PRÓLOGO | 1. EL PESCADOR: TELÉMACUS

TELÉMACUS

Recuerdo una historia que solía contarme mi padre.

            Hablaba de luces que no eran luces, más allá del cielo. Hablaba de otros mundos, y de lugares tan lejanos y hermosos que intentar comprenderlos podía ser dañino para nosotros, los que hemos nacido en la Frontera y no comprendemos las cosas más allá de una cierta simpleza. Hablaba de todo lo que hubo antes de la Caída, y del vacío que trajo el hecho de que nos quedáramos solos.

            ¿O quizá fueron los demás los que se aislaron? Siempre me he hecho esa pregunta. Si lo que cuenta mi padre es cierto, y no son solo los desvaríos de un viejo loco, hubo algo mucho más grande que esto en los tiempos del abuelo de su abuelo. Un universo tan grande y complejo que nos faltan palabras para abarcarlo. Tal vez hayamos borrado las expresiones que hacían falta para definirlo, pues el desuso crea olvido, y el olvido ignorancia. ¿Pero quiénes se separaron cuando todo se vino abajo: nosotros, los pobres que vivimos en este planeta desolado al que llamamos Enómena, que gira alrededor del sagrado ojo de Mia Tetis… o los supuestos habitantes de esos mundos increíbles, hijos de las mil luces escondidas tras el cielo?

            Crecí temiendo que jamás encontraría una respuesta.

            Crecí equivocado.

¿Cuál es el sonido del fin del mundo?

            Para Radhus Sfilgam, guardaespaldas personal del Intérprete de los Muertos, fue la exhalación ventosa de una bestia Romy, recién salida de su guarida y con un enfado de mil demonios por haber sido despertada de su largo sueño. Pero eso, una hora antes, no lo sabía. Una hora antes, todavía estaba pilotando la barcaza de su amo por encima del Mar de Tradis, una de las extensas áreas de antigravedad del planeta. Una hora antes, aún se creía inmortal, pues su puesto de responsabilidad le granjeaba el respeto de los seres inferiores —entendidos como tales los enómenos que no pertenecieran al clan de su amo—. Y como todo aquel que se ha acostumbrado demasiado pronto a estar arriba, jamás pensó que su caída dolería tanto.

            Pero es injusto comenzar esta historia por él. Si quiero contarla bien, debo empezar hablándoos del hombre que lo mató: Telémacus Olfhen.

            En el momento en que sucedió lo que a punto estoy de relatar, yo aún no le conocía. Me enteré de todo —con mayor detalle del que me habría gustado— más tarde, cuando nuestros caminos al fin se cruzaron. Pero la historia de Telémacus empieza en el momento en que él pensó que se acabaría, es decir, el día que salió por última vez a pescar truchas cero-g con su hijo Veldram. Él llegaría a pensar, retrospectivamente, que no tuvo que haber sobrevivido a aquello. Que sería la última efeméride anotada en el libro de su vida, antes de cerrarse con un fuerte ¡plomp!

            Estaba equivocado. Los finales tienen eso: que si se los mira desde el lado correcto, en realidad son la semilla de un nuevo principio.

            Telémacus y su hijo en el pequeño catamarán, eso sí me lo puedo imaginar. Pertenecían por adopción a la etnia Lum, aunque no hubiesen nacido en ella. El hijo tal vez sí, pues la madre era una lumita que Telémacus había conocido al poco de pedir refugio en su aldea. Pero desde luego el padre no. Telémacus era grande y fuerte, y cuando salía a cazar, sus manos demostraban esa confianza y fluidez en los movimientos típica de los que han sido entrenados en el arte de la Muerte. No solía hablar de su pasado, y los de la tribu nunca le preguntaban nada por respeto a su intimidad. Pero sospechaban cosas. Y hablaban entre ellos compartiendo las más disparatadas teorías, como que era un antiguo mercenario entrenado en los escuadrones de castigo, por ejemplo, a sueldo del Intérprete. O que se había fugado cuando alguien de dentro había intentado traicionarlo. O que venía de las tierras que había más allá del mar, de algún pueblo guerrero que por fortuna aún no había descubierto aquellas costas… A partir de ahí, esa historia parecía una derivación de la anterior.

            Lo único cierto era que Telémacus sabía luchar, y muy bien. Y que le había enseñado algunos de esos trucos a su hijo Veldram cuando era pequeño, «solo para que sepas defenderte en caso de necesidad». La gente iba a verlos entrenar muchas veces a su casa, porque les fascinaban los movimientos plásticos del padre: la seguridad en los golpes, la precisión cuando arrojaba cuchillos, la elegancia con la que se recuperaba de las acrobacias y dejaba sus pies flexionados, preparados para la siguiente llave. Era la horripilante belleza de lo funesto.

            Su oficio, como el de la mayoría de los varones lumitas, era la pesca. O más bien la recolección, pues dadas las características de nuestros «mares», no había inmersión de redes para recoger las presas. Estas subían solas a la superficie, a lo que ellos llamaban familiarmente la piel invisible. Para que entendáis estos conceptos, quizá sería mejor que os describiese primero cómo son nuestros mares: no contienen agua, como los viejos afirman que pasa en otros mundos, sino espacio vacío. Aire. Porque no son enormes volúmenes de líquido —me cuesta imaginar eso cuando lo describo; no puedo concebir que exista tanta agua junta en el universo—, sino regiones muy extensas en las que la gravedad del planeta está al revés: repele, en lugar de atraer. Levanta las cosas en lugar de aplastarlas contra el suelo. Pero no lo hace eternamente, sino que ese raro efecto se extingue justo a cien varas del lecho de abajo. Ahí es donde forma una frontera invisible, la famosa piel, en la que los fragmentos de la roca de abajo que han subido se detienen. Todos a la misma altura. Y forman una película fina que se prolonga hasta donde alcanza la vista. Dice una vieja leyenda que, si algún día lográsemos volar tan alto como las estrellas y contemplásemos nuestro mundo desde arriba, lo que veríamos serían parches de ingravidez tiñendo de gris áreas irregulares del planeta semejantes a continentes.

            Por lo menos no era un océano corrosivo como esos de los que hablaban las leyendas de los viajeros del espacio, hechos de amoníaco y estables a temperaturas imposiblemente heladas, que formaban lagos y mares someros.

            Pero volvamos a Enómena: semejante océano de ingravidez tiene sus peculiaridades, como por ejemplo la forma de nuestros barcos, grandes tentetiesos diseñados para que la pera inferior los mantenga horizontales a medida que avanzan por esa suave tensión superficial. Se dice que un barco lumita jamás podría llegar a volcar porque la pera y la gravedad no le dejarían. También resulta peculiar nuestra manera de pescar, que consiste en disparar al lecho marino una carga explosiva, que cuando llega abajo detona y libera una nube de piedras y tierra que sube hasta hacer más densa la piel. Entonces nos ponemos a cribarla con nuestros cedazos, a ver qué encontramos. Es un oficio tranquilo, aunque no exento de peligros.

            El fatídico día en que comienza mi historia, Telémacus y Veldram se hallaban faenando en el bajío de la Ostra Púrpura, a treinta minutos de su aldea. Recordaron bien aquel día porque estaba lloviendo, y todos estaban deprimidos. Es porque allí, en la costa, llueve tan poco que cuando pasa marca hitos en la vida de las personas, y difumina lo vivido entre una y otra precipitación.

Bajo aquella cortina húmeda, fue el adolescente el primero que divisó la silueta del otro bajel en la distancia.

            —Papá, compañía —dijo, oteando por encima de la baranda. Sus ojos estaban posados en el objeto que se acercaba, pero sus expertas manos seguían limpiando la red.

            Telémacus se aseguró de dejar listo el explosivo antes de mirar. Había momentos delicados en el arte de la pesca en los que una distracción solía acarrear malas consecuencias. Así que, aunque sentía curiosidad por saber a qué se refería su hijo, no levantó los ojos del saco de profundidad hasta que la pólvora estuvo bien segura, y la mecha en su sitio. A su lado descansaba su pequeña y artesanal mochila cohete, un invento necesario para las raras ocasiones en las que el pescador tenía que «sumergirse» para recuperar su plomada, o para cazar con el arpón de aire comprimido algún pez-sonda.

            Cuando terminó, alzó la vista. Y comprendió que en los próximos minutos la cosa iba a ponerse muy seria.

            —Felbercap. —Era un juramento muy propio de nuestra tierra. Y muy malsonante. A Veldram lo violentaba que su padre lo usase—. Es la barcaza ceremonial del Intérprete de los Muertos, de la tribu de los dravitas.

            El joven se asustó. Había oído muchas historias sobre ese oscuro barco, y ninguna de ellas buena.

            —¿Qué vamos a hacer? —preguntó, alterado—. ¿Huimos?

            —No nos daría tiempo, son más rápidos que nosotros. De todos modos no hemos hecho nada malo, solo estamos pescando —rumió su padre—. Sigue con lo tuyo. Si se nos acercan, yo hablaré.

            Padre e hijo continuaron con su labor calladamente, como si la presencia de los recién llegados no fuera con ellos. Nervioso, Veldram apartó con una pala ancha la costra de tierra que formaba la piel para mirar abajo, a las profundidades. Por debajo de la película opaca de tierra estaba oscuro: el sol la atravesaba por innumerables huecos minúsculos, formando una miríada de columnas brillantes, pero había zonas lóbregas en las que costaba ver lo que tenían debajo.

            —¿Cuánto tiempo cuestan estas redes, papá? —La pregunta de Veldram era pertinente, pues la moneda de los lumitas era el szkab, un concepto abstracto que tenía su equivalencia en horas de trabajo, no en pequeños trocitos de algún mineral valioso.

            —Quince. Así que no las rompas o te veo trabajando esta noche.

            En aquel lugar el lecho sí estaba iluminado, y pudo distinguir unas truchas cero-g, llamadas así porque variaban de tal forma la densidad de sus cuerpos que podían nadar en aquel líquido compuesto de antigravedad pura. Pero la presa jugosa no eran ellas, sino sus huevos, que poseían una alta reactividad que servía de combustible para los motores de repulsión, como el que movía el catamarán de Telémacus. Y también la barcaza que se les acercaba.

            —Padre, veo nidos de truchas. Muy juntos alrededor de una protuberancia verde. ¡Tira el explosivo!

            —No creo que sea buena idea. Esa protuberancia, como tú la llamas, es el maxilipedio de una bestia Romy que duerme bajo tierra. Su boca. —El joven lo miró con pavor, y luego a las fauces del monstruo, que permanecían cerradas. Allí abajo estaba, con su oscuro jaspe encaramado a una masa de esquisto y caliza—. Pero no la despertaremos, tranquilo. Aprende esto: donde veas muchos nidos juntos de truchas, probablemente habrá una Romy cerca. Se aprovechan del calor que desprende su caparazón para incubar.

            —Entendido. Trasladémonos a otra zona, entonces.

            —No hay tiempo.

            El ruido de las velas repulsoras de la barcaza parecía el de un enjambre de insectos, colonias cúbicas de pentamorfos que revoloteaban como mariposas. Era un vehículo mucho más grande que el catamarán, de varias cubiertas de altura, y poseía repulsores no solo en las velas y en el timón trasero, sino también en la punta de cada remo. Así, los esclavos que los manejaban podían controlar no solo el giro, sino también la profundidad a la que el bajel se hundía en la piel. Por debajo del casco le salía el típico mástil de estabilización, con tres contrapesos.

Por la baranda de estribor se asomó una persona a la que el hijo de Telémacus no conocía, pero su padre sí. Era Radhus Sfilgam.

            —Vaya, vaya, pero qué tenemos aquí —exclamó, chupándose las encías. Su cara de comadreja adquirió un aspecto cetrino—. Si es nada menos que el bueno de Telémacus en persona.

            —Hola, Radhus —saludó sin mucho entusiasmo—. ¿Qué mala gravedad te trae?

            —Qué manera más despreciativa de tratar al que fue tu protector cuando ingresaste en nuestra orden. Eso es feo.

            —Eso pasó hace mucho tiempo. —El padre miró a su hijo con la expresión de quien no quiere que escuche ciertas cosas—. Ya no llevo esa vida. Ahora pesco truchas y perlas de coral. Soy un hombre pacífico.

            —¡Qué bonito oficio! ¿Se te da bien? A mí me regaló mi antigua amante un collar de esas perlas. Fue justo antes de que la vendiera como esclava a otro clan —sonrió el guardaespaldas del Intérprete de los Muertos—. Me gusta mirar esas cositas brillantes tan hermosas. Es como si sobre ellas convergieran diversos factores: simetría, orden, refractancia, proporción… Encierran todo lo que hemos podido rescatar de nuestros recuerdos como especie.

            —Para mí son solo combustible. Mueven mi barquita y mi economía familiar.

            —Buen tesoro, entonces. ¿Por aquí hay muchas?

            —Oye, Radhus, ¿qué felbercap quieres de mí? Estoy trabajando.

            El hombre se apoyó en la baranda. Era más viejo de lo que parecía, con ojos negros incrustados en una telaraña de arrugas. Su complexión fuerte hablaba de un pasado lejano pero vigoroso, de una juventud donde se culminaron proezas atléticas, pero que había quedado muy atrás.

            —Ja ja, tú siempre al grano. Me gusta. Vengo a reclutarte otra vez para la causa, pescador. Necesito tu experiencia para un asunto delicado.

            Los ojos de Telémacus brillaron.

            —Dimití hace tiempo, y mis buenas razones tuve —gruñó—. Te hará falta más que una simple petición para obligarme a cambiar de idea.

            —¡Obligar es una palabra muy fea! Yo no obligo, solo sugiero. Y espero que mis sugerencias sean tomadas en cuenta.

            —Por el bien de quien te escucha, ¿no?

            —Si tenemos que llegar a la fase de obligación, Olfhen… es que estaba muy equivocado con respecto a ti. —Una señal de su dedo se materializó en forma de cuatro hombres que se asomaron a la baranda. Se parecían a su jefe en las ropas y en los horrendos peinados en trenzas, con la salvedad de que ellos iban armados. Era la primera vez que Veldram veía artilugios como aquellos, pero su padre reconoció la peculiar forma de las carabinas energéticas. Reliquias de otra época que solo los grandes clanes como los dravitas poseían—. Anda, sube a bordo y déjame invitarte a una copa. Ya verás que la oferta que tengo para ti es muy lucrativa. Hagamos esto por las buenas.

            Veldram miró a su padre. Estaba buscando el nudo de angustia, el carbón de su nerviosismo. Estaba allí, alojado en su pecho como un coágulo cercano al corazón. Pero Telémacus lo tranquilizó con un golpecito en el hombro, y tiró como quien no quiere la cosa el saco de profundidad por la borda. Atado a una cuerda, el explosivo fue cayendo lentamente hacia el fondo marino, justo sobre la cabeza de la bestia Romy.

            —Vale, Radhus; si te empeñas, te haré el favor de escucharte. —Lo dijo con una inflexión peculiar—. Pero déjame que termine de cribar esta zona. Si mi esposa me ve volver con las manos vacías, me mata.

            —Lo lamento pero no hay tiempo, amigo. Además de contigo, tengo que hablar con otros antiguos cazadores antes de que acabe la jornada. ¡Subid ya!

            Sus sicarios arrojaron una escala por la borda, y les apuntaron con sus armas. El hijo de Telémacus se hizo un ovillo tras la delgada baranda del catamarán, pensando que eso podría protegerlo de las descargas láser, pero su padre no se achantó. Miró a Radhus con mal disimulado desprecio.

            —¿Cuánto combustible has quemado en la barrigona de tu barcaza para llegar hasta aquí? ¿Seis medidas, diez…? No creo que hayas gastado todos esos recursos para matarme. Así que déjate de bravatas, imbécil.

            Radhus, que no era un hombre acostumbrado a ser insultado, perdió los nervios, aunque en el fondo sabía que el pescador tenía razón. De la comisura de la boca le brotó un repentino chorro de imprecaciones entre violentos graznidos, una ráfaga sucia que puso a sus sicarios en movimiento: empezaron a descender por la escala, dispuestos a abordar el pequeño catamarán y llevarse por la fuerza a sus ocupantes. Veldram se abrazó a su padre.

            En ese momento, la carga explosiva llegó al fondo del mar y detonó.

            Para cualquiera que no esté familiarizado con la pesca en gravedades inversas, imaginar una explosión es fácil: se coge un gran pedazo de suelo, se remueve y se desmenuza, y a continuación se lanza al aire. La dispersión de las partículas es la normal y adopta la típica forma de cúpula. Falso. En gravedad invertida las explosiones adoptan una forma muy peculiar: para empezar, la seta está al revés, formando un embudo, una especie de bulbo puesto boca abajo. Y la velocidad de las partículas desprendidas no tiende a frenar, sino a acelerarse cuanto más suben. Es decir, que cuando una carga de profundidad revienta, dibuja en torno a ella un bulbo raquídeo de tierra y piedrecitas, que se desmenuza cuando el detrito de la explosión acelera, siendo repelido hacia la superficie, y llega hasta los pescadores en forma de ondas concéntricas que también van al revés. No se abren como cuando tiras una piedra a un estanque y ves cómo reacciona el agua: aquí se juntan hacia el centro, lo que amasa el «botín» en torno a las barcas de pesca.

            Todo son ventajas, salvo cuando tu carga despierta a una bestia Romy con muy malas pulgas que reposa plácidamente en su periodo de hibernación.

            Los sicarios saltaron a la barca amenazando a sus ocupantes. Telémacus se agarró al mástil —que no era más que el extremo contrario de la pera, su contrapeso—, y esperó unos segundos a que algo pasara. Fuera lo que fuese lo que él sabía pero Radhus no, se haría patente de inmediato.

            —No me obligues a… —empezó Radhus, pero no terminó la frase, porque su barcaza sufrió una convulsión. Fue golpeada por algo desde abajo, un golpe tan tremendo que la alzó unos centímetros en el aire para dejarla caer después. Toda la gente que había en la sobrecubierta se tambaleó y cayó al suelo. Uno de los sicarios, que estaba descendiendo por la cuerda, resbaló y cayó al vacío con un grito. Su cuerpo se quedó flotando en una parodia de cero g justo en el límite de la piel, pero entonces, algo invisible tiró de él hacia abajo y lo engulló.

            Veldram apenas pudo seguir el veloz movimiento de su padre cuando se echó encima de uno de los sicarios que habían subido a la barca: en primer lugar le estrujó el dedo que tenía en el gatillo del arma para que esta se disparase y le diese de lleno a su compañero, para a continuación agarrar la carabina con ambas manos y golpearle con la culata en la cara.

            El sicario retrocedió, dolorido, y un puntapié de Telémacus acabó de arrojarlo por la borda. El padre de Veldram se encajó la carabina que acababa de robarle en el hombro y empezó a disparar contra los agentes del Intérprete que aún estaban asomados a la cubierta.

            —¡Veldram, agáchate! —le gritó a su hijo, el cual, acongojado, se tapó la cabeza con la red de pesca. Pero aún tuvo tiempo de asombrarse cuando vio cómo algo largo y tubular asomaba su fea extremidad por encima de la piel invisible: se trataba de un tentáculo de medio metro de ancho y por lo menos veinte de altura, que al alcanzar toda su longitud se abrió en la punta como si fuera una vaina, mostrando tres esferas preparadas para captar tanto señales bioluminiscentes como perturbaciones en un campo magnético, opsinas sintonizadas para sentir las corrientes eléctricas.

            Eran los ojos de una criatura de las profundidades.

            Radhus estaba tan ocupado ofendiéndose por la actitud de Telémacus y por su desfachatez al resistirse a sus órdenes, que no vio el tentáculo hasta que fue demasiado tarde. Se acuclilló en la cubierta de la barcaza para que los disparos del pescador no lo alcanzasen, y le chilló:

            —¡Esta ha sido tu última tontería, Telémacus, acabas de firmar tu sentencia de muerte! ¡El drav Raccolys jamás te perdonará semejante traición! ¡Os perseguirá eternamente, a tu familia y a ti!

            —Si lo ves, dile de mi parte que los lumitas ya no necesitamos de sus servicios —le increpó—. A partir de ahora, nos bastaremos nosotros solos para escuchar las voces de nuestros ancestros.

            Telémacus le dio una patada a la palanca que controlaba el impulsor, y la pequeña barca empezó a acelerar alejándose de la nave grande. A su alrededor detonaban impactos de plasma, en medio de lluvias de chispas y gotas de hierro fundido, a medida que los disparos de los sicarios caían sobre ellos. Pero él siguió disparando a cualquiera que asomara la cabeza, y su puntería, mientras militaba en las filas de los cazarrecompensas, había sido legendaria.

            —¡Sigue agachado, aún no estamos fuera de peligro! —le ordenó a su hijo, el cual, entre sollozos, balbuceó:

            —¿Cuándo lo estaremos, papá? ¡Dijiste que su barcaza era más rápida que la nuestra!

            —Lo es, pero no podrán salir en persecución. Mira.

            La visión de Veldram estaba filtrada por una malla de fibras cruzadas, pues lo observaba todo a través de la red de pesca, pero aun así comprendió a qué se refería su padre: la barcaza estaba escorada hacia delante, hundida unos metros por la proa, lo cual sería imposible a menos que alguien —o algo— hubiese apresado su mástil de estabilización y estuviese tirando de él hacia abajo.

            A través de una oquedad en la piel invisible pudo constatar que su teoría era correcta: dos tentáculos de la bestia Romy se habían enroscado en torno a la pera de la barcaza, y estaban tirando con fuerza hacia abajo. El nervio y el poderío de aquellos seres estaban fuera de toda duda, pues el folclore de los Lum estaba decorado con historias espeluznantes sobre pescadores que salieron un día a la mar a por su botín, pero fueron succionados por esos horribles pseudópodos. El joven Veldram supuso que a los sicarios del Intérprete les quedaban solo unos minutos de vida.

            Un sicario desesperado, al ver el tentáculo de los tres ojos, se situó en el podio de control de un cañón coaxial pesado, un artefacto negro y sucio que dominaba la cubierta del buque. Empezó a hacerlo rotar sobre su eje para apuntar al tentáculo, y sin duda podría haberlo partido en dos de una descarga, de no ser porque Telémacus lo enfiló en la mira, se tomó su tiempo para apuntar, y mató al artillero de un sólido disparo en las costillas.

            Radhus, colérico, señaló con un dedo impregnado en la más ardiente furia al pescador y tomó el lugar de su artillero, girando el cañón en dirección a la barquita. A su espalda, el tentáculo hacía lentos barridos sobre la cubierta, apresando a la gente con sus ventosas y descargando su ira en salvajes explosiones de velocidad.

            —¡Eres un traidor, Telémacus! ¡Rompiste tu juramento a la orden, y quemaste el poco honor que te quedaba al salir huyendo! ¡El castigo más benévolo que podría aguardarte es la muerte! ¡Y el drav Raccolys hará que se cumpla, para ti y para tu familia! —se desgañitó—. ¡Ni uno solo sobrevivirá de tu apestoso linaje!

            Una sombra se proyectó sobre él cuando tenía prácticamente a tiro la barca de pesca. Lentamente, con ese temor frío de quien se sabe presa de un designio inevitable, Radhus se volvió. Las piernas le parecieron bolsas de agua caliente cuando vio aquellos tres ojos imposibles cernirse sobre él. Pero el cuerpo del hombre nunca llegó a tocar el suelo, pues unas fibras salieron disparadas desde el centro de las ventosas, lo agarraron y lo absorbieron hacia una herida que se acababa de abrir longitudinalmente en el tentáculo.

            Telémacus, que había visto cazar en el pasado a las bestias Romy, sabía que no era una herida sino una boca vertical, llena de colmillos que convirtieron el cuerpo de Radhus en carne molida en cuestión de segundos. Le tapo los ojos a su hijo para que no viera la carnicería mientras aceleraba al máximo su enclenque esquife. La Romy no se fijaría en ellos teniendo una presa mucho más apetitosa a mano.

            Mientras la barcaza ceremonial del Intérprete de los Muertos se partía en dos y se hundía con toda su tripulación, los dos pescadores se pusieron a salvo, rumbo a su aldea. Aquel día no traerían nada útil en sus sacos, nada que vender para sacar adelante a su familia, pero no les importaba: el destino del que acababan de escapar era mucho más aciago.

            —¿A qué se refería con que eres un traidor, papá? —le preguntó en un momento dado su hijo—. ¿De quiénes huiste, y por qué?

            La mente de Telémacus, en ese momento un torbellino de recuerdos, no estaba preparada para contarle esa historia.

            —Ya te lo contaré otro día, hijo, pero no ahora. Has de saber que nos hemos metido en un buen lío —suspiró—. Uno del que, sinceramente, no sé cómo vamos a salir.