron a aquellos Gigantes y arrojaron sus cuerpos a las aguas. Pero en su ira, los Dioses olvidaron el Secreto del Acero y lo dejaron en el campo de batalla. Nosotros lo encontramos. Sólo somos hombres. Ni dioses ni Gigantes, sólo hombres. Y el Secreto del Acero siempre ha llevado consigo un misterio. Tienes que comprender su valía, Conan. Tienes que aprender su disciplina. Porque en nadie, en nadie de este mundo puedes confiar. Ni en un hombre ni en una mujer ni en un animal… En esto sí puedes confiar.

Con este monólogo que adopta la forma de un rito iniciático de un padre hacia su hijo, tras la forja de una espada entre el fuego de la fragua y el hielo de las montañas, da comienzo una de las historias más épicas, valientes y profundas que la década de los ochenta nos ofreció.

La búsqueda de nuestra propia identidad, el continuo choque entre determinismo y libre albedrío y el sometimiento, o no, a fuerzas superiores a nosotros como medio de explicar la realidad del mundo que nos rodea han sido leitmotivs recurrentes a la largo de los ríos de tinta trazados por los más diversos filósofos, pensadores, eruditos y charlatanes de todas las culturas y procedencias. Por lo tanto, no es de extrañar que los grandes guionistas, como alquimista de la narrativa que emplean el cine como medio para remover las conciencias del gran público, descubriesen largo tiempo atrás el poder que una buena historia. La sencillez, vista como una virtud y no como una flaqueza en estos casos, constituye todo un punto de partida para narrar una sucesión de acontecimientos que no tiene por más objetivo que el de plantar la semilla de una idea en nuestro subconsciente. Un bárbaro, su espada obtenida en las profundidades de una vetusta gruta y uno de los sentimientos más primarios y poderosos que existen, la venganza, son los únicos ingredientes que subyacen en lo que me dispongo a contarte en estas líneas, mi buen lector. Pues, al igual que el narrador cuya voz escuchamos al comienzo de la cinta que hoy nos atañe, debo decir que (pésimas traducciones realizadas en la década de los ochenta aparte) mi intención no es más que la de narrarte una historia.

En aquellos tiempos, cuando los océanos separaron el Atlantis, y surgió el amanecer de los soles de Aries, hubo una época increíble en la que Conan estaba destinado a llevar la joya de la corona de Aquilonia sobre unas tierras en peligro. Sólo los suyos fueron los que muy particularmente pudieron contar su saga. Yo quiero contar todo sobre aquella época de suma aventura…

Esto que acabas de leer es simple y llanamente un mito. La ilusión de un relato que jamás aconteció pero que, sin embargo, posee la premisa perfecta para convertirse en la historia más grande jamás contada.

Hoy, más allá de los valores de producción de un film que ha terminado por convertirse en toda una obra de culto de ese subgénero tan de nicho (y tan injustamente maltratado) como es la «espada y brujería» o de la verosimilitud con respecto a la obra original del incomprendido genio Robert E. Howard, nos adentraremos en un aspecto que anida mucho más allá de lo que cualquier obra, ya sea audiovisual, escrita o imaginada, puede ofrecer.

conan 2

Conan, el Bárbaro (1982) de John Milius es con mucha probabilidad (sé que la siguiente afirmación puede resultar cuánto menos sorprendente dados los parámetros actuales de absoluto rechazo entre los «académicos y estudiosos del séptimo arte» a toda obra que no haya sido realizada por algún director de apellido impronunciable procedente de alguna antigua república yugoslava) una de las películas con mayor profundidad y complejidad simbólica de lo que cabría catalogar como cine moderno.

El monólogo con el que arrancamos esta disertación nos introduce un concepto, EL ENIGMA DEL ACERO, que aparentemente no es más que un recurso narrativo «de segunda» que servirá como hilo conductor para plantear el desarrollo de un personaje sobre el que mucho se podría debatir (te invito a encontrar otra obra en la que su protagonista tenga tan pocas líneas de diálogo como el bueno de Arnold en esta cinta).

¿Qué pensarías si te digo que esta película es una riquísima y tristemente menospreciada alegoría del übermensch (superhombre) de Nietzsche? Quizás me llamarías loco. Probablemente dirías que soy un friki trasnochado con demasiado tiempo libre que malgastar revisionando una y otra vez películas que me transportan a mundos fantásticos que me alejan de la realidad. Aun siendo todo ello bastante próximo a la realidad, en las siguientes líneas trataré de hacerte cambiar de opinión y, si no lo consigo… «¡VETE AL INFIERNO!»

«Y el Secreto del Acero siempre ha llevado consigo un misterio». ¿Acaso no es esta la mejor manera de empezar una película? Con esta sencilla frase, Milius nos invita a adentrarnos en su visión de la Era Hiborea de Howard y que de esta manera nos pongamos en la piel de ese niño cimmerio que escucha con atención las enseñanzas de su padre. Junto a Conan, nosotros, como espectadores y testigos de su saga, debemos descubrir cuál es ese Secreto del Acero.

Ahora bien, no nos lo pondrán fácil. El cine no ha sido siempre un somnífero masticado hasta la extenuación que insulta continuamente la inteligencia del espectador. Hubo un tiempo soñado en el que se tenía por un medio para hacer reflexionar. Esa era su magia. Tras dos escasas horas de celuloide, pasar noches enteras pensando y debatiendo con amigos acerca del mensaje, el significado y la magnitud de lo que uno había contemplado. Pero bueno, titulares pedantes aparte, vayamos «al turrón».

A lo largo de esta cinta, podemos llegar a distinguir hasta tres respuestas posibles a ese etéreo enigma que se nos plantea al comienzo. La primera de ellas la obtenemos nada más iniciar nuestro viaje, con las últimas palabras del padre de Conan. «Porque en nadie, en nadie de este mundo puedes confiar. Ni en un hombre ni en una mujer ni en un animal… En esto si puedes confiar». Para él, la respuesta es clara y sencilla. El enigma del Acero está en su fuerza, en la maestría para dominar el arte de la espada, tanto en su elaboración (una artesanía con claros tintes sacros para su pueblo) como en su manejo. Confiar en la destreza para dominar el acero. Ser uno con la hoja. Sin embargo, tal como nos deja claro la película a los pocos minutos, el padre de Conan se equivoca. El asalto a su poblado, el robo de su espada y la muerte de este jefe tribal sin ninguna épica ni gloria, nos revelan la cruda verdad. El mismo que nos planteaba el enigma se equivocó a la hora de darle respuesta.

Avanzando en la trama, tras numerosas vicisitudes tales como pasar una década siendo esclavo y gladiador, comprobamos que Conan se ha convertido en un hombre fuerte y ducho en el arte de la muerte que tiene un único propósito en la vida, acabar con aquellos que exterminaron a su pueblo. Una historia de venganza en toda regla.

Es en el que podríamos decir que se trata del punto medio de la cinta, entre el primer y el segundo acto, cuando Conan se reencuentra con el antagonista de esta historia (responsable del asalto a su poblado y líder mesiánico de un culto de fanáticos de las serpientes), cuando se nos plantea una segunda respuesta a la incógnita inicial. Tras una grotesca exhibición de su todopoderoso control sobre sus acólitos, en la que una sencilla orden basta para que una joven muchacha encuentre su fin arrojándose al vacío, Thulsa Doom (interpretado por el mismísimo Darth Vader) le revela a nuestro austriaco favorito la que para él es la solución al enigma.

La fuerza y el poder de la carne. ¿Qué es el acero comparado con la mano que lo maneja?

conan 4

Como cabeza de esta iglesia del fin de los tiempos que busca implementar un nuevo orden a base de la corrupción de las mentes, el personaje interpretado por James Earl Jones tiene muy claro que lo más importante en la vida es el poder de controlar a los demás. El sometimiento de todos a sus enfermizos designios. El acero no es nada si no se tiene poder sobre la carne.

Conan tiene tiempo de sobra para reflexionar sobre todo esto cuando es crucificado en el «Árbol del Infortunio», una suerte de gólgota hiboreo en el que el protagonista sufrirá su caída más dolorosa sólo para alzarse de nuevo (con la inestimable ayuda de sus compañeros y del amor de su vida, la valquiria Valeria) y así poder enfrentarse a su enemigo en una revancha narrada en la que quizás sea la mejor escena de la película, la de la orgía, en la que Basil Poledouris nos recuerda una vez más que su banda sonora es una de las más grandiosas que nos ha regalado el cine.

Sin embargo, la historia del bárbaro es una de pérdida. Durante este asalto, orquestado con el objetivo de recuperar a una princesa secuestrada (no nos olvidemos que esta historia tiene muy claro desde un primer momento a lo que juega) pierde a su amor, artífice de su resurrección unos minutos antes.

Un hombre normal habría llorado y se habría hundido en un pozo de culpa, lamentos e ira. Pero no este nuevo Conan. Él se cobrará su venganza (cuya factura no hace sino aumentar) de manera fría, calculada y sin emplear los embrujos y manipulaciones de su enemigo.

Tras una épica batalla que cuesta creer que fuese rodada a principios de los ochenta, y con la sobrenatural ayuda de su amada Valeria (un personaje tan carismático que bien podrían muchos de hoy en día coger notas al respecto) que, tal como le prometió unas pocas escenas antes, ha regresado de entre los muertos para luchar a su lado, Conan derrota a los caudillos de Thulsa Doom, uno de los cuales (Réxor) aún poseía la espada robada a su padre. Dicha hoja, quebrada por un poderoso golpe de la espada atlante del cimmerio, es recogida por un victorioso Conan que ya está a un solo paso de resolver el tan ansiado enigma.

Nos queda el duelo final. Las llamas de las antorchas que sujetan los miles de seguidores del culto de las serpientes son batidas con los fríos vientos de una noche sin estrellas. En lo alto de la pirámide desde la que Thulsa Doom da su último discurso mesiánico, Conan emerge de entre las sombras para poner fin a toda esa barbarie (valga la redundancia). Va a pecho descubierto y en su mano porta la espada quebrada de su padre. No precisa de más.

¿Quién te ha dado el deseo de vivir? Yo soy la fuente de la que tú manas. Cuando yo no exista, tú jamás habrás existido. ¿Cuál sería tu mundo sin mí, hijo mío?

Resulta magistral que sea en ese encuentro final entre protagonista y antagonista, cuando este último trata de emplear sobre Conan su arma más mortífera para tratar de doblegarlo, la persuasión de la palabra, donde el cimmerio resuelva el Enigma del Acero. En el rostro maravillosamente sobreactuado de Schwarzenegger podemos ver que él ya ha obtenido su respuesta. Las propias palabras de su enemigo le han hecho despejar esa última cortina de humo. Los trucos mentales y la hechicería ya no le sirven de nada a Thulsa Doom. Ha sido derrotado y su cabeza rueda escaleras abajo tras haber sido decapitado con la misma hoja que tantos años antes robó y uso para ejecutar a la madre de Conan (un toque más de justicia poética en un guion shakespeariano que completa un perfecto círculo). Pero no es el acero el que ha acabado con Thulsa Doom. Hay algo más.

conan 7

Tras este choque final, vemos al bárbaro sentado en los peldaños del pétreo templo reflexionando. Esta no es más que otra invitación del film para que nosotros hagamos lo mismo. Una vez concluida la aventura, toca sacar conclusiones sobre todo lo acontecido. Ha llegado el momento de nacer de nuevo, de dar un paso adelante, de evolucionar. Acero, carne… ¿cuál es la respuesta correcta?

¿Quieres conocer mi opinión? Y ten en cuenta que no es más que eso, mi opinión. ¿Acero o carne? Ninguna de las dos. La auténtica respuesta al Enigma del Acero nos fue revelada con los primeros fotogramas de la película cuando, sobre un austero fondo negro, pudimos leer una cita.

Eso que no nos mata nos hace más fuertes.

¿Por qué una frase de Friedrich Nietzsche y no de cualquier otro? ¿Por qué hacer referencia a los diferentes escollos, traumas y dificultades con los que el personaje se encontrará durante su viaje? La respuesta es sencilla. Al igual que lo es la del enigma, una vez se nos es revelada.

LA VOLUNTAD. Esa es la solución al Enigma del Acero. El poder, la fuerza y la determinación de una voluntad inquebrantable. Un espíritu indomable que es capaz de sobreponerse ante cualquier situación, saliendo reforzado o muriendo en el intento.

¿Qué sería Conan si no hubiese presenciado la destrucción de su pueblo y el asesinato de sus padres? ¿Cómo hubiese cambiado su vida de no haber pasado casi la mitad de ella como esclavo y siendo entrenado en el combate? ¿Acaso no es el deseo de buscar venganza y la fuerza para poder superar la llamada de la muerte o la pérdida de su gran amor lo que lo han convertido en un ser pleno, consciente de quién es y de su papel en el mundo?

Conan es ese superhombre que imaginaba Nietzsche. El individuo que ha trascendido. Aquel que ha alcanzado la epifanía espiritual y moral que lo sitúa por encima de cualquiera de sus congéneres. Ese que es capaz de construir su propio sistema de valores, teniendo como bueno únicamente aquello que nace de su genuina voluntad de actuar. No hay dogmas ya. No existen arquetipos, constructos imaginarios, moldes, idearios colectivos o normas sociales para él. Es un todo en sí mismo. Rudo, primario, fuerte y astuto. No precisa de una civilización que lo respalde ni de un credo que le haga vivir subyugado a una fuerza superior.

Un héroe que no lo es. Un esclavo que se convirtió en gladiador. Un gladiador que tras ser liberado se hizo ladrón. Un ladrón que se alzó como el más grande de todos los guerreros. Un bárbaro que es más noble (a su manera) que esos que se hacen llamar a sí mismos civilizados. Un hombre que terminará siendo coronado rey, no por cuna o por riquezas, sino por méritos propios. Conan se ha convertido en todo eso por la trágica vida que le tocó vivir. La muerte le dio la vida y esa vida siempre estará en deuda con la muerte. Un eterno retorno, tan del estilo del filósofo alemán.

Si no es esta una de las historias más épicas que jamás se hayan visto, que baje Crom y lo vea. Eso sí, para cuando ese momento llegue, ten preparada una respuesta para el Enigma del Acero.