Después de un arrollador estreno como lo fue The Legend of Zelda: Breath of the Wild, que marcó un antes y un después en la saga Zelda —y también un contundente pistoletazo de salida para primera Nintendo Switch— apareció, para llenar algunos huecos en la escueta historia del primer título, uno de género musou (o lo que es lo mismo, un hack and slash de estrategia) de los que nos tiene acostumbrados Koei Tecmo Games y que venía a cimentar unas bases que ya se habían establecido con el primer Hyrule Warriors para la Nintendo 3DS y que tuvo un port posterior a Nintendo Switch. Hablamos de Hyrule Warrios: La Era del Cataclismo.

Funcionó muy bien, pese a que no es el tipo de juego que un fan de la saga principal zeldera esperaría. Ofrecía un buen puñado de lore, bebía de la misma música y del mismo apartado artístico que influenció a centenares de videojuegos posteriores, y todo ello mientras se tomaba una serie de licencias creativas que hacían arquear una ceja al más veterano. Pero, sin detenernos en estos detalles, vamos a lo que importa: que el juego era bueno, jugable, disfrutable, bien equilibrado y muy entretenido. Al público general le gustó (detractores de por medio también, cómo no) y Nintendo se frotó las manos pensando en las carteras de sus jugadores.

Años más tarde llegaría a los hogares de todo el mundo The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom, una secuela directa del Breath of the Wild pero mucho más grande, más ambicioso, con más mecánicas y dinámicas nuevas, una historia más trabajada que su predecesora pero con la misma jugabilidad arrolladora. Y volvió a funcionar, sus casi 22 millones de unidades vendidas lo atestiguan. Por eso no es de extrañar que Nintendo haya querido repetir la jugada, y el pasado 6 de noviembre se lanzara para Nintendo Switch 2 Hyrule Warriors: La Era del Destierro.

En el contexto del Tears of the Kingdom, y nada más iniciar el juego, Zelda y Link se ven separados. Mientras que nuestro portador de la Espada Maestra se mantiene en el presente, luchando contra incontables hordas de enemigos impulsadas por un Ganondorf despertado de su letargo, Zelda es enviada a un pasado remoto, durante la fundación del Reino de Hyrule. Sabemos de ella por una serie de flashbacks con los que nos encontramos a lo largo de la aventura, y es nuestra imaginación y un par de pistas desperdigadas por el juego las encargadas de terminar de rellenar los huecos. Y conscientes del potencial que puede tener esa historia sin contar, Nintendo le ha dado forma a este nuevo Hyrule Warriors.

Ya desde los primeros minutos podemos respirar esa esencia de los últimos Zelda: el apartado artístico es el mismo, igual de soberbio, los menús se sienten familiares, los controles bien intuitivos, las físicas se comportan similar, los entornos son el Hyrule de los juegos principales, y es un placer mayúsculo enfrentarte a hordas de enemigos empuñando diferentes armas, pero también a diferentes personajes. Conoceremos en profundidad a Rauru, a Sonnia, a Mineru, a los originales cuatro campeones de las diferentes tribus, a un puñado de ciudadanos y guerreros que se unirán a nuestras filas para darle más versatilidad al combate (aunque, ya adelanto, no aportan casi nada) y a Cálamo, un divertido y bien construido kolog aventurero, y a su gólem compañero, que vendría siendo una especie de relevo espiritual de Link y que sirve para llenar la ausencia que debe preservar la lógica de la historia.

Y a partir del inicio, cuando Ganondorf decide traicionar a la tribu Gerudo y poner Hyrule patas arriba, es cuando empiezan las batallas. Hyrule es dividido en multitud de fragmentos de terreno y nuestra misión es combatir una y otra vez para conquistar territorios, subir a los personajes de nivel, obtener nuevos materiales con los que mejorar nuestras armas y conseguir distintas habilidades para nuestros personajes, y así sucesivamente en una progresión que resulta apañada. El problema radica en otras partes, y me resulta de lo más desconcertante.

Entre un reto principal y otro hay cinemáticas exquisitas que aportan mucha información, y cada una de esas cinemáticas es recibida como agua de mayo, pero entre un reto secundario y otro no hay nada salvo volver al mapa a escoger otro reto. No sería mayor drama si no fuera porque todos y cada uno de estos, sin excepción, no suponen el más mínimo desafío ni en las dificultades más altas de la configuración del juego. Mientras que en los primeros Hyrule Warriors merecía le pena cambiar de personajes en mitad de una batalla para enviarlos a diferentes localizaciones para que nuestros enemigos no nos arrebatasen las bases conquistadas, en este no he perdido una base ni una sola vez. De hecho, ni siquiera estoy seguro de que puedan perderse. No existe ese componente de estrategia, y, no lo olvidemos, es un hack and slash de estrategia. Así, tanto batallas secundarias como principales, se convierten en un paseo por el campo donde tendremos que aporrear botones para que incontables enemigos sin cerebro se conviertan en esponjas de daño, para llegar al siguiente mini jefe, para derrotarlos con la misma combinación de controles (esto es, debilitar su defensa con fuego, hielo o electricidad, para romperla a golpes, para hacer un ataque devastador, para volver a repetir la fórmula si todavía le queda vida), y luego cobrar la recompensa.

No es la primera vez que me enfrento a un musou, y no esperaba encontrarme con controles y enemigos desafiantes, pero los Warriors siempre se han fundamentado en una dinámica de conquista de territorios, a veces no solo de forma bilateral, sino con más frentes. Por eso no soy capaz de entender por qué los enemigos de este Warriors son incapaces (o ridículamente lentos) de entrar en mis zonas conquistadas del campo de batalla y repeler a los tres lamentables NPC que se quedan custodiándolas mientras me dedico a darle de leches a un centaleón con muy mal despertar.

Si a todo esto le sumamos la decena de personajes vacíos que se nos van uniendo al elenco a medida que nos enfrentamos a estos repetitivos y descafeinados combates, tenemos un videojuego que, tratando de hacer todos los combates optativos y obligatorios (sin detenernos a conseguir todos los objetos que necesitamos para aumentar todas las habilidades de todos los personajes, para los que solo usaremos aquellos que vayamos consiguiendo en los combates ya mencionados y sin repetir ninguno), nos ponemos en un videojuego que dura en torno a las 20h y que, de las cuales, y en lo referente a gameplay, 14 serán puro tedio (las otras 6 hora son la sorpresa inicial, hasta que la fórmula empieza a dar síntomas de fatiga pero no de mejoría, y la duración total de las cinemáticas, que no están nada mal).

Es una pena que se hayan tomado estas decisiones a la hora de enfrentar la jugabilidad de esta aventura. La historia es buena, bien ampliada, con excelentes reminiscencias al título al que remite, con un apartado sonoro y musical soberbio —como no podía ser de otra manera— y con el mismo estilo artístico arrollador, pero todo ello se ve lastrado por una jugabilidad que aburre a la tercera hora de juego. Yo lo he terminado, por fan, porque es un producto creado pensando en perfiles como el mío, porque quería hacer esta reseña con conocimiento de causa. Pero el jugador casual difícilmente lo terminará, mientras que otros como yo quizá lo dejen a medias porque después de masacrar al décimo millar de bokoblins se habrán aburrido, o igual lo terminarán por cabezonería, por el orgullo de haber pagado 70 u 80 eurazos y ser incapaces de pensar que el importe no justifica la experiencia final.

Sea como sea, Hyrule Warriors: La Era del Destierro es un juego más que digno para profundizar en la historia del pasado del Hyrule actual, pero que se ve lastrado por una jugabilidad repetitiva y poco desafiante. Si estás dispuesto a pasar por este último aro, acabarás agradeciendo que se haya hecho. Si no, mejor piensa en otra cosa. Este título, por mucho que me pese, es café para los más cafeteros.