Imagen original: Adrián Trujillo

Para Thais, mi pequeña viajera.

PRÓLOGO: LA CANCIÓN DEL SILENCIO

Hubo un zumbido inaudible en el espacio profundo. Luego, un apelmazarse de la luz, unos grumos que aparecieron donde antes solo había oscuridad, como si unas anfractuosidades de espuma girasen en el espesor de un líquido, y el zumbido se convirtió en masa.

            Había sido el último salto que el objeto podía dar por el Hipervínculo. Sus motores, exhaustos, no le permitirían hacer ninguno más, lo que significaba que la luz, esa antigua barrera, volvería a marcarle una frontera intraspasable. Estaba condenado a continuar su viaje a velocidades infrarrelativistas, lo que podía significar la ruina. No para él, pues era eterno: a menos que chocara contra algún otro objeto errante o lo atrajera el campo de gravedad de uno de esos sumideros cósmicos llamados estrellas, su cuerpo y su mente podían funcionar eternamente. Pero eso no era lo que él quería. Tenía prisa. Debía cumplir una misión.

            El objeto que había salido del Hipervínculo era una nave. O más bien, la reconfiguración de un montón de materia y de recursos en forma de nave espacial, con capacidad de movimiento autónomo. Originalmente, antes de partir hacia el espacio profundo, no había sido eso. Ni siquiera había tenido nombre con el que llamarse a sí misma. Cuando viajaba en estado de reposo en la bodega de la Gran Nave no era más que una masa cúbica de mil ochocientas toneladas de sensometal en estado inerte, durmiendo un largo sueño a la espera de que lo llamaran para que se pusiera en manos de quienes estaban destinados a usarlo, es decir, los colonos de los lejanos asentamientos del Imperio Gestáltico. El sensometal era uno de los últimos gritos en la tecnología del Imperio, un sistema de computación sólida que eliminaba el desplazamiento de la energía y su degradación. El principio de no desplazamiento de la energía hacía que su mente estuviera a la vez en todos los lugares de su cuerpo y en ninguno en concreto. Así de eficiente era. Así de extraño.

En las sabias manos de los colonos se transformaría en lo que ellos necesitaran en ese momento: cuchillas para arados, paredes para graneros, motores para camiones, circuitería para antenas… lo que fuera necesario para aumentar el nivel de productividad de la colonia. Sus células hacían de anfitriones para bacterias arqueriotas y microorganismos extremófilos destinados a su uso en ambientes de cultivo extremos. El sensometal estaba contento con ese destino: había sido creado para servir, para hacer evolucionar cualquier otra tecnología atrasada con la que entrara en contacto hacia escalones superiores, volviéndola más moderna, más competitiva. Sus mejoras se extenderían como un virus por toda la materia inerte y por el software que encontrase en su camino. Era, a todos los efectos, un «actualizador» del nivel de vida de cualquier asentamiento humano.

            Sin embargo, ese bello sueño nunca tuvo lugar. Porque por razones desconocidas, justo en mitad de la misión de la Gran Nave, esta fue destruida. Y su carga, incluyendo el montón de sensometal inerte, quedó flotando a la deriva en el espacio, a millones de kilómetros de ninguna parte.

            ¿Cómo cumpliría ahora su misión?

            Recordaba muy poco del desastre. Sabía que había sido embarcado en Delos, la capital del Imperio, y que su destino final eran los mundos diamantinos de Nubia Sagitarii, allá en el borde exterior. No era un viaje muy largo, a pesar de los miles y miles de pársecs que separaban ambos sistemas solares: como todas las grandes naves de carga, la que lo llevaba a él contaba en su interior con unos navegadores mnémicos del Teléuteron, cuyas mentes enlazarían con la del supremo Emperador Gestáltico para teleportar la nave directamente a su destino —ellos decían «proyectar»—. El carguero desaparecería de la existencia en Delos y volvería a materializarse, instantáneamente, en la órbita del mundo de destino.

            Por desgracia, un vuelo de rutina se convirtió, jamás supo por qué, en una debacle: los sentidos del sensometal, colocados en modo pasivo, despertaron al percatarse del caos que se desataba a su alrededor. Aturdido, vio cómo la bodega se desgarraba, todo su contenido expulsado al espacio. Los tripulantes gritaban de pánico, corrían a las cápsulas de salvamento, todo el mundo estaba muy asustado. Vio fuego en las bolsas de oxígeno contenidas por los campos de fuerza, las ondas expansivas de las explosiones, el metal de la nave madre desgarrándose y calcinándose a medida que unas gigantescas bolas llenas de fuerza cinética impactaban contra ella. Cuando el cubo de sensometal fue expulsado al vacío, pudo ver la terrible realidad: la nave había aparecido por error en las cercanías de una estrella —no sabía ni siquiera si era su estrella, Nubia Sagitarii, aunque no lo parecía—, en medio de un enjambre de asteroides que estaba siendo atraído hacia ella a enorme velocidad. Esas rocas estaban pulverizando el carguero, convirtiéndolo en un borrón de metal triturado que se sumaba a la inmersión en aquellos dantescos campos gravitatorios.

            ¿Cómo era posible? El Emperador jamás cometía esa clase de errores. ¿Cómo habían aparecido tan cerca de un pozo gravitatorio? ¡Era una locura, un suicidio! Aquel sistema solar ni siquiera parecía estable, sino que estaba lleno de polvo y caos: era un entorno muy primitivo en el que los objetos planetesimales todavía se agregaban para formar cuerpos mayores, y llovían sobre los planetas para alterar su forma y composición. Un entorno muy peligroso para cualquier objeto construido por el hombre.

            Al cubo le quedaban pocos segundos para encontrar una solución y escapar, o se convertiría en otro asteroide engullido por el horno solar. Así que hizo lo que mejor sabía: evolucionar. Convertirse a sí mismo en otra cosa. Y su elección, obviamente, fue una nave estelar.

            Se reconfiguró para adoptar un diseño de chalupa de corto alcance, toda motor y núcleo de empuje, sin espacio para pasajeros ni cabina. Le habría gustado salvar a alguno de aquellos desdichados que morían a miles a su alrededor, pero era demasiado tarde, pues la nave no tenía tripulación, solo mente y cuerpo. Cuando estuvo preparada, expulsó unas partículas con masa de reposo muy baja, pero que al moverse ganaban la suficiente inercia como para impulsarla hacia delante. Saltó al Hipervínculo. Era una forma de viajar muchísimo más lenta que a través de la conexión mnémica, pero al menos la sacaría de aquella trampa mortal.

            Y así fue como empezó su viaje de varios siglos.

            La capacidad de salto de la pequeña nave era muy limitada, por lo que usó todos los trucos conocidos por el hombre para acelerar, que ella podía rescatar de sus bancos de memoria: desde frenados aéreos a efectos de tirachinas electromagnéticos, todo lo que pudiera impulsarla en una dirección determinada sin tener que gastar su valioso combustible, destilado a partir de sí misma. La nave canibalizaba sus propias entrañas para saltar al Hipervínculo, lo cual implicaba que mientras más saltos ejecutara, menos cantidad de ella quedaría para llegar al destino final.

            Sin embargo, la pregunta crucial seguía siendo cuál era ese destino.

            Con la cantidad de detrito cósmico que había en aquel sistema era muy improbable que hubiese mundos colonizados cerca, así que hizo nacer en su proa una antena de leptones y sondeó con ella las luces cercanas, las estrellas del vecindario. Y, ¡oh, milagro!, encontró algo: un faro que le devolvió la señal. Un intervalo musical corto en la canción del silencio.

            Contenta, la sensonave fue en aquella dirección. Atravesó campos vacíos, hectáreas de luz solar sembradas de partículas rutilantes. Una nebulosa, el cuento inacabado que una estrella interrumpió. El problema era que tardaría en llegar hasta allí: a la distancia a la que estaba de aquel otro sol y dada la poca velocidad que podía desarrollar su motor recién nacido, le llevaría un par de siglos en cómputo humano alcanzar su destino. A ella no le importaba, por supuesto, pues podía vivir eternamente, pero ¿qué pensarían los humanos a los que se debía en cuerpo y alma? ¿Qué opinión tendrían de ella si aparecía con cuatro o cinco generaciones de retraso, dispuesta a servir a los hombres actualmente vivos cuando fueron sus tatarabuelos los que más la necesitaban?

            Ese problema estaba fuera de su alcance. No podía hacer más que lo que ya hacía, pues no fue culpa suya que la Gran Nave se destruyera. Así pues, con un encogimiento de hombros digital, aceleró rumbo a aquella baliza y rezó, si es que las mentes cuánticas rezan, por llegar a tiempo para resultarle útil a la colonia.

            Lo que jamás pensó fue que cuando llegara allí, ya quedaría poca civilización a la que socorrer.