PRÓLOGO 1.1 EL PESCADOR: TELÉMACUS | 1.2. EL PESCADOR: ARTHEMIS | 2.1 ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: TELÉMACUS | 2.2. ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS: ARTHEMIS

ARTHEMIS

Amrá era el sol, que tenía una relación nupcial con un segundo objeto luminoso más pequeño y cuya órbita debía ser extremadamente rara y excéntrica, una especie de óvalo, pues lo cierto era que apenas entraba en el sistema. Solo se lo veía acercarse a su hermano mayor una vez cada diez años, y entonces las cercanías del sol se convertían en una fiesta de abalorios de oro macizo y tapices de auroras boreales tejidos en el vacío. A este segundo objeto lo habían bautizado Thyle, nombre que tenía dos significados, uno más noble —el pájaro de fuego que vuela por el firmamento— y otro más jocoso —se llamaba así al proverbial cuñado que uno nunca espera y que aparece de vez en cuando para tocar las narices—. Enómena, con sus dos lunas gemelas, era el segundo planeta en orden después de una roca calcinada a la que llamaban Rigolastra, «el broche resplandeciente», cuyo movimiento de traslación siempre presentaba la misma cara a la estrella, por lo que en su cara oculta había fondos de cráteres lo suficientemente fríos como para que en ellos hubiera hielo, a pesar de que todo a su alrededor eran lagos de metal fundido.

Enómena estaba en la franja de la vida, en su extremo cálido, y con una terraformación lo suficientemente avanzada —aunque caótica— como para no parecer una simulación descartada en la mente de un sapiencial. Y luego estaban Gotrys y Sarpedón, dos bolas de dióxido de carbono con tormentas de ácido sulfúrico y sin campos magnéticos perceptibles, que eran las joyas del firmamento por una cualidad singular: sus órbitas corrían paralelas, muy cercana la una a la otra, y estaban enlazadas por una cadena de asteroides que se doblaba sobre sí misma adoptando la forma de un doble ocho. De los planetas del sistema, eran los únicos que compartían un nombre común, la Dumbara o «presea de los amantes», pues vistos desde la distancia eran como dos hermanas enlazadas por un collar.

            Las seguía un cinturón de asteroides cuya silueta distaba mucho de ser redonda, pues la llegada cíclica de Thyle lo deformaba convirtiéndolo en algo parecido a un cardiograma. Más allá estaban los dos únicos gigantes gaseosos de que disponía el sistema, el primero con un doble anillo que parecía oro blanco con incrustaciones de diamante extrusionado, y una sola luna visible, Amaltea, puntuada por un acné de bronce de cañón, monel y peltre. El campo magnético de esta luna, siglos atrás, estuvo rodeado por un misterio que dejó asombrados a los astrónomos de aquel entonces, pues se extendía en ondas por fuera del planeta… y quizás fuera un efecto de pareidolia típico de los cerebros humanos, pero lo cierto era que visto en perspectiva recordaba poderosamente a la cara de una mujer que entonase una canción dedicada a las estrellas.

            Más allá, hacia las negras profundidades del espacio… solo polvo cometario que brillaba como láminas de esquisto, y unos objetos planetesimales tan diminutos que ni siquiera tenían nombre, y que parecían puntos suspensivos al final de esa frase que era el sistema estelar de Enómena.

            Este planeta era el único habitable, y por eso tenía el privilegio de darle nombre al sistema. Antes del Día del Apagón pudieron existir enclaves habitados más allá, incluso en la infernal superficie de Rigolastra, que seguro que estaba abarrotada de minerales preciosos, o en las caras gemelas que se besaban de la Dumbara, con su alianza de asteroides. Pero si esos enclaves existieron, hacía siglos que no se sabía nada de ellos. Solo los rememoraban unos tapices tejidos como trajes ceremoniales, que colgaban de las paredes de algunos templos, y que parecían batallas entre coloridos monstruos. Para la gran mayoría de los habitantes de Enómena, sin embargo, eran solo eso: figuras míticas sin relación con ningún logro científico.

El palacio-fortaleza del drav Raccolys —había que gritar «¡Que en paz descanse!» con fervor cada vez que se pronunciara ese nombre, o te ganabas la cárcel— era en realidad un amasijo de edificios. Se parecía mucho al Kon-glomerado, la ciudadela donde vivía el clan rival de los Kon, y cuyo palacio tenía una arquitectura parecida. La masa central era una pirámide truncada con un espaciopuerto en la cima, que hoy en día solo era utilizado por los aviones de los zsama, cuando venían a rendirle pleitesía al drav y a pagar sus tributos, y por los zepelines de guerra y los tópteros dravitas, su única fuerza aérea. Desde su punto más alto podían verse a lo lejos los fuegos de los barrancos de Devianys, unos profundos cañones en los que ardía desde hacía siglos la basura del periodo de colonización del planeta, que nadie podía ni sabía cómo apagar. Ese incendio se había originado en uno de los barrancos por causas desconocidas, después de que los primeros colonos metieran allí todos los residuos de su civilización, y llevaba lanzando humo y partículas tóxicas a la atmósfera ni se sabía el tiempo. ¡Que arda y se consuma por sí solo!, era lo que decía todo el mundo. Pero llevaba muchos años haciéndolo, y no parecía que fuera a extinguirse nunca.

            Al edificio central del palacio lo escoltaban cinco torres de planta triangular, acabadas en punta, que era donde residía la plebe, y donde estaba la maquinaria que proveía de electricidad al palacio, agua corriente y otros milagros tecnológicos. En uno de aquellos pináculos vivía la cazadora Arthemis, en un diminuto apartamento que bastaba para que una persona que no fuera demasiado exigente se encontrara a gusto.

            La cazadora entró en su casa, colgó las armas del armero que había junto a la entrada y, sin quitarse el casco, se sentó en el sofá frente a la pantalla veo-ve, un horror tecnológico que parecía una madeja de cables que salía del suelo como un bulbo raquídeo cultivado en una maceta. Ese tronco retorcido acababa en un cristal que más que una pantalla de televisión recordaba a las hojas del codeso, solo que formadas por pequeños cristalitos.

            Cuando tocó un botón, los foliolos se iluminaron formando una imagen, la de un hombre con aspecto de sarabaíta y mirada esquiva, que se alegró de ver a su amiga Arthemis al otro lado de la pantalla.

            —¡Querida, has vuelto! Me dijeron que armaste un buen follón por pura iniciativa, cazando por tu cuenta en…

            —Corta el rollo, Dolan. Necesito que me busques a un cliente para el viaje sensorial.

            —¿El viaje…? —El hombre frunció el ceño. Le recordó a un instructor que había tenido en la academia militar, un tal Nosekemierdanowsky, que había tratado de violarla una noche. El pobre había sacrificado sus pelotas al gran dios de las pistolas de neutrones—. ¿Aún te funciona ese chip que tienes dentro de la cabeza?

            —A pleno rendimiento. Y sigo ofertando las mismas experiencias psicosensoriales de siempre: el cliente conectado verá, oirá y notará todo lo que yo haga mientras dure la cacería. Asistirá en primera fila, justo detrás de mis ojos, a la inigualable experiencia de la caza del hombre, con asesinato final incluido. ¿Qué hay más excitante que eso?

            —Pocas cosas, la verdad… —Era una buena oferta que se pagaba muy bien en el mercado negro, así que Dolan echó mano de la intuitiva cortesía que exigían tales ocasiones—. Te agradezco que siempre te acuerdes de mí en estas ocasiones, gatita.

            —No es por afinidad personal, sino porque eres el mejor consiguiendo clientes para los psicoviajes. Ah, y como vuelvas a llamarme «gatita» te pongo en la lista de dianas potenciales del gremio de cazadores, para que cualquier colega que se cruce contigo se saque un dinerillo extra llevándose tu cabeza en una maleta.

            El hombre empezó a sudar.

            —Eh… te ruego me disculpes, Arthemis, no era mi intención ofenderte.

            —Ya, seguro que no. ¿Correrás la voz de que estoy ofertando esto? El porcentaje que te ofrezco es el de siempre. Comienzan las pujas a partir de setenta mil.

            —Claro que sí, aunque no será fácil…Verás, este tipo de comercio se está poniendo duro desde que los clientes descubrieron que la experiencia no es del todo, ejem, inocua para ellos. —El hombre esbozó una sonrisa nerviosa mientras recorría con los dedos el pie de una copa. Estaba en un bar tomando algo mientras hablaba con la cazadora—. Hay quien dice que los cazadores usáis estas conciencias como, ejem, escudo ante ataques de dispositivos de sobrecarga neural. De producirse el ataque, todo el daño se lo lleva el huésped.

            —Hay cazadores faltos de escrúpulos que hacen eso, pero yo no. Necesito el dinero del cliente, no voy a sacrificarlo para que me proteja contra un ataque. Déjaselo meridianamente claro. Esas tonterías no son más que chismes, y los chismes me desagradan porque tienden a ser mucho más pretenciosos que la verdad.

            —Ya, por supuesto. En fin, gat… Arthemis, veré qué puedo hacer. Esta noche bucearé un poco por el Callejón Protón, a ver cómo está el ánimo para contratar esa clase de servicios.

            —Gracias, Dolan —sonrió ella detrás del casco. La imagen que este reflejaba de la pantalla veo-ve se deformó por los costados—. Eres mi sanguijuela preferida. Siempre puedo contar contigo.

            Él comprendió la insinuación y cortó la llamada. Arthemis sentía un placer travieso en dejar a los demás con la palabra en la boca. Por eso prefería el contacto telemático en lugar de las reuniones en vivo. Resoplando, se dejó caer hacia atrás en el sofá mientras la cadena automática de noticias, que se activaba siempre que el usuario apagaba el visor como un último cartucho del mundo del comercio y la civilización por llegar hasta sus acólitos, canturreó por los altavoces:

            —¡Tik ta-naa! ¡Tik tak! Duerma tranquilo sabiendo que nos ocupamos de usted. Para mañana le tendremos preparadas nuevas y maravillosas noticias, como que la base de datos de noticias Urgha-XC, que ha operado ininterrumpidamente durante 664 años, necesita de su ayuda para paliar su déficit crónico y no desaparecer. Colabore con Urgha-XC y no permita que este estupendo legado ancestral se pierd…

De una patada, Arthemis desconectó el aparato. Se quitó el casco, cuyas nanoceldillas se recogieron como pétalos de una flor que se guardaran en la zona del cuello de la armadura, y su cara recibió la caricia del aire por primera vez en todo aquel ajetreado día. Para ser una chica de treinta y pocos años conservaba una tersura en la piel digna de una adolescente: tenía las mejillas muy blancas, como conservadas en hielo, y unos chapotes rojos a la altura de los pómulos poco acordes con el clima caluroso de aquella región. Su cara parecía tener direccionalidad, pues había una cierta inclinación en el labio superior, en los ojos almendrados y en las cejas que sugería que sus rasgos apuntaban en una sola dirección, hacia la punta pizpireta de su nariz. Era como si señalara algo usando toda la cara. Pero no era una mujer fea: vista desde delante, su cara combinaba todos esos ángulos puntiagudos en una simetría bastante intrigante.

Una vez le dijeron que se parecía a Ky pero en versión humana. Ky era un gatito que había tenido siendo niña, en la casa de sus padres. No recordaba mucho de él, salvo que tenía el pelaje dorado y que solía pararse y quedársele mirando como si estuviera haciéndole una pregunta. El gato llegó a viejo y falleció, y ella nunca supo cuál era su pregunta.

            En realidad sí que quería usar a su cliente del psicoviaje como escudo, por mucho que ante Dolan jurara que no. Alguien le había chivado que los asesinos a sueldo de los Kon se regodeaban en el uso de bombas neurales progresivas, y si no quería verse indefensa contra una de ellas, tenía que ser previsora y armarse con un escudo psíquico. ¿Y qué mejor que otra mente que compartiera con ella su cerebro en esos momentos? Al fin y al cabo, si había alguien lo suficientemente cabrón como para pagar una considerable suma de dinero para vivir en primera persona el placer del asesinato —y eso era básicamente lo que ofertaban los psicoviajes—, merecía sufrir un «desafortunado accidente». No sentiría la menor pena por él.

            Por lo pronto, lo que necesitaba con más urgencia era una ducha y un poco de relax clitorial. Se daría ambas cosas en cuanto se quitase aquella pesada armadura y comiera algo, ya que hacía como veinte horas que no cejaba en el ejercicio físico —cazar presas era muy extenuante— y nada había entrado en su barriga salvo aire.

            Cuando estaba a punto de desnudarse, el chivato de la puerta principal vibró. Había alguien ante su puerta. Extrañada, y mientras el visor se quejaba en la sala de estar, activó la cámara del pasillo. Arrugó el entrecejo al ver nada menos que a Bloush, el cazarrecompensas ragkordi, con las manos cruzadas a la espalda.

            Se puso otra vez el casco y entreabrió la puerta.

            —¿Bloush? ¿Qué cojones haces en mi casa?

            —Perdona mi intromisión —sonrió el otro, curvando los labios hacia arriba todo lo que le dejaba su vulva facial—. Pero tenía que hablar contigo sin estar en el ámbito del gremio. ¿Me invitas a unas hojas calientes de karasdas y charlamos?

            Lo siguiente que notó el cazarrecompensas fue la frialdad del cañón de la pistola de la mujer empujando hacia dentro los labios de su vulva.

            —Ey ey ey, que vengo en son de paz —protestó—. Seguramente me habrás escaneado antes de abrir la puerta, y sabrás que no llevo armas. Buen rollo, tía.

            —Y una mierda buen rollo. Tienes cinco segundos para decirme por qué te has molestado en venir hasta aquí antes de que convierta tu escaso cerebro en una nube rosa. Y quien diga que la desintegración molecular no tiene valor terapéutico, que se vaya al cuerno.

            —¡Está bien! No te precipites, mujer. Esto… ¿no crees que el pasillo es mal sitio para tratar temas de índole, digámoslo sí, delicada? Seguro que esto está lleno de oídos indiscretos.

            En lugar de dejarlo entrar, Arthemis salió fuera y siguió encañonándolo hasta que entraron en el ascensor. Pulsó el botón de parada entre dos pisos y activó un perturbador de frecuencias, que trabajaba al límite de la onda corta de las frecuencias de red normales.

            —Estamos solos. Habla.

            —Los chicos y yo hemos estado hablando sobre esa cosa tan increíble que hiciste con las cabezas de Darok, Ursa y Qamleq, los tres administradores de paz que liquidaste. —No hacía falta que especificara quiénes eran esos «chicos» a los que hacía referencia: Arthemis sabía que la última moda en el mundillo de los cazadores era asociarse para tener más posibilidades de cobrar presas más grandes. Bloush se refería a los Tábanos, su círculo íntimo de escoria. Siempre habían sido muy teatrales—. No me creo que hayas visitado sus respectivas fortalezas y que te hayas llevado solo sus cabezas. Seguro que un ave de rapiña de tu calaña vio muchísimas cositas brillantes por allí, y sintió la tentación de que alguna cayera en su bolsillo…

            El casco espejo de la cazadora se inclinó unos grados hacia la izquierda.

            —¿Y qué, si hubiera sido así? ¿Algún problema con eso?

            —Para nada, todo lo contrario. Eres un ejemplo a seguir para nuestra profesión, una mujer que nunca descuida los detalles y que siempre está atenta a cualquier oportunidad de enriquecimiento. Lo que queremos es ofrecerte un trato.

            —Trabajo sola.

            —Lo sé, pero hay algunas operaciones delicadas que tú sola no puedes hacer, y con amigos sí… Si quieres puedes obligarme a sacártelo sílaba a sílaba, pero acabarás admitiendo que cuando entraste en el Kon-glomerado para ajusticiar a Ursa, tus avariciosos ojillos de urraca aprovecharon para registrar su alcoba en busca de la llave de iridio. ¿A que sí?

            La mujer se tensó imperceptiblemente. Era lógico que otros miembros de su gremio se hubiesen dado cuenta ya de eso, pero no esperaba que fuera Bloush el que viniera a decírselo. Durante el turbulento pasado reciente de Enómena se habían producido muchas disputas por el poder, cada una de las cuales giraba en torno a la posesión de un recurso: la primera fue por el simple mantenimiento del orden y la ley, y sobre quién sería el regulador de esas leyes. La segunda, por el control de la energía, de los combustibles. De la producción de material fisionable y el derecho a explotarlo industrialmente. La tercera y más angustiante, por la posesión de los últimos reductos de tecnología pre-Aislamiento, que la civilización actual no sabía replicar.

Los frentes de las violentas energías de la guerra habían arrasado con muchas comunidades antes prósperas, y habían obligado a los supervivientes a agruparse en cantones, a esconderse tras murallas, a vivir bajo tierra en agujeros. Quien tenía el poder era quien podía conseguir más armas, o más fuentes de energía, y no se las dejaba robar por sus vecinos. En este sentido, el drav del Kon-glomerado, que aún seguía con vida —a quien había matado Arthemis era a su administrador de paz más importante, no a él—, poseía un tesoro que los demás clanes temían: la llave para activar unos horrores del mundo antiguo llamados hecatonquiros. Habían sido escondidos en Enómena por los militares del Imperio Gestáltico quién sabe con qué propósito. A lo mejor, especulaban algunos, por estar tan alejada del núcleo imperial quisieron esconder en ella un arsenal secreto. Los registros de aquella época se habían perdido, pero la existencia de los hecatonquiros era un hecho, y había sido descubierta por el drav del Kon-glomerado, un aborto con forma de tortilla gigante llamado Bergkatse, en las profundidades de un viejo búnker. Nadie sabía cómo controlar esos artefactos mortales una vez se liberaran, y la mayoría de las veces causaban más daños colaterales que lo que les habían ordenado concretamente destruir.

Lo único cierto era que el drav poseía el control que los activaba, un artefacto al que gracias al automatismo de la libre asociación, la gente llamaba la llave de iridio. Y que quien se la robara tendría en sus manos un poder inconmensurable.

            —Oh, oh —dijo Arthemis—. Ja, ja.

            —¿Cuál es la parte del «oh, oh», y cuál la del «ja, ja»?

            —La primera corresponde a mi sorpresa porque no esperaba que fueseis tan osados, tus amigos Tábanos y tú. Hace falta valor para proponerme que comparta con vosotros un logro que me he ganado yo sola. Y la segunda es porque si te mato ahora, que es lo que probablemente haré, el secreto de dónde vivo no morirá contigo, seguramente. Si tú lo has averiguado será un secreto a voces, así que después de deshacerme de tu cadáver voy a tener que vérmelas con algo peor que un ataque a la fortaleza del Kon-glomerado: una mudanza. —La pistola láser emitió un siseo como de sobrecarga eléctrica cuando la amartilló.

            —Antes de que empieces a empacar, escucha lo que tengo que decirte —tembló el hombre—: No queremos robarte nada ni pedirte que compartas cosas que los demás no nos hemos ganado. Solo te ofrecemos nuestra colaboración, pues sola no vas a poder entrar en la fortaleza móvil de Bergkatse para robar la llave. Te voy a dar solo un nombre. —Hizo una pausa dramática—: Telémacus Olfhen.

            —¿Telémacus? ¿Qué tiene que ver ese traidor contigo?

            —Conmigo, nada. Pero sé dónde está. Corre el rumor de que el muy imbécil de Radhus Sfilgam se hundió con su barcaza porque encontró al maestro de cazadores, y en vez de intentar negociar con él, lo amenazó delante de su hijo.

            —Sí… —sonrió—, Telémacus es muy capaz de hundir toda una barcaza de guerra y matar a un administrador solo por eso.

            —Sé dónde está. O al menos tengo una sospecha. —De lo nervioso que estaba, su propia voz le sonaba como si estuviera hablando a través de una caja de galletas saladas—. Es el único que ha estado cerca del lugar donde se guarda la llave y ha salido vivo para contarlo. Conoce el interior de la fortaleza móvil y sabrá guiarte hasta ella. Y si me permites que transforme ese singular en un plural… mis colegas y yo te acompañaremos y compartiremos los riesgos. Como es obvio, sacaremos tajada.

            Arthemis estuvo unos segundos mirando fijamente a su colega. Luego, se inclinó hasta que el vaho de la respiración del otro dibujó mariposas en su yelmo.

            —¿Cómo sé que puedo fiarme de ti? ¿O que Telémacus aceptará acompañarnos?

            El ragkordi se encogió de hombros, haciendo que los ojos que tenía sobre estos últimos giraran sus cuencas oculares hacia la mujer.

            —Lo primero es obvio: por mi encanto personal, que es irresistible. Y lo segundo también es fácil: lo último que le sugeriste al Intérprete de los Muertos fue que reclutara un ejército para prepararse para la guerra. ¿Por dónde crees que empezará?