I. METRÓPOLI

Al llegar a la habitación, me despojé del abrigo empapado y me arranqué la corbata del cuello; la impotencia invadía mis miembros como una lacra. Con ojos tristes, observé la estancia: cama desecha, mesa de madera, taburete de tres patas y una palangana sucia, todo encuadrado por paredes desconchadas cubiertas de humedad.

En el exterior, las calles eran una mezcolanza de patios a oscuras, bóvedas semiderruidas, pasadizos retorcidos y viviendas edificadas de forma caótica. La lluvia torrencial golpeaba la ventana, se deslizaba por los tejados, canalones, fachadas y aceras, cubriendo París con su masa nauseabunda: parecía que el Día del Juicio había llegado.

Ignoré el frío aterrador, encendí una lámpara de aceite y solté el maletín de cuero —herencia de mi difunto padre— sobre el suelo sin barrer. La luz mortecina parpadeó, alumbró un segmento de la pared, proporcionando una impresión fantasmagórica al cuarto. Deprimido, me detuve frente a la ventana, limpié el vaho con la manga de la camisa y estudié la avenida solitaria.

Dos caballos sarmentosos que tiraban de un carruaje hicieron resonar el empedrado con sus cascos. En la distancia, sobre los edificios aglomerados, destacaban las monstruosas líneas de hierro de la Torre Eiffel. La construcción me recordó a un inmenso caligrama de letras deformes, dispuestas al azar, sin orden ni concierto alguno, por la mano de algún arquitecto demente.

Tuve la desagradable impresión de que rostros espectrales oscilaban en la niebla, sonriendo con facciones descarnadas, fantasmas incapaces de alcanzar la paz de la muerte. Me alejé de la ventana, derrotado por un terror avasallador: tantas horas despierto comenzaban a pasar factura a mi imaginación.

Una voz quejumbrosa rompió el sonido del aguacero, rebotó en los callejones cubiertos de basura y taladró mis tímpanos. Los latidos de mi corazón ascendieron vertiginosamente. Para tranquilizarme, me dije a mí mismo que algún pobre diablo habría escapado del manicomio, dedicándose a vagar sin rumbo por el barrio.

Una maldición estuvo a punto de aflorar de mi boca, pero algo me obligó a contenerla: acababa de percibir mi propio reflejo sobre los cristales emborronados. Mis facciones me resultaron familiares e indistintas a la vez: cabellos ralos, frente estrecha, rasgos cetrinos, perilla entrecana y labios delgados, casi inexistentes.

Como de costumbre, me costó reconocer a la persona que tenía delante; mi imagen era un misterio imposible de resolver. ¿Acaso era un desconocido ante mis ojos? El viento golpeó los postigos, abrió la ventana y me arrancó una exclamación.

La miseria de las calles se mostró en todo su siniestro esplendor: pordioseros, prostitutas, borrachos, chulos y ladrones constituían la fauna perversa que moraba en la zona, amén de los tenderos corruptos, comerciantes de baja estofa y buhoneros depravados; farsantes que engañaban a su escasa clientela y que venderían al Redentor igual que Judas.

Aquella era la humanidad con la que estaba obligado a convivir: seres despreciables, de una vileza e ignorancia inconcebibles. Jamás llegaría a ser uno de ellos.

La corriente de aire hirió mis mejillas y tremoló mis vestiduras mientras me disponía a cerrar el único vínculo que me unía a la realidad. El resplandor de las farolas formaba sombras preñadas de futuros crímenes sobre las aceras.

Temblando, agarré los postigos y cerré las contrapuertas: era consciente de que mi alma estaba colmada de tinieblas, de tormentos inenarrables, de pecados que jamás podría aceptar. No existía salvación posible para mí.

II. EL HADA VERDE

Después de cambiar mis ropas, encendí una vela, me senté ante la mesa y preparé los utensilios: vaso de cristal, cuchara con cazoleta perforada y terrón de azúcar, ritualizando el proceso con ojos férvidos.

A la izquierda de la jarra de agua fría descansaba una diminuta botella —absenta de dudosa calidad— conseguida aquella misma tarde. Hundí la nariz en la boca del envase y disfruté con el olor del alcohol: artemisa, hinojo y anís; la Santísima Trinidad.

Otros aromas regresaron a mi mente: hisopo, angélica, cálamo, cilantro, verónica, enebro y nuez moscada, variantes que podían conjugar con el Hada Verde que estaba a punto de consumir.

De un cajón inferior saqué un puñado de láudano y lo coloqué al lado de la botella: aquel sofisticado placer era el único que podía permitirme con mi parca economía.

Metódico, preparé ambas cosas en el fondo del vaso, añadí un chorro de agua a través del terrón de azúcar y vislumbré cómo la mezcla se tornaba de un color opalescente: no tardaría mucho en franquear las puertas del Paraíso y del Infierno.

El primer trago fue amargo; mis papilas gustativas protestaron, pero ignoré cualquier muestra de aprensión: era el precio que tenía que pagar por el éxtasis de los sentidos.

Poco a poco, durante minutos imprecisos —que más tarde resultarían ser horas— apuré la bebida, copa tras copa, hasta vaciar la jarra.

Extático, me levanté a trompicones, recorrí la habitación sumida en la penumbra y me desplomé sobre las sábanas revueltas. Durante un momento, los remordimientos de conciencia habían desaparecido: tenía una segunda oportunidad para reconciliarme con mi pasado.

III. DELIRIO

Lentamente, mi entorno adquirió un aspecto tenebroso, colmado de malos presagios. El paso del tiempo se distendió, giró sobre su propio eje en una marejada de aristas cortantes.

Mi cuerpo estaba frío, rígido, como un témpano de hielo. El elixir había hecho efecto; tenía la boca seca, mi lengua se negaba a moverse.

Una sed devoradora llenó mis fibras, mermando el disfrute que la absenta me ofrecía: las barreras de la carne eran más fuertes de lo que podía imaginar.

Cálidos olores llenaron mi subconsciente: vino blanco, azafrán, canela, clavo y opio. Nervioso, me retorcí sobre mi propia figura, a punto de reventar.

Gruesas estrías de sudor se deslizaban por mi frente: puede que hubiera bebido más de lo que mi cuerpo era capaz de soportar. Intenté levantarme, despejar mis sentidos, pero estaba atado a la cama por cadenas invisibles.

De repente, sin previo aviso, junto a la puerta aparecieron dos brillantes puntos carmesíes. Un doloroso escalofrío recorrió mi columna vertebral y sentí cómo mi garganta enmudecía.

Asustado, la sangre nubló mi mente y me aplasté contra la pared. ¿Qué demonios era aquello?

Paulatinamente, una imagen fue tomando sustancia; su sombra imponente traspasó el cuarto y se detuvo a pocos pasos de mi persona. Con la mirada borrosa, distinguí sus contornos esqueléticos, indistintos en las tinieblas que crecían por segundos: era un caballo blanco, de crines cerdosas, en cuyas órbitas ardían tizones enrojecidos.

Un grito de pavor pugnó por escapar de mi garganta estrangulada. Intenté retroceder, huir del contacto del animal, sin éxito.

La espantosa aparición inclinó la cabeza; sus ollares formaron una diminuta cortina de vaho, similar al azufre que debía emanar de los pozos del Infierno. Mis pulmones inflamados protestaron por la falta de oxígeno: estaba a punto de perder el conocimiento.

De la bestia emanaba una maldad sin límites, un martirio que se extendía por toda la eternidad, idéntico a la condena que acarreaba sobre mis hombros.

Aterrado, temí por mi sensatez; poco faltaba para que el límite entre la razón y la locura se desvaneciera. Palabras inconexas se agolparon en mi paladar y chocaron contra mis dientes encajados.

Aflojé las mandíbulas, cerca de proferir ¡Vade retro, Satanás!, cosa del todo imposible: el Hada Verde había cauterizado las sílabas en mi interior.

El don del habla, de expresar mis pensamientos, de utilizar vocales para construir una simple frase, me estaba siendo negado.

Mi memoria se vio inundada por el discernimiento: fui consciente del fenómeno sobrenatural que contemplaba. Mi lengua de origen formuló la palabra Nachtmahr: aquel era el nombre del caballo de Lucifer, tal como lo denominaban mis antepasados arios.

Vencido por el miedo, cerré los párpados: era incapaz de soportar la macabra visión que estaba dispuesta a conducirme al Abismo.

El silencio, roto por la pesada respiración de la criatura, se transformó en una agonía insoportable. La falta de aire quemaba mis costillas.

Exhorté en silencio, imploré clemencia divina, oré por la salvación de mi alma: el Todopoderoso no escuchó mis súplicas.

A oscuras, sentí cómo la presencia retrocedía; el sonido de sus patas reverberó contra las planchas del suelo y se desvaneció en la atmósfera enrarecida de la habitación: volvía a estar solo.

IV. TELARAÑAS

Los segundos se condensaron en un lamento: estaba atrapado entre las contriciones que tejían una madeja sobre mi anatomía.

Al otro extremo de la estancia, la negrura adquirió rasgos monstruosos: ojos preternaturales, boca supurante, colmillos afilados, sonrisa diabólica…

Anhelé escapar, salir del cuarto, evadirme de los fantasmas que se materializaban a los pies de la cama. No podía pedir auxilio; el pánico atenazaba mis cuerdas vocales, ahogándome con su zarpa angustiosa.

Sin transición, me encontré cubierto por telarañas: hebras grisáceas se adherían a mi piel, arrebatándome el calor que podía albergar. Tiritaba de frío; los demonios continuaron acercándose, cubriendo con sus sombras los confines de mi alma.

No me quedó otro remedio que resignarme, aceptar mi funesto sino. Quizá fuera mejor que todo terminara lo antes posible: morir significaría un alivio inconmensurable…

Sobresaltado, regresé a la realidad, golpeándome la cabeza contra la pared. Me froté el cráneo mientras luchaba por controlar las náuseas: la avidez por vomitar abrasaba mi interior.

Tenía el pijama cubierto de sudor, el pulso descontrolado y la respiración agitada: el Hada Verde había intensificado mis pesadillas hasta un límite repugnante.

Prendí la pipa y saboreé el tabaco que recorría mis pulmones: un pobre consuelo para mi alterado estado físico y espiritual.

Al cabo de unos minutos, recobré el ánimo depresivo que me caracterizaba: volvía a ser dueño de mis acciones. Los sueños continuaban frescos en mi memoria; no podía borrarlos, los detalles eran demasiado recientes.

Con una toalla deshilachada, sequé la transpiración que perlaba mi torso: me desagradaba el contacto de mis excreciones personales.

Estaba seguro de que aquella vez no conseguiría vencer a los súcubos, pero había tenido suerte: aún no había llegado mi hora.

¿Y si hubiera perecido? Suspiré, consternado, maldije el hecho de permanecer despierto: no era digno de respirar el mismo aire que mis semejantes.

La lámpara se apagó. Tardé unos segundos en acostumbrarme a la negrura; no podía ver nada, como si las tinieblas de mi conciencia cubrieran el interior de la estancia.

Por primera vez en meses, me sentí tranquilo, racionalmente distante de los conflictos que me asediaban: la oscuridad tenía el don de calmarme.

Con la mente en blanco, enumeré los sonidos de la noche tardía: el golpeteo del viento, los motores de los vehículos, la agitación de los postigos, la lluvia torrencial y las campanadas de la iglesia.

Las voces humanas no tardarían en aparecer: dentro de poco los vecinos del tercero se levantarían, el dueño de la tienda de enfrente abriría su local, las viejas arpías del segundo saldrían a comprar, la gente iría a sus mezquinos trabajos.

El mundo continuaba adelante; las ruedas del sistema no se detendrían, la balanza se inclinaría arbitrariamente. Nadie se preocuparía por mi suerte o bienestar.

Era un anacronismo: sin amigos, familiares, conocidos o amantes, reflexionaba a solas, esperando que llegara su final.

Aquel era un buen resumen de mi existencia. Me costaba aceptar que treinta y siete años de vida se pudieran condensar en unas cuantas frases.

De nada serviría negar la verdad: era un perdedor. Inquieto, jugueteé con la pipa sin animarme a encender otra.

No tenía hambre; llevaba toda la jornada sin comer. El alcohol, el tabaco y la absenta reemplazaban la necesidad de alimentos.

Evidentemente, sabía que con aquella actitud no llegaría lejos, pero no era capaz de sobreponerme, de superar el círculo angustioso donde me debatía.

Me limitaba a hundirme, tocando el fondo, sin saber si podría regresar a la superficie alguna vez.

La idea de suicidarme regresó con renovadas fuerzas: despreciaba ser como era, soportar aquel caos. Apenas podía recordar otra cosa desde que tenía uso de razón.

Estuve tentado de autoflagelarme, actuar como lo haría un penitente para expiar sus pecados, pero no pensaba darme aquel placer: quedaban demasiadas horas por delante hasta que amaneciera.

Con un esfuerzo nacido de la desesperación, agarré la corbata y me dispuse a atarla a una de las vigas del techo.

Con fortuna, me rompería el pescuezo al ahorcarme: la fotografía de mi cuerpo saldría en la portada de Le Petit Parisien